DAVID G. TORRES

Falsa Inocencia

en Fundación Miro, Barcelona, 2003

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Fundación Miro, Barcelona, 2003


Sobre la diferencia (II)

Ami Barak está en el origen de este proyecto. No podría ser de otra forma puesto que de él surgió la propuesta de hacer una exposición con obras de las colecciones públicas francesas de arte contemporáneo; una muestra representativa del trabajo en esas colecciones. Lo que es tanto como querer hacer una muestra representativa de lo que sucede en arte contemporáneo. Sin embargo, en arte la democracia es, como Ferran Barenblit ha explicado en diversas ocasiones, la democracia del juicio y del valor. Es decir, que es imposible hacer una muestra representativa en los términos democráticos al uso, igualitaria y objetiva. Al contrario, cada relato es un relato personal, y por lo tanto subjetivo, hecho de los propios intereses, en el que se pone de manifiesto el propio criterio y juicio de valoración sobre las obras. Lo que nos llevaría a concluir que no existe un relato, sino diversos. Y esos relatos discuten entre sí, porque finalmente si algo caracteriza al trabajo en arte es que se trata de una actividad discursiva, en sus dos acepciones: de creación de discursos y de discutir. Y ahí sí que el amigo Barak, más allá de ser el inductor factual, está en el origen del proyecto.

El mundo entre comillas

En 2001 y en 2002, en Lyón y en Budapest, Ami Barak presentó la exposición "Dévoler" realizada con obras de la colección del FRAC Languedoc-Roussillon. El título de la exposición se correspondía con el título de un vídeo de Pierre Huyghe. Brevemente, en el vídeo vemos en un supermercado a Pierre Huyghe cómo va dejando nuevos productos sobre las estanterías. “Dévoler” es una palabra nueva, que no existía en francés, que define un nuevo uso: en lugar de robar objetos o productos se trata de “desrobar” o de devolver. A partir de ahí se deduce la tesis de aquella exposición: que el arte tiene que ver con la invención. O, siguiendo la estela del ready-made duchampiano, que tiene que ver con el hecho de ofrecer significados y sentidos nuevos.

Porque la estrategia del urinario de Marcel Duchamp no es otra que ésa: ofrecer a un objeto un nuevo sentido; mediante el desplazamiento de lugar, ese urinario ya no es ese objeto sobre el que realizar una necesidad fisiológica masculina básica, sino que es otra cosa. Lo que realizó Duchamp era un desplazamiento de significados sobre el mismo objeto. Una estrategia idéntica a la que se realizaba en poesía, la estrategia que André Breton no paraba de reivindicar: juntar palabras disímiles para ofrecerles un nuevo contenido. El urinario simplemente sigue al pie de la letra a Lautrémont con aquello del encuentro casual de una máquina de escribir y un paraguas en una mesa de disección. Sólo que en arte esa aplicación literal del precepto de Lautréamont implica ratificar que una obra de arte no lo es por cuestiones formales, que no depende de la mano del artista, sino que depende del contenido. En otras palabras, el urinario de Duchamp, siendo igual a cualquier otro, es distinto. La diferencia entre un urinario y el urinario es de orden conceptual; es una diferencia de esencia y no de apariencia; una diferencia ontológica.

El mismo Duchamp en un artículo de autodefensa se encargó de decir que lo importante del urinario era que el tal R. Mutt (seudónimo que firma la obra) lo había escogido. Lo cual es tanto como decir que la verdadera actividad de R. Mutt había consistido en señalar, en apuntar con su dedo hacia determinado objeto o hacia determinada realidad. Siguiendo con las comparaciones literarias, tal acto coincide con el de escritores como Flaubert en Madame Bovary: simplemente señalar o entrecomillar un trozo de la realidad. Y, sin embargo, no hay que olvidar que ese acto simple de poner el mundo entre comillas le valió a un escritor como Flaubert un juicio por blasfemo e inmoral. Probamente porque en ese entrecomillado se produce un despliegue del sentido, porque en ese desplazamiento de los objetos la realidad señalada se revuelve.

Las fotografías de Gabriel Orozco se sitúan en la senda estricta del ready-made duchampiano, en la medida en que básicamente subrayan, señalan o entrecomillan trozos de la realidad vulgares y cotidianos pero que intentan desvelar un sentido poético sobre esa prosa de la realidad.

Pero también en ese señalar está pegada la lógica misma del ready-made, puesto que cada cosa o cada hecho, a partir del momento en que aparece un dedo señalador, no puede ser más que otra cosa. Como si cada hecho no pudiese ser más que un re-hecho: re-hecho, re-interpretado, re-mirado. Es en esa lógica donde se sitúa la película Remake de Pierre Huyghe: la refilmación en espacios actuales y con medios caseros del célebre film de Alfred Hitchcock La ventana indiscreta.

Boris Groys ha explicado cómo, evidentemente, el arte contemporáneo se ha cimentado sobre esa distinción, que puede tomar la forma de un dedo que señala o de un entrecomillado; lo que ya no es tan obvio es hacia donde lleva la importancia de esa diferencia. Según Groys mientras las diferencias de forma son previsibles (así es previsible que a un modelo de automóvil le suceda otro), las diferencias de contenido no. De tal forma que lo que inauguraba Marcel Duchamp, y que artistas como Gabriel Orozco han seguido a pies juntillas, no era tan sólo que la definición de una obra de arte se cimenta sobre la diferencia de contenido y no de forma, sino que además esa diferencia asegura que el arte es una actividad discursiva en la que el concepto de novedad es fundamental. Insisto, no se trata de novedad de formas, sino de esa novedad más intensa que implica la novedad de contenidos: en otras palabras, ofrecer una respuesta discursiva en el contexto del arte. Arthur Danto en Después del fin del arte lo explicaba sucintamente: “Ser un artista en el mundo del arte significa tomar posición con relación al pasado y a los contemporáneos en quienes la posición vis a vis con el pasado es distinta. La obra de todo artista es consecuentemente una crítica tácita de lo que la precede y de lo que la sigue”.

Así lo que queda desmontado es aquel discurso posmoderno según el cual sólo nos quedaba la posibilidad de la repetición y, al contrario, afirma que lo nuevo sigue siendo un hándicap del arte: frente al cinismo, Boris Groys defiende la necesidad de creer en la diferencia... en fin, que el arte es una actividad discursiva. Claro que no podría ser de otra forma, al fin y al cabo cualquier actividad humana implica una respuesta condicionada a todo lo conocido, visto o experimentado.

La obra de Simon Starling Work, made-ready, Kunsthalle Bern, A Charles Eames ‘Aluminium Group’ remade using the metal from a marin ‘Sausalito’ bicycle remade using the metal from a Charles Eames ‘Aluminium Group’ es una especie de ready-made a la inversa. La pieza la forman la mítica silla de Charles Eames pionera del diseño moderno y una bicicleta de montaña del modelo Sausalito. Sin embargo, y como indica el título, la silla de Simon Starling está realizada a partir de la fundición de una bicicleta de dicho modelo y, a la inversa, la bicicleta está realizada tras fundir y reutilizar los materiales de una silla de Charles Eames. Si la operación artística básica que inauguraba Duchamp era, como hemos visto, el cambio de significado de un objeto por su descontextualización sin cambiar su forma, lo que ha hecho Simon Starling es, al contrario, cambiar la forma del objeto. Si el urinario de Duchamp, aun permaneciendo igual en la forma, ya no será más un urinario, la silla de Charles Eames realizada por Simon Starling no será más una silla, porque simplemente es una bicicleta.

En el caso de Hubert Duprat, no es tanto que su obra sea un ready-made como un “ready-made-by-others”, puesto que son sus larvas las que realizan esas pequeñas piezas, esas concavidades y habitáculos hechos con piedras preciosas y oro.

Recapitulando, el urinario ejemplifica una estrategia compleja, una estrategia artística que implica el desencadenamiento de una actividad discursiva, de la misma manera que la obra de Simon Starling es el resultado de una serie de operaciones de descontextualización, recontextualización y cambios sobre la naturaleza de los objetos... pero, en ultima instancia, se trata sólo de urinarios, bicicletas y sillas.

Un portero y un penalti

En 2001, Martí Anson inauguró una exposición en la galería Iconoscope de Montpellier, donde presentó la videoproyección El miedo del portero al penalti, en la que la acción de lanzamiento de un penalti por un futbolista frente a un portero quedaba infinitamente suspendida en los breves segundos de indefinición anteriores al chute del balón. Allí, Ami Barak recordó los argumentos que había esgrimido en cierta ocasión al ser preguntado por la relación entre arte e inteligencia. Esos argumentos también tenían que ver con el fútbol y con el instante anterior al lanzamiento de un penalti. Ante un lanzamiento de penalti, al portero se le presentan básicamente tres opciones. La primera, prever que –como acostumbra– el delantero chutará hacia la derecha, y lanzarse a la derecha. En la segunda, como sabe que ese delantero habitualmente chuta hacia la derecha, se lanzaría hacia la izquierda porque imagina que el delantero sabe lo que él sabe e intentará sorprenderle. La opción que nos queda, la tercera y última, es igual a la primera: lanzarse a recoger el balón a la derecha. Sin embargo, el mecanismo intelectual para llegar a esa opción es sensiblemente distinto. El portero seguiría la siguiente lógica: dado que ese delantero siempre chuta hacia la derecha hoy habrá pensado en chutar hacia la izquierda para sorprenderle, pero el delantero, consciente a su vez de que él puede conocer esa lógica, querrá sorprenderle de nuevo no cambiando de táctica y volviendo a chutar a la derecha.

Si la primera opción implica una inteligencia escasa, la segunda implica una inteligencia media y la tercera una inteligencia desarrollada. En la reconstrucción de la mecánica intelectual del portero tal distancia parece clara; lo sorprendente es constatar que entre la primera opción (lanzarse a la derecha) y la última (lanzarse a la derecha) no hay diferencia aparente alguna y, sin embargo, representa el margen entre lo obvio y lo complejo.

El ejemplo del portero frente al penalti pone la cuestión sobre lo que considero uno de los problemas fundamentales en arte: el límite de distinción entre la banalidad absoluta y lo sublime, entre la estupidez y la inteligencia, ese margen entre lo obvio y lo complejo; en otros términos, el difícil límite de existencia de la obra de arte en el filo de la navaja. Y, al mismo tiempo, desgrana elementos identificativos del pensamiento en arte: la relación entre arte e inteligencia, cómo esa relación se produce en términos de despliegue del sentido y cómo todo ello tiene que ver con la “diferencia”. Esa diferencia que Marcel Duchamp calificó de inframince y que permite distinguir su urinario de cualquier otro urinario o la Brillo Box de Andy Warhol de cualquier otro bote de detergente. En definitiva, esa diferencia que se establece entre dos lanzamientos de penalti exactamente iguales en la forma pero distintos en el contenido.

La tesis de esta exposición es que tal diferencia tiene que ver con la inteligencia; que esa diferencia es la que ratifica al arte como una actividad intelectual que pone en juego la inteligencia.

Brevemente, esa diferencia es la que, tal y como decía Boris Groys, ratifica al arte contemporáneo como actividad discursiva y, al mismo tiempo, es la que nos asegura que hay unos contenidos sobre los que pensar.

La fotografía de Noritoshi Hirakawa titulada Of "At a bedroom in the middle of the night" es una fotografía vulgar de un parque en Japón. Tan vulgar como los millones de fotografías que se hacen diariamente en el mundo. Si además tenemos en cuenta que una cualquiera de entre esos millones de fotos disparadas diariamente, ampliada a gran formato y en buen papel, puede convertirse en una imagen interesante o, como mínimo, en una imagen bonita, la fotografía de Noritoshi Hirakawa parece aún más vulgar, sin ningún interés. La mirada vaga por ese parque fotografiado sin encontrar nada peculiar, nada que haga esa imagen más interesante que cualquier otra. Sin embargo, una pequeña cartela al lado de la fotografía certifica que la pareja situada al fondo de la imagen, sentada en un banco, esa pareja que casi nos pasa desapercibida, estaba copulando en ese justo momento. E inmediatamente esa imagen vulgar cambia radicalmente, parece girar sobre sí misma, y concentra la mirada sobre ese punto al fondo de la imagen en la que aparece una pareja de japoneses en un banco. Y ya es imposible desprenderse de ello, la mirada sobre esa imagen ha quedado condicionada, y el contenido de la propia imagen ha cambiado, más bien se ha llenado de contenido. Sobre todo si tenemos en cuenta que la fotografía está tomada en un parque en Japón, un país con estrictas normas sociales por lo respecta al hecho de tocarse en público y más aún de practicar el sexo en un parque en pleno día, rodeados de un cierto ambiente familiar.

En sí misma, esa imagen reproduce el proceso de diferenciación que ejemplificaba el ready-made, o ese proceso de distancia que Ami Barak explicaba entre la primera opción que se le presentaba al portero de fútbol frente al penalti y la tercera opción. Como en el hipotético lanzamiento de penalti, la imagen es exactamente la misma, nada ha variado en su forma. De alguna manera, ese proceso de diferenciación entre un urinario y el urinario se produce en la fotografía de Noritoshi Hirakawa en términos temporales en la propia mirada del espectador.

Lo que pone en evidencia Noritoshi Hirakawa es ese proceso por el cual determinado objeto, imagen o lo que sea ha pasado ha ser otra cosa; ese proceso por el cual se hace evidente la diferencia y aparece un contenido sobre el que pensar. Ese proceso por el cual el reloj digital de Véronique Joumard, que marca las horas, minutos, segundos, centésimas y milésimas de segundo no es simplemente un aparato para conocer la hora en la que vivimos, sino que marca el tiempo, nuestro tiempo de existencia y su percepción. Los pantalones de Andreas Slominsky, tirados en el suelo, con una trampa de caza en el interior de una de las perneras, provocan una tensión entre lo natural y lo artificial y cobran un valor metafórico ligado a la fatalidad de la vida y su reverso, la muerte; no muy distinto del extraño perro de Thomas Grunfeld, cuerpo de una raza y cabeza de otra; la piedra de Philippe Parreno que habla con la voz impostada de Jean-Luc Godard o el Fiat 126 al que Alain Bublex ha acentuado la línea aerodinámica.

Genealogía y antihistoricismo: hacia una eficacia política del arte

No es en absoluto casual que desde el principio de este texto haya aparecido de manera destacada la figura de Marcel Duchamp. Porque si hay que establecer algún tipo de genealogía de cara a considerar el estatus actual del trabajo en arte, de cara a señalar la dimensión discursiva del arte, su relación con la inteligencia, y reivindicarlo como una actividad intelectual, Marcel Duchamp aparece en el origen de esa genealogía o, recuperando de nuevo la argumentación de Boris Groys: el arte contemporáneo se ha cimentado sobre Marcel Duchamp desde el momento en que ha mostrado cómo la diferencia entre un urinario y el mismo urinario es de orden conceptual. Y en esa genealogía, que pasa por Andy Warhol y Bruce Nauman, se deslizan artistas de los ochenta que han hurgado una vez más en la diferencia, como Haim Steinbach o Félix González-Torres, o que han trabajado en los límites del absurdo y la banalidad, como Mike Kelley o Paul McCarthy; y que llega al trabajo de artistas como Pierre Huyghe, Andreas Slominsky, Simon Starling, Gabriel Orozco, Maurizio Cattelan, Nedko Solakov, Mark Wallinger o Uri Tzaig.

Trazar una genealogía es establecer una serie de líneas de conexión entre distintos trabajos y artistas, es practicar una vez más esa actividad discursiva que busca aclarar o destacar determinadas ideas en arte. Una genealogía como ésta, en la que se enlazan nombres y obras de manera quizá un tanto tosca, es más una genealogía de ideas que un intento de explicación histórica. Probablemente por una cierta desconfianza hacia, precisamente, la explicación histórica, porque creo que tiende a convertir a las obras en poco más que ejemplos ilustrativos y las introduce en una secuencialización que las aparta de lo personal, de lo experiencial y de estar engagées en el presente. Se trata, una vez más, de quitar hierro a la obra de arte, de restarle eficacia y mostrarla como algo que en algún momento pudo ser cuestionador y desestabilizador, pero que ahora podemos ver relajadamente, con nuestras conciencias tranquilas. No muy distinto de la explicación meramente formal, introduciendo los trabajos de los artistas en una hipotética cadena sucesoria de avances hacia no se sabe muy bien dónde y mostrar el arte como algo que en algún momento pudo ser cuestionador pero ya no lo es.

Casi como en un desliz del lenguaje, tratando una cuestión de método, ésa que diferencia a críticos y curadores de los historiadores, aparecen términos que hablan del trabajo en arte como “cuestionador”, “desestabilizador” o “engagé”. Términos que aluden a una posible función política, o cuando menos ética, del arte. Y, sin embargo, parecía estar concentrado en desentrañar cuestiones que afectan a la definición misma del arte contemporáneo, a su estatus ontológico. Sólo una tremenda confusión podría llevar a pensar que éste era un discurso autorreferencial, que hablar de cuestiones como la diferencia o la inteligencia nada tenían que ver con la realidad, la condición comprometida del arte o su posible eficacia política. Cuando, sin ir más lejos, la reivindicación de la inteligencia, de un espacio destinado a ese discursear, implica de por sí una consideración política y engagée del arte contemporáneo.

Un jovencito rubio, adolescente, con flequillo y una camisa blanca cruzada por un tirante de cuero negro y una corbata, bebe un vaso de leche, que sujeta con su mano derecha y que le ha dejado marcado un bigotito blanco. Todos los elementos de esta imagen de General Idea tienen que ver con la idea de la diferencia, con cómo esa diferencia provoca el despliegue del sentido y, aquí más explícitamente que nunca, con cómo todo ello está impregnado de una consideración política y comprometida de la obra de arte.

La pieza en cuestión se titula Nazi milk, y sin ninguna duda el jovencito adolescente de apariencia inofensiva muestra el mismo aspecto que un miembro de las juventudes hitlerianas. Así que de inocencia nada, a pesar de que su bigotito, también hitleriano, sea el resultado de beber leche, quizá porque más que dedicarse a pensar en cómo eliminar a miles de personas lo que tiene que hacer es beber un vaso de leche caliente e irse a la cama. Ese bigotito de leche es, evidentemente, un elemento de mofa y burla que inmediatamente comprendemos. Como si el sentido del humor fuese uno de los elementos políticos, críticos y desestabilizadores más radicales. Y es ahí donde la obra muestra su eficacia de sentido, donde la imagen se lee y trasciende mucho más allá de su superficie. Pero, además, la crítica implícita en ese bigotito y la mofa que conlleva van más lejos. En EEUU, la leche y la marca de la leche en el bigote se han convertido en todo un símbolo del american way of life...

Fe

Cuando Boris Groys se refería al urinario y al proceso de diferenciación que desencadenaba, lo hacía señalando insistentemente que si sucedía es porque ese desplazamiento de lugar de un objeto se producía desde el continuo de la realidad, la prosa de lo real, hacia el museo. En resumidas cuentas, que lo que ocasionaba la posibilidad de pensar en la diferencia es que ese urinario ahora estaba en un museo. En una conferencia, Antonio Ortega expresaba un argumento semejante; pero desde una posición de distinta complejidad, desde el ángulo contrario. Antonio Ortega propuso a la audiencia que imaginase durante unos instantes a un artista célebre despojado de su celebridad. Él propuso imaginar a Joseph Beuys un domingo tras tomar café en casa de sus padres recogiendo en una bandeja coágulos de grasa enganchados en las paredes del comedor, mientras les explica la importancia de la grasa y sus valores metafóricos como un material orgánico que se transforma y nos protege.

Frente al ejemplo de Boris Groys, el de Antonio Ortega se olvidaba de la ratificación afirmativa que supone la presencia de la obra de un artista en un museo; y, por el contrario, ponía énfasis en una cuestión tan escurridiza como es la fe en el trabajo en arte. En su ejemplo, efectivamente podía parecer que Joseph Beuys quedaba en ridículo, y sin embargo lo que estaba en juego era la capacidad, nuestra capacidad, para creer en su trabajo a pesar de todo; nuestra capacidad para creer que verdaderamente esa grasa aun siendo idéntica en la forma a cualquier otra grasa es diferente de toda la otra grasa del mundo; para creer que el urinario de Duchamp es distinto de cualquier otro; que la pila de papeles rojos sobre el suelo de Félix González-Torres también lo es; o, incluso, que verdaderamente la silla de Simon Starling está hecha a partir de una bicicleta y, yendo más allá, que aunque Simon Starling nos hubiese engañado, hasta el extremo de pensar que ni la silla está realizada a partir de la bicicleta ni a la inversa, estar convencidos de que tal mentira tiene sentido.

Efectivamente, podía parecer que Joseph Beuys quedaba en ridículo, en todo caso, y si así lo consideramos, todo dependerá del valor que otorguemos a ese ridículo, de la fe que depositemos en él.

El valor que otorguemos a lo ridículo afecta directamente a los trabajos de Paul McCarthy y Mike Kelley: el primero, con ese inmenso monigote de cabeza de conejo y un pene desproporcionado que se enrosca como un espagueti; Mike Kelley, con esos dos peluches que sostienen una conversación filosófica inverosímil.

Sería un gran error y una tremenda infidelidad al ejemplo del lanzamiento de penalti si creyésemos que hablar de la relación entre arte e inteligencia tendría que ver con la adopción de discursos sesudos y postulados retorcidos. Precisamente si se establece esa relación es en ese límite entre lo ridículo y lo complejo, entre humor e inteligencia. Tan ridículo como el adolescente de bigote lechoso de General Idea y tan intenso como él. Al fin y al cabo los peluches de Mike Kelley no hacen más que mofarse, una vez más, de esa otra inteligencia, esa inteligencia intermedia, que se conforma con descargar discursos sesudos; mientras que el Spaghetti man de Paul McCarthy mezcla escatología con comida y con sexo de la misma manera que lo hacen los niños, sólo que esa mezcla en un adulto viene a implicar el desarrollo de una sexualidad no reprimida.

Sobre el ridículo se abre un hueco en el que se lanza la interpretación y el sentido. El mismo hueco que abre la diferencia. Un hueco que provoca que un juego inverosímil, del que nunca acabamos de conocer las reglas, con una cancha que se abre y se cierra, con jugadores que cambian de equipo –un juego inventado por Uri Tzaig y del que ha filmado un partido en la pieza titulada Infinity–, que ese juego, en su condición ridícula, en esa diferencia que asegura el sentido, se convierta en una metáfora de los usos y reglas sociales... más aún si consideramos que Uri Tzaig es israelí.

Don Quijote es anarquista

Marylène Negro y Klaus Scherubel han trabajado sobre una serie de obras que denominan genéricamente Les artistes au travail. En sus fotos aparecen los dos trabajando, es decir, sentados en una terraza cualquiera tomando un café o tumbados en la hierba. Lo que vuelve a estar en juego es nuestra fe: la fe para creer en la tercera opción del portero frente al penalti, la fe para creer en esa nada cargada de sentido.

Esa fe en el arte nos salva del cinismo; nos salva de creer que todo vale porque sí. Al contrario, su valor deriva de unas estrategias discursivas complejas aunque de apariencia nimia, en ocasiones ridícula o inocente. De la misma manera que, en la cara opuesta del cinismo, la capacidad de tener fe en el trabajo en arte, para ver, trabajar o pensar en arte, tiene que ver con una cierta condición naïf.

Naïf, inocente, tan inocente como se declara a sí mismo Mark Wallinger al escribir en grandes letras Mark Wallinger is innocent, o adolescente, puesto que es precisamente adolescente el término que utiliza Pierre Bourdieu en Las reglas del arte para referirse al comportamiento de personajes literarios como Don Quijote. Ese Don Quijote que ve gigantes allí donde sólo hay molinos de viento. Estoy persuadido de que la gramática correcta sería decir que Don Quijote interpreta los molinos de viento como gigantes, que evidentemente ve, como su compañero Sancho Panza, que son molinos de viento, pero ya no puede verlos más como tales y sólo puede interpretarlos como otra cosa, en este caso gigantes. Pero también la banal fotografía de Noritoshi Hirakawa era un simple paisaje urbano, hasta que inevitablemente no podemos desligarnos del hecho de que al fondo hay una pareja que está practicando sexo en un parque público en Japón...

Estoy convencido de que eso sólo es el principio de la historia. Esa fe y esa condición adolescente que van ligadas, que nos conducen a ver el urinario como otra cosa, que a Don Quijote le conducían a ver los molinos de viento como gigantes y más y más, tiene un funcionamiento vírico: porque se expande. Es la propia realidad la que, tras esas dudas y quiebros constantes sobre el sentido de los objetos, deja de ser plana para estar puesta en cuestión constantemente. La duda se expande hacia la propia naturaleza de los objetos y de la realidad. Al fin y al cabo, si el personaje de Cervantes veía gigantes era por haber leído demasiado. Fue la lectura la que le provocó una desconfianza, extrema, hacia la realidad. Y, por cierto, Madame Bovary también leía.

La duda está pegada a ese hacer que siempre es un rehacer: tanto de Pierre Huyghe en Remake; como de Pierre Bismuth, cuando muestra no una película sino la trascripción dactilográfica de una película, que inevitablemente es otra cosa; como de Fiona Banner, escribiendo todos los argumentos de películas sobre la guerra del Vietnam que recuerda, o de Douglas Gordon, cantando las mejores canciones de Lou Reed y The Velvet Underground.

Cuando dejamos de ver el urinario como un objeto en el que realizar una necesidad biológica básica, de alguna manera entramos en un proceso de “quijotización”. Mi posición consiste en pensar que más allá de que el urinario de Duchamp certificase la necesidad de pensar en arte desde la “diferencia”, esa diferencia implica que la realidad queda problematizada. Desde el momento en que pones tu fe en que ese objeto es otra cosa, estás predispuesto a poner en duda el más mínimo aspecto de la realidad. Para decirlo de una manera gráfica: a no creer de ninguna forma eso de que “así son las cosas y así se las hemos contado”.

Si el reloj digital de Véronique Joumard más que expresar la hora en la que vivimos nos enfrenta a nuestra propia percepción del tiempo, Claude Closky ha inventado otro tipo de reloj. Este sí marca las horas y, sin embargo, no nos sirve para saber la hora en la que vivimos. Es un reloj en sistema decimal: las horas no se dividen en sesenta minutos y las partes del día en doce horas, sino en cien minutos y diez horas. Obviamente lo que Claude Closky pone en evidencia es que nuestra forma de medir el tiempo es pura convención. ¿Cómo podemos usar ese reloj si las nueve nunca serán nuestras nueve? Lo que queda cuestionado de manera tan simple como efectiva y directa es la organización de todo nuestro sistema temporal. La realidad puesta en duda.

Enganchados a ese resquebrajamiento de la realidad, en la que los objetos se fragmentan, la identidad se astilla y trocea como en los múltiples retratos robot, todos de la misma persona pero todos distintos, de Maurizio Cattelan en el Super-noi; enganchados a ese proceso de “quijotización”, entramos en un terreno de confusión. Y quizá esa confusión, esa duda metódica aplicada sobre lo que nos rodea y sobre nosotros mismos, es uno de los grandes valores del arte.

Parece inevitable que hayan vuelto a aparecer los términos de una eficacia del arte en el terreno de lo político. Si no, ¿de qué otra cosa se declara inocente Mark Wallinger? o ¿cómo podemos interpretar su inocencia si la enuncia tan alto que dudamos si es eso lo que pretende afirmar o, más bien, todo lo contrario? o, por lo menos, parece tan inocente como el adolescente de bigotito blanco de General Idea. Si Mark Wallinger, como Paul McCarthy o Mike Kelley, es inocente es que hay algún culpable, en su inocencia señala culpabilidades.

¿En qué otros términos que no sean los de la eficacia política se puede interpretar ese anhelo de un proceso vírico que ponga en duda y cuestione la realidad y a nosotros mismos? La duda es inteligencia y también es política: estos tres elementos forman una especie de triángulo indisociable de una determinada forma de ver y entender el arte.

Es inevitable quedar enganchados a esa duda. Probablemente porque no se trata tanto de que tengamos una seguridad absoluta en ese urinario que es otra cosa, en esa bicicleta que es una silla, en papeles que infectan de vida o relojes que no marcan la hora, como de que frente a ellos aún dudamos. Como si nos hubiésemos quedado enganchados infinitamente frente a ese delantero de Martí Anson que no se decide a chutar, que nos mantiene en una espera constante, ante un problema sin solución, sin saber si esta vez se trata de chutar a la izquierda, a la derecha o a la izquierda...

Y así, entre las mesas y sillas de Angela Bulloch, podríamos pasar horas intentando saber cuál es la lógica por la cual dependiendo de en qué silla nos sentemos suena música, se pone en marcha un dispositivo que hace sonar la canción Trans Europe Express de Kraftwerk. Y podemos pasarnos horas intentando descubrir su lógica sin llegar a ninguna solución. Simplemente porque, pese a parecer que estamos “interactuando” con la pieza, la verdad es que la música suena de forma aleatoria independientemente de la silla en la que nos sentemos.

Como si Don Quijote cuando se lanzaba con convencimiento contra los molinos de viento que eran gigantes, no lo hiciese tanto con convencimiento como con la voluntad de asegurarse que sí eran gigantes; como si, pese a toda esa muestra de convencimiento, también titubease. Y sin embargo, a Don Quijote, también, el hecho de comprobar en su nariz que sólo eran molinos, lejos de quitarle la fe, la ratificaba. Quizá porque en el universo de la duda siempre es posible descargar un nuevo argumento.

En la base de esa duda, si algo se ratifica es la validez de la idea de la diferencia. Esa diferencia que, al mismo tiempo, establece una distancia de contenido entre objetos iguales y marca una distancia entre lo obvio y lo complejo; que acerca la estupidez a la inteligencia; que asegura que esa nada, el despiste de Nedko Solakov en la serie The absent-minded man anulando cualquier intencionalidad del trabajo que presenta porque simplemente lo ha olvidado, es decir, que no es nada, que no hay nada y que no tenemos nada sobre lo que hurgar... que esa nada es una nada cargada de sentido.

La diferencia inframince, que separa lo obvio de lo complejo, que hace que algo sea distinto aun siendo igual, que como en el ejemplo del lanzamiento de penalti de Ami Barak no haya diferencia de forma, lo que pone en juego no es sólo nuestra capacidad para tener fe, la capacidad para instalarnos en esa especie de estado adolescente, para dudar, sino también nuestra inteligencia para ser capaces de pensar ahí. O, en todo caso, lo que hace es poner en juego la inteligencia, que el sentido y el discursear exploten ahí donde menos lo esperamos, frente a un monigote con el pene como un espagueti.


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