DAVID G. TORRES

Sobre la diferencia

en catálogo exposición "Antonio Ortega and The Contestants" en The Showroom, Londres, 2002

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En una conferencia en la que Antonio Ortega reflexionaba sobre cómo la adolescencia se ha convertido en un tema del arte actual y en la que él quería
incidir en lo que implica en tanto que actitud ante el trabajo en arte, propuso una especie de juego a la audiencia. Se trataba de que durante unos segundos pensasen en un artista célebre, lo despojasen de su celebridad y fama, lo convirtiesen momentáneamente en un artista sin éxito y lo imaginasen un domingo por la tarde en casa de sus padres cuando, después de la comida, tomando café, les explica sus últimos proyectos artísticos... Más tarde, Antonio Ortega aclaraba que el artista en el que él había pensado era Joseph Beuys. Joseph Beuys recogiendo en una bandeja coágulos de grasa enganchados en las paredes del comedor de papá y mamá Beuys, mientras les explica la importancia de la grasa y sus valores metafóricos como un material orgánico que se transforma y nos protege...

En realidad cualquier ejemplo podía ser bueno: Yves Klein vaciando su habitación y vendiendo a sus padres esas porciones de inmaterialidad como gran excusa para obtener una paga semanal; o el mismo Antonio Ortega cuidando a una gallina en su propia casa, a veces celebrando con ella el nuevo año, otras acunándola y en general adaptándola a su propia domesticidad. Sólo que en este caso la experiencia fue estrictamente esa; una experiencia de la que sólo quedan algunos rastros documentales en vídeos y fotografías del proyecto “Rufina” (1996/7). Y también podríamos pensar en Marcel Duchamp colgando un urinario sobre la puerta de su casa. Claro que aquí el ejemplo también es real: Duchamp tenía una reproducción del urinario sobre una de las puertas de su apartamento en Nueva York.

Tal vez el ejemplo de Joseph Beuys puede parecer límite, e incluso algunos podrán pensar que ese ejemplo así planteado es peligroso porque tras él pueden escurrirse argumentos reaccionarios. Al fin y al cabo, Beuys parece quedar en ridículo, y con él buena parte del arte contemporáneo. A no ser que seamos capaces de creerlo hasta el fondo: de creer verdaderamente que esa grasa aun siendo idéntica en la forma a cualquier otra grasa es diferente de toda la otra grasa del mundo; que el vacío que vendía Yves Klein vale su peso en oro; que la gallina de Antonio Ortega nos está explicando algo sobre nosotros que no explica ninguna otra gallina; y que el urinario de Marcel Duchamp, aun siendo un vulgar urinario y aun pudiéndolo comprar en cualquier fábrica, desde el momento en el que pensamos en él como una reproducción más del de Duchamp es sin ninguna duda diferente. En fin, a no ser que seamos capaces de asumir cierta condición naïf como un “a priori” básico para poder trabajar, ver o pensar el arte contemporáneo.

No se trata de otra cosa que de realizar un acto básico de rebeldía: aboler la frontera entre realidad y ficción. En el transfondo de ese acto, en el que caen desesperadamente personajes literarios como El Quijote, predispuesto a creer que un molino de viento es en realidad un gigante acechante, Pierre Bourdieu en “Las reglas del arte” habla de un comportamiento adolescente que caracteriza a personajes literarios como El Quijote o el Frederic Moreau de la

“Educación Sentimental” de Flaubert, que se toman la ficción en serio porque no pueden tomarse en serio la realidad, que viven en una especie de estado adolescente porque la ficcionalizan. La llamemos como la llamemos, esa condición naïf es la que nos permite ver la diferencia, sobrepasar un pensamiento simple que se contenta con ver y no quiere pensar más allá, que se contenta con descartar esas experiencias con gallinas, grasa, el vacío o un urinario, por vanas e indiferentes quedándose sólo en la superficie. Esa condición naïf es la que nos permite creer en la diferencia entre objetos idénticos, entre la realidad plana y la realidad señalada o entrecomillada; sólo ella nos asegura que existe un contenido sobre el que pensar. Al final se trata de una cuestión de fe, de fe en el arte. Porque frente a cualquiera de los trabajos que he citado se nos presentan tres opciones: ser un mecanicista radical para el que es imposible creer que existe la diferencia entre cosas idénticas; ser un cínico y, a pesar de no creer en la diferencia, jugar un juego que parece ser rentable; o creer en la posibilidad de que sí existe esa diferencia y que sí es fundamental e imprescindible, no sólo artísticamente, sino vitalmente.

Estoy persuadido de que esa condición naïf es indispensable para poder trabajar, ver y pensar en arte porque nos hace tener fe en él, porque nos
permite creer, como dice Antonio Ortega, que merece la pena seguir en ello. Sin embargo, términos como “naïf”, “fe” y “creer” parecen estar vetados en los
discursos sobre arte contemporáneo, seguramente porque son los que se han utilizado para justificar distintos retornos a la expresión y el subjetivismo. Pero antes al contrario, a mi parecer, son términos que asumidos fuerzan a definiciones estrictas del trabajo en arte. Precisamente si aceptar nuestra condición naïf nos libra del cinismo, ese que se ejemplifica en el todo vale porque parece ser que todo vale, también nos obliga a seguir las apuestas hasta el extremo, a creer no en la expresión sino en el contenido, a creer no en el gesto sino en la diferencia. En el caso de Antonio Ortega esa creencia y esa fe le impele a ser estricto con su obra, es decir a no permitirse coartadas formales, a evitar que se cuele cualquier intento de fascinación formal que no esté justificado por el contenido, a no justificar su práctica artística por una diferencia de forma sino por una diferencia de contenido. Para expresarlo metafóricamente, a ser duchampiano al extremo.

Boris Groys también ha tomado el ejemplo del urinario de Marcel Duchamp para hablar de lo que significa esa diferencia de contenido: de cómo el arte contemporáneo se ha cimentado sobre ella desde el momento en el que ha mostrado cómo la diferencia entre un urinario y el mismo urinario es de orden conceptual; es una diferencia de esencia y no de apariencia; una diferencia ontológica. Lo que Marcel Duchamp provocaba con el ready made era un desplazamiento de orden lingüístico: el mismo objeto en un lugar distinto, desplazado de su lugar original, cambia de significado. Ese nuevo significado para un objeto antiguo es lo que lo define como obra de arte, lo que le permite diferenciarse como objeto que analiza la realidad, que nos enseña a cuestionarla o, rememorando las palabras de Julian Barnes en “el loro de Flaubert” pensando en la obra del escritor francés: “enseña a mirar cara a cara a la verdad y a no parpadear ante las consecuencias; enseña a dormir sobre la almohada de la duda; enseña a diseccionar las partes constitutivas de la realidad y a observar que la Naturaleza es siempre una mezcla de géneros...”

Pero Boris Groys va más allá. Al margen de que Marcel Duchamp tuviese el urinario también expuesto en su casa, lo que certifica la diferencia es que está expuesto en un museo, que en cualquier caso es un objeto que pertenece al mundo del arte. De ello se deducen dos efectos consecutivos. El primero:
mientras las diferencias de forma son previsibles (a un nuevo modelo de coche le sigue otro más novedoso), las diferencias de contenido no. Así que precisamente el hecho de que el urinario sea idéntico a otros muchos es lo que certifica su novedad. Y el segundo efecto: el hecho de ser un objeto dentro del mundo del arte, en un museo, y que lo es debido a su novedad, implica que la novedad es un elemento fundamental en el discurso artístico. Sólo que no estamos hablando de novedad de formas, sino de contenidos, para los que la referencia de aquello que ya pertenece al mundo del arte es ineludible. Boris Groys desmonta el discurso posmoderno según el cual sólo nos quedaba la posibilidad de la repetición y, al contrario, afirma que lo nuevo sigue siendo un handicap discursivo en arte: frente al cinismo defiende la necesidad de creer en la diferencia. Y no es extraño pensar que la novedad sea un handicap en arte, ni tan sólo es algo peculiar del arte: sino que toda actividad discursiva, e incluso cualquier actividad humana, está marcada y determinada por un antes y un después, por la conciencia de lo sucedido, pensado o hecho que condiciona cualquier nueva respuesta.

En su diagnóstico del arte actual, Groys observa que precisamente esa diferencia que califica la novedad en arte está sucediendo hoy al introducir en el contexto del arte la propia realidad cotidiana o, a la inversa, al poner el mundo entre comillas, indiferenciando la propia vida de la vida como obra, lo que provoca “una duda infinita sobre la naturaleza de las cosas”.

En los años setenta la proposición de que arte y vida están o deben estar ligados era llevada al extremo en su versión más tremenda, es decir, a través de la auto-lesión del artista, coqueteando con los límites físicos y la muerte... Sorprendentemente el diagnóstico de Boris Groys sobre el arte actual tiene mucho que ver con esa unión entre arte y vida, sólo que ahora interpretada desde el otro extremo.

Entre 1994 y 1998 diferentes trabajos de Antonio Ortega tenían que ver con lo que entonces calificaba como “arte doméstico”: trasladar la unión entre arte y vida al propio entorno doméstico. Para explicarlo metafóricamente: si algunos artistas de los años setenta habían intentado elevar el arte hasta los límites de la vida, Antonio Ortega bajaba al arte hasta la vida, hasta el otro límite, más simple, cotidiano y doméstico. Así, la convivencia cotidiana con una gallina en su casa ponía a prueba la capacidad de adaptación de ese animal a los usos domésticos. Pero evidentemente, si creemos en la diferencia, “Rufina” no es sólo un proyecto de convivencia y experimentación con un animal de granja en un entorno doméstico, sino que implica una reflexión sobre los comportamientos condicionados y aprendidos, no ya sólo de los animales sino también de los humanos.

Pero ¿qué sucede cuando ya no es ni tan sólo la realidad cotidiana la que entra en los museos, sino que es la misma realidad cotidiana de una exposición la que se constituye como objeto de exposición? Básicamente, en eso consiste el proyecto “Antonio Ortega & The Contestans” (2002); en llevar el propio contexto del arte al contexto del arte, hacer una exposición con él. “Antonio Ortega & The Contestans” es una exposición individual de Antonio Ortega, cuya obra consiste en desarrollar un proyecto conjunto de exposición con cinco artistas recién licenciados en Bellas Artes de Barcelona, en la que cada uno de los seis presentan trabajos distintos. Albert Tarès, Mireia Guzmán, Rubén Martínez, Jonathan Millán, Esther Badia y el propio Antonio Ortega desarrollaron durante seis meses el proyecto de exposición basado en una idea democrática: a cada uno le corresponden las mismas condiciones de producción adaptadas al propio proyecto personal para la exposición y a cada uno le corresponde el mismo espacio de catálogo; todo se discute y se negocia en una mesa de trabajo.

En apariencia, lo que ha hecho Antonio Ortega es ceder “generosamente” su espacio de exposición individual a otros cinco jóvenes artistas dándoles la
oportunidad de exponer con él en Londres. Sin embargo, si seguimos pensando en la diferencia, si somos lo suficientemente inocentes para no creer lo que vemos, sino que intentamos pensar más allá, nos pondremos sobre la sospecha de que tras “Antonio Ortega & The Contestans” sucede algo, que esa exposición de artistas es diferente de cualquier otra exposición de artistas, porque siendo colectiva es individual, porque se ha producido el mismo desplazamiento que provocaba el urinario pero esta vez dentro del mismo arte, de tal forma que el museo es un objeto expuesto en el museo, que por lo tanto es idéntico, pero que tiene que ser necesariamente diferente. En otras palabras: si Marcel Duchamp cogía un objeto de la realidad y lo desplazaba de lugar, cambiando su contexto, hasta las salas de un museo; si Boris Groys deduce que una de las estrategias del arte actual consiste en llevar el museo hasta la vida ordinaria; y si una escultura de Lawrence Weiner consistió simplemente en dar martillazos a un cubo de piedra hasta desplazarlo unos centímetros; Antonio Ortega ha realizado un gesto comparable a levantar una exposición entera y volverla dejar en el mismo sitio. O recuperando de la memoria a modo de ejemplos gráficos dos de sus obras primerizas: es el mismo gesto que arrugar un trozo de alambre para, más tarde, devolverlo a su posición original, obteniendo finalmente un alambre estirado; o parecido a inyectar colorante verde a una
planta, evidentemente, verde.

“Antonio Ortega & The Contestans” siendo idéntica a cualquier otra exposición es diferente. De tal forma que no puede consistir sólo en querer ser generoso y hacer una exposición con artistas jóvenes, en ofrecerles su plataforma en el colmo del buenrollismo. Ese entrecomillado de toda la exposición nos pone bajo la sospecha de tener que ser quisquillosos. Hay un contenido implícito que va más allá del contenido de cada una de las piezas de los seis artistas por separado y en el que se ponen en evidencia las estrategias jerárquicas que se dan en la realización de una exposición y elpapel predeterminado que jugamos cada uno. No en vano la exposición se titula como se titula: son Antonio Ortega y sus cinco concursantes; el artista que actúa como comisario, que, al mismo tiempo, frente a los otros es el que más recorrido profesional tiene y por lo tanto ejerce de maestro que condiciona la lectura de los otros trabajos; la aparente generosidad con artistas más jóvenes también hace que, esos artistas, vengan a ratificar el trabajo del más adulto, mostrando que su compromiso con la contemporaneidad es extremo... En definitiva en el arte, como en la vida, se dan una serie de condiciones jerárquicas asumidas en las que cada uno jugamos un rol determinado;
condiciones que camuflamos bajo nociones como la generosidad.

Cuando en 1999 Antonio Ortega apadrinó en Londres a la simpática cerdita Lucy, subvencionándole una agradable vida en una granja de las afueras de la ciudad (“Lucy”, 2000), y al mismo tiempo dio de comer sus propios vómitos a unos pájaros en el “rear garden” de su apartamento (“Registro de bondad”, 1999), no hacía más que poner en evidencia y cuestionar las condiciones de la generosidad: cómo somos generosos y cómo pensamos la generosidad. Brevemente: Lucy tenía un entorno condicionado con horarios y comidas prefijados, mientras que los pájaros habían comido aquello que quisieron, cuando ellos quisieron. Por otra parte, Antonio Ortega sólo había tenido que pagar una suma de dinero procedente de la producción de su exposición en la Fundació ”La Caixa” de Barcelona, es decir, dinero que ni tan siquiera era suyo, y despreocuparse de Lucy; mientras que para dar de comer a los pájaros había tenido que sufrir vomitando frente a la taza del retrete durante doce minutos. En definitiva, lo que este proyecto pone en evidencia son nuestros prejuicios a la hora de pensar en la generosidad, preguntándose en base a qué somos generosos: en base a nuestra satisfacción o la de los otros. En “Antonio Ortega & The Contestans” los actores del proyecto, esos participantes, no son simples actores, no son comparables a ninguno de los elementos con los que Antonio Ortega ha trabajado anteriormente, porque ellos son asimismo artistas. Evidentemente, ese poner entre comillas la exposición entera, que es en lo que consiste básicamente el proyecto, genera preguntas sobre el proceso mismo de realización de una exposición, sobre las condiciones jerárquicas y de dependencia mutua que se trazan no sólo en el ámbito del arte sino en la vida en general, sobre cómo se producen procesos de asimilación y de adaptación. En otras palabras, hay un contenido implícito a todo el proyecto y, al mismo tiempo, cada uno de los proyectos de los contestans es un proyecto en sí, la obra de un artista que desde el principio de la aventura conocía las reglas del juego. De un juego en el que cada uno era consciente de que su obra, su particular entrecomillado el mundo, se ponía al servicio o simplemente formaba parte de un entrecomillado mayor. Si entre otras cosas con “Antonio Ortega & The Contestans” se proponía una vez más hacer un análisis de las conductas, lo que estaba en juego era la conducta de cada participante consciente de que sólo era un participante, su capacidad para asimilar las reglas del juego... pero ¿acaso no sucede siempre así? Antonio Ortega simplemente pone las reglas del juego, no hay coartada formal previa; su particular entrecomillado del mundo, el gesto de levantar toda la exposición y dejarla en el mismo lugar, es estricto. Más allá de los resultados de la partida, lo importante es que el juego funcione.

Y quizá lo que, finalmente, está en juego es la fe de todos los contestans en el proyecto global. Y ya estamos de vuelta otra vez con la fe. “The true artist helps the world by revealing mystic truths”: Bruce Nauman decía de esta famosa pieza en la que la frase aparece escrita en una espiral de neón, que cada vez que la leía le provocaba risa, que la encontraba absolutamente ingenua, pero que al mismo tiempo no podía evitar creer en ella, creer que es cierta. Sintomáticamente, Nauman daba justo en la diana. El mero hecho de tomar en consideración la frase abre un hueco a la duda. Esa misma duda que Boris Groys citaba al hablar de la diferencia y que se expandía generando una “duda infinita sobre la naturaleza de las cosas”. Bruce Nauman nos pone sobre la pista de que quizá no se trata tanto de que hayamos conseguido solucionar intelectualmente esa diferencia entre objetos idénticos, esa diferencia sóloasumible desde una actitud naïf que deviene necesaria artística y vitalmente, no es tanto que tengamos una seguridad absoluta en la grasa de Joseph Beuys, como que quizá lo que subraya Bruce Nauman es el hecho de que aún dudamos. Porque dudamos al enfrentarnos a un urinario que no es un urinario, a grasa que no es sólo grasa, al vacío que es mucho más que vacío o a una exposición colectiva que es una exposición individual, y en esa duda algo de la realidad se resquebraja bajo nuestros pies, porque es hacia nuestra propia realidad hacia dónde se expande esa duda.

Sólo una tremenda confusión, un tremendo error de interpretación, podría haber hecho pensar que reflexionar sobre la diferencia conduciría a un discurso autoreferencial sobre el propio arte, igual que era una confusión interpretar que términos como fe y naïf podían tener que ver con la expresión y el subjetivismo. Todo lo contrario, lo que esbozan estos términos es una definición política de la obra de arte.

Cuando antes citaba a Julian Barnes escribiendo eso de que “Flaubert nos enseña a mirar cara a cara a la verdad y a no parpadear ante las consecuencias; enseña a dormir sobre la almohada de la duda; enseña a diseccionar las partes constitutivas de la realidad y a observar que la Naturaleza es siempre una mezcla de géneros...” simplemente rescataba esa cita de su libro sin aludir al contexto específico de la obra de Flaubert. Pero tal vez ahora convendría recordar que el escritor francés fue un perfeccionista de la lengua, que se concentró en el estilo de la escritura literaria, repasando meticulosamente cada página; que en sus libros retrató la realidad de una mujer de provincias o que reprodujo con precisión cirujana las más pequeñas circunstancias, usos, modos de vida y objetos de la sociedad francesa del siglo XIX. Y que sin embargo, ese escritor realista y formalista, fue juzgado por irreverente y blasfemo. Quizá porque en su entrecomillado del mundo, en ese desplazamiento que toda escritura provoca, surgía la diferencia. Simplemente no era necesaria la denuncia explícita de los valores convencionales de la época para devastarlos, sino que bastaba con mostrar las reglas del juego: resquebrajar el suelo de la realidad por medio de la duda que impone pensar desde la diferencia.

Evidentemente que ahí el verdadero afectado, el verdadero protagonista, no son tanto los valores e instituciones de una época, de cualquiera, la de Flaubert o la nuestra, como sus actores. El suelo que se resquebraja, la realidad y los valores que se ponen en cuestión son los del lector o del espectador. Es él quien juzga la conveniencia o no de una dieta a base de vómitos, quien juzga su generosidad o mezquindad. Es él quien pone en duda sus propios prejuicios respecto a la generosidad, es sobre él sobre quien recae la duda al considerar las condiciones jerárquicas en las que se dan los comportamientos humanos.

Al creer en la diferencia o al asumir la posibilidad de la duda nos ponemos sobre la pista de que el sufrimiento al que Antonio Ortega somete a una planta en “Registro de ahilamiento” (1996) al obligarla a crecer atenazada por un largo tubo de cartulina, obligada a desarrollar un largo tallo tan dependiente del tubo que cuando se le sustrae cae fulminada, tiene que ver más con nuestras propias dependencias y sumisiones que con las de las plantas. Lo que asegura la creencia en la diferencia es la necesidad de escarbar en esa duda. Si lo que pone en juego la diferencia es la definición de la práctica artística en cuanto tal, en cuanto artística por el entrecomillado que hace, lo que se desvela es la importancia del contenido, su valor personal,
cuestionador, etc., impregnado en su condición de objeto artístico.

En el video de Antonio Ortega “Determinación de personaje” (2000) un artista y un comisario interpretan y repiten con precisión un gag televisivo de dos cómicos españoles. Es decir, el vídeo, como la “Boîte Brillo” de Andy Warhol, es la repetición exacta de un objeto que ya existe y, al igual que ésta, provoca un desplazamiento semejante al urinario. Sin embargo la diferencia entre el gag de los cómicos y el del artista y el comisario interpretándolos hace que el tono humorístico de la actuación, estando en primer plano de la visión, pase a un segundo plano en el orden del contenido. La pregunta que plantea el vídeo es por qué razón esas dos personas interpretan a esos dos cómicos, por qué están predeterminados a ser cada uno de ellos un personaje concreto y no el otro: ¿por la altura?, ¿por la inteligencia?, ¿por la cantidad de pelo?. Lo que desvela en última instancia es la predeterminación física de la que dependemos. Algo semejante a lo que le sucede al protagonista de “Las partículas elementales” de Michel Houellebecq cuando declara: “Disfrazarme de marginal no me serviría de nada: no soy lo bastante joven ni lo bastante guapo ni lo bastante cool. Se me cae el pelo, tengo tendencia a engordar (...) En una palabra no soy lo bastante natural, es decir, lo bastante animal, y eso es una tara irremediable; haga lo que haga, diga lo que diga, compre lo que compre, nunca conseguiré superar esa desventaja, porque tiene toda la fuerza de una desventaja natural”. En fin, ese personaje tiene la misma poca credibilidad como marginal que Antonio Ortega tocando la guitarra con un grupo hard-rock en el vídeo “Manifest destinys” (2001).

Tras el extraño crecimiento de plantas, las dietas indicadas y las forzadas, comisarios y artistas haciendo de cómicos o los contestans de una exposición: Acaso lo que se está poniendo en duda no es la misma idea de que pueda existir un estado natural, libre y no determinado por las condiciones en las que pensamos la generosidad, por presupuestos jerárquicos asumidos o por las reglas del juego en arte.

Pensando en las posibilidades de definición política de la obra de arte, por aquí pasa, en términos existenciales, una definición de su eficacia política. Una eficacia, no tanto basada en la denuncia institucional, como en lo personal; cuya voluntad no es tanto tranquilizar las conciencias como removerlas. Cuando Bruce Nauman ofrece esa especie de no-explicación de su pieza “The true artist helps the world by revealing mystic truths” en la que la única solución que nos brinda es dudar sobre la veracidad del enunciado, lo que hace de alguna manera es dar una vuelta más, en este caso figurada, a la propia espiral de la frase en neón: quizá si hay alguna verdad mística que revelar es que no hay una verdad mística, que nos mantendremos enganchados a esa espiral de duda infinita entre creer y descreer.

Esa duda es la que carga por definición a una práctica artística de eficacia política, y es la que define la existencia de la obra en el filo de una navaja: entre una exposición que es individual y colectiva a la vez; en un movimiento de equilibrio entre lo ridículo y lo sublime, entre nuestra condición naïf y la necesidad de darle una trascendencia.

Como una suerte de vuelta más en la espiral del proyecto “Antonio Ortega & The contestans”, Antonio Ortega es también un Contestant que presenta el vídeo “Aprehensión y esoterismo” (2002): una entrevista al también artista Pere Lluís Plà Buxó; un artista peculiar, de aspecto daliniano, conocido por susperformances y que ahora escribe poemas y pinta cuadros de una especie de realismo trascendente. En la entrevista, Pere Lluís Plà Buxó habla de su obsesión por la salud física y de cómo ésta depende de la psique. En un tono entre iluminado y humilde, en ocasiones hermético, explica que, según él, una psique sana es aquella que está abierta a experimentar, que por lo tanto parte de una conciencia de la propia ignorancia. Esa ignorancia es motor de la creación, porque hace circular la energía, física y psíquica, y así, de alguna manera, es curativa. En resumen, Pere Lluís Plà Buxó pone en relación salud mental y salud física entendiendo que la relación entre una y otra tiene que ver con un “impulso creativo” basado en el deseo de experimentar y conocer desde la conciencia de la propia ignorancia.

De forma explícita en la entrevista aparecen los mismos temas y preocupaciones que han aparecido a lo largo del texto y del trabajo de Antonio Ortega: la inocencia, la experiencia, la relación entre las causas y los efectos. Y todo ello ligado al arte y la creación, como si estos pudiesen cumplir un papel curativo. Como si permanecer en ese estado de inocencia que nos hace estar abiertos a la experimentación tuviese algún papel curativo. Como si Pere Lluís Plà Buxó fuese un alterego de Antonio Ortega que cree definitivamente en la diferencia, que ha puesto en práctica la relación entre ignorancia, creación y salud, y que finalmenteintentase convencernos de la necesidad de creer en su trabajo, de que, como recordaba al principio, merece la pena creer en el arte. Al fin y al cabo podemos evitar todo el hilo del discurso, refutar la necesidad de cierta inocencia para creer en la diferencia. Y, a continuación, dejar de creer que creer en el arte nos libra de ser cínicos, que abre espacio al juego del pensamiento desde las puertas de la inocencia, y que ahí precisamente se ratifica su condición política, crítica, cuestionadora y necesaria vitalmente.

Evidentemente, yo creo en ello y valoro todos estos aspectos como elementos imprescindibles para cualquier aproximación al arte. Y al hacerlo, lo que intento es reivindicar el valor del arte y por extensión de la cultura; intentar justificar una utopía que posiblemente también es naïf: pensar que el arte y la cultura nos harán más libres. E, insisto, a pesar de que todos los discursos en torno a la efectividad política del arte están cargados de un tono pesimista, prefiero pensar esa efectividad en positivo, como le sucede a Pere Luís Plà Buxó, prefiero creer en él, en las posibilidades de una eficacia en lo personal, en su posibilidad proselitista. Todo ello no implica renunciar a la complejidad del discurso, sino todo lo contrario. Como he intentado demostrar, la condición inocente que nos impulsa a creer en la diferencia nos obliga a ser estrictos: a no conformarnos con formas de arte interesadas únicamente en mirarse al ombligo, que se contentan con ser decorativas, que sólo sirvan para llenar las salas vacías de un museo; si no que, por el contrario, nos obliga a considerar la práctica artística en su dimensión crítica e insubordinada.

Quizá aquel anhelo de André Breton según el cual el arte debía trasformar el mundo y trasformar la vida no parece posible en términos absolutos, pero quizá sí puede infectarnos de ese virus que llevó a Francis Bacon a decir que era optimista en la futilidad.


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