DAVID G. TORRES

Chercher l’objet

en Iconoscope, Montpellier, septiembre 1998

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Iconoscope, Montpellier, septiembre 1998


Una vez alguien me dijo que son los hombres pequeños los que se plantean grandes preguntas, los que miran al cielo y piensan en lo solos que están, en lo pequeños que son y en lo grande que es el universo, en la de cosas que deben pasar en el espacio. Preguntas sin respuesta, que quedan colgadas en el aire, formuladas en un momento de despiste. Yo también debo ser un hombre pequeño... pero tenaz. Me hago esas mismas preguntas sencillas pero no ceso de intentar conocer algún tipo de respuesta. En mi caso las preguntas no van dirigidas al cielo, sino que van dirigidas al propio trabajo, al trabajo en arte. La cuestión a la que acabo llegando siempre, la que me obsesiona y me impulsa a seguir viendo obras de arte es muy sencilla: ¿qué es esto que llamamos arte? y ¿qué miramos cuando miramos una obra de arte? En todo caso es saludable hacerse la pregunta de vez en cuando. Ofrece buenas dosis de humildad pero, sobretodo, provoca distanciamiento, ironía y cierto escepticismo. Y quizá esa es la respuesta, igual de simple e idiota que la pregunta, el efecto saludable que provoca es la respuesta. Es el alto en el camino del que hablaba Lévi-Strauss, su negación puesto que dejamos de andar y su premisa puesto que si no descansamos caemos fatigados y no podemos seguir. En el camino, cientos de conversaciones, saliva gastada, líneas escritas, cartuchos de tinta agotados. Esa vuelve a ser la respuesta que nos espera en el alto, en forma de obra que nos impele a seguir. Puro derroche (depense).

Pero ¿y si las preguntas simples fuesen las verdaderamente complejas? Como ya he insinuado son ellas las que no se conforman con una respuesta, sino que las quieren todas, porque no tienen ninguna, porque no se dejan asir y no se dejan explicar.

Seguramente es cierto que Duchamp está en el origen de todo el arte contemporáneo, que él planteó todos los problemas a los que nos enfrentamos, que fue él quién abrió tanto el camino que ya no sabemos qué hacer y qué pensar. Y sin embargo hemos olvidado la extrema facilidad con la que nos retó. Simplemente ofreció un vulgar urinario como obra de arte. Evidentemente el problema planteado era un problema de esencias: ¿qué es una obra de arte? y ¿qué es un artista? Las respuestas eran igual de obvias: una obra de arte es la toma de decisión de un artista sobre algo para que sea arte; y un artista es el que ofrece obras de arte. Pura hermenéutica. Como toda buena hermenéutica provoca que los discursos se disparen, que las interpretaciones se multipliquen. Y entonces, encerrados en ese gran problema, en la discusión hermenéutica cada vez más sofisticada, enrevesada y precisa, aparece otro olvido, más grave aún, un gran despiste: confundir simplicidad con obviedad y complejidad con complicado. Por eso es preciso volver a plantearse preguntas simples, para poder ser complejos, porque es más sencillo responder de manera complicada a una pregunta complicada que intentar responder a una pregunta simple, ahí sólo cabe la complejidad y la astucia.

Posiblemente es un problema del discurso sobre arte y no tanto de las obras o, en todo caso, de aquellas obras que se han dejado arrinconar por los discursos, que han sido convencidas por ellos. Una estrategia bien distinta a la de "Columna" de Mireya Masó. "Columna" está realizada con rollos de papel montados unos encima de otros. En ella las palabras están ausentes, el ruido está escondido, el discurso se nos niega o se multiplica, bien porque como en un papiro enroscado la obra sólo nos ofrece el lomo, ocultando las frases, letras e imágenes, o bien porque verdaderamente sólo se trata de papel blanco que en cualquier momento puede desenroscarse y llenar el espacio de vacío, de silencio que es preciso llenar, escribir. "Columna" permanece en un estado de indefinición, de latencia entre un flujo ascendente y descendente, entre lo que se cierra y lo que se abre. No hay nada a descifrar, la obra no hace un alarde de complicación alegórica que como si de un jeroglífico se tratase reta al discurso a ser capaz de localizar lo que se dice. No dice nada y lo dice todo. Cualquier excusa representativa, camuflada bajo la máscara de metáfora, metonimia o sinécdoque está ausente. Y ese es el verdadero reto complejo para el discurso, porque no hay complicación a solucionar, sino una simplicidad que desarma. Ante la representación la obra opta por la simple presentación.

Si insistimos en diferenciar complejidad de complicado o difícil es preciso aclarar los términos de esa dificultad. Surge de aquellas confusiones provocadas por la hermenéutica duchampiana, que incitaban el desarrollo de los discursos que a través de los nuevos límites planteados por el arte intentan encontrar una solución precisa. Finalmente vencidos todos los retos, abiertas las posibilidades conceptuales, materiales y formales optan por declarar el fin del arte, el fin de un viaje en el que ya no hay más salidas, en una fatiga instalada en una calma extraña y forzada. Allí la obra tiene todas las posibilidades abiertas y ahora, por fin, sólo le queda hablar, ser una mediadora, una forma adecuada de dar opiniones correctas. Y sin embargo, asistimos al verdadero fin del arte porque la obra queda simplemente arrinconada y desplazada por lo que dice. Pero ¿y si el hecho de ya no ser ingenuos no significa que no quede nada por hacer?, ¿y si nunca fuimos ingenuos?, ¿y si es una excusa para instalarnos en cierta comodidad?. Tal vez tener al alcance todas las posibilidades para realizar una obra no ha abierto el espacio sino que lo ha vuelto a cerrar dentro del antiguo marco de la obra, ahora ilimitada y pluriforme pero que es preciso solucionar. Entonces no se trataría de solucionar la obra desde fuera, sino desde dentro, pensada en su interior. Esto es asumir que toda obra debe responder de manera genérica al carácter evolutivo y progresivo de toda la historia del arte y al mismo tiempo imponerse como lugar imprescindible al que, de una forma u otra, ha de referirse toda obra subsiguiente. No estaríamos ante el fin del arte sino actuando bajo una lógica vanguardista, con astucia.

Frente a la representación, la "Columna" de Mireya Masó opta por la presentación. Pero esa fuerza de la obra como presencia sólo puede surgir desde su negación: la negación de la pintura en cuadros hechos como en un positivado fotográfico, de los restos y huellas que ha dejado otra pintura en la superficie; la negación de la pintura-pintura, por saturación, utilizada como una placa de enormes goterones dúctiles sobre el cuadro, autónoma y dependiente de él; la negación de la gota que continua a pesar de todos los obstaculos; y finalmente la negación de la propia autorreferencialidad que parece ostentar porque sus cuadros están llenos de sugerencias y de una sutilidad evocadora sólo apuntada. Por ello las obras de Mireya Masó permanecen en un estado de latencia, de indefinición, porque hasta su inevitable presencia es confusa. No plantea ningún regreso al objeto, en todo caso, sí su rescate: es preciso buscarlo, basta con saber que el objeto, el objeto de arte, su presencia, está por ahí, implicado en la trama, esquivo y consciente de su propia desaparición. Las fotografías de sombras de Joana Cera también niegan la visión, se ocultan ante tanta imagen, ante tanta presencia, al mismo tiempo que reclaman la mirada.

Resolver en una obra los problemas genéricos de toda la historia del arte conlleva desarrollar ese juego astuto, esquivo e indefinido. Ahí no hay lugar para la ingenuidad y tampoco para los discursos tremendos que pretendan salvar el "yo" o al mundo a través del arte. Es un lugar en el que es preciso actuar desde cierto escepticismo, con ironía y al mismo tiempo con implicación. Se trata de jugar con complejidad, en el filo de la navaja: entendiendo la obra como la resolución de determinados problemas de carácter conceptual pero ofreciendo objetos que es necesario ver y sentir; siendo políticos pero no explícitos; sin ser ingenuos pero trabajando desde el centro del sujeto. Quizá ya no es posible creer en el arte como un posible salvador para el mundo o el "yo", pero sí es posible que la obra produzca ligeras modificaciones momentáneas en la vida íntima de las personas.

En ese ámbito la obra no se deja atrapar por completo y el discurso necesita ser igual de astuto; tiene que ser capaz de mantener una pompa de jabón sin que explote. Para ello es preciso agitar las manos a su alrededor, provocando pequeñas corrientes de aire que la mantengan en vilo, mientras, permanece ahí enfrente girando inestable y cuando creemos que ya la hemos atrapado, señalamos y vuelve a explotar.

En el fondo al hablar de esa presencia compleja y esquiva, de esa relación íntima con la obra, hablo de algo mucho más sencillo y complejo al mismo tiempo, algo que está implícito en la consideración genérica de la obra de arte, algo que es también más íntimo y que se establece en una relación humana; en definitiva, se trata simplemente de seducción. Al fin y al cabo, posiblemente la idea de seducción se plantea de una forma menos poética que la metáfora de la pompa de jabón, pero es más real, implica la misma consideración esquiva para el objeto que seduce y, sobre todo, es más humana.

La seducción es querer tener, deseo y sexo. Implica el deseo de un contacto personal, cálido y cercano pero que nos es negado, que permanece justo en el límite de la satisfacción, del poseer. Es un juego esquivo de afirmación y negación, que nos ofrece el objeto cubriéndolo. Ese es el juego morboso que provocan las piezas de Domènec. "El rostro ajeno" es una escultura cóncava en la que el espectador debe hundir la cara. De tanto acercarnos a la obra, de tanto querer poseerla llegamos a no ver nada, porque ella misma nos tapa la cara y la visión. Pero, además ni tan sólo podemos acercarnos porque está expuesta tan alta que no alcanzamos a meter la cabeza dentro. "Freeze 7" es una escultura alargada con ligeras hendiduras para que apoyemos cómodamente la cabeza o el culo, pero no podemos porque está llena de clavos puntiagudos. Algunas piezas de Domènec están realizadas en madera y yeso, son cálidas y frías, desean ser tocadas y repelen al mismo tiempo. Son claramente morbosas y sexuales, como objetos quirúrgicos o prótesis. Pero nada explícito nos remite a ello. Se mueven en un ámbito no representacional, no explícito, pero claramente sexual: es un ámbito de seducción, que está en las antípodas de lo pornográfico

El desarrollo de la imagen pornográfica en arte posiblemente responda a un reflejo, a veces crítico, de una sociedad en la que impera lo real redoblado. Pero lo porno está en el campo de lo representacional y de lo explícito. Responde a la pérdida de aquellas esperanzas depositadas en el arte, pensando que se podía cambiar el mundo a través suyo. Es fruto de esa frustración en la que a la obra ya sólo le queda hablar. Sin embargo, si ya no somos ingenuos no es cierto que el arte no pueda ser un último reducto de resistencia, en el cual se puedan provocar esas ligeras modificaciones momentáneas en la vida íntima de las personas, donde se puedan establecer relaciones afectivas, de deseo y humanas. Es ahí donde la obra deja de hablar para ser, deja de representar el sexo para ser sexo y seducción. Donde no hay nada explícito y sin embargo todo está bien claro.

Esa realidad doblaba de lo porno, su presencia explícita, narrativa y representacional aboca a una real pérdida de esperanzas, sobre todo de deseo, porque cansa. Aburre el ver reproducidos una y otra vez los atributos sexuales de los artistas y sus amigos, aburre el exceso de pollas, coños, felaciones y penetraciones que no vienen al caso. No aparecen los genitales de nadie en las piezas de Domènec ni en la pequeña escultura de cerámica de Joana Cera, ni apenas nada remite a unos genitales de manera explícita y sin embargo son evidentemente sexuales. En "Cópula" de Joana Cera lo único escasamente explícito es el título, por lo demás simplemente la forma de una cerámica torneada, pero que se engloba así misma, como si encajasen dos piezas que son sólo una recorrida por un agujero central. Un objeto que es sexo, pero no lo representa, que queremos poseer y para ello deja abierto todo el campo, pensando en todas las cópulas, en esa o en ninguna, tal vez en la que desearíamos, siendo al final el objeto el que se hace desear.

La fotografía de una joven pescando en un espacio irreal y la "Anunciación" de Joana Cera son instantes furtivos, esquivos. Son una trampa, el lugar donde la obra nos aprisiona y no nos deja escapar, donde al mismo tiempo que nos atrapa intentamos describir qué hay detrás de ese sedal, cúal es el anzuelo. Ese instante furtivo surge como un flachazo, como una anunciación, que vive en el filo, que se alza y desaparece para volver a aparecer y que provoca movimiento por delante, por detrás y a su alrededor. Es un alto en el camino que es necesario que exista para que haya camino a realizar, porque el mismo alto es el camino, lo contiene y lo desarrolla.

Seguramente fue un hombre pequeño el que, en una conferencia, preguntó a Julia Colaizzi –socióloga y profesora en la Universidad de Valencia– "¿qué es el arte?", a lo que ella respondió, "sólo puedo decir que el arte no es". Supongo que podría haber seguido preguntando ¿qué es una obra? y la respuesta podría haber sido, apenas puedo decir que una obra es. ¿Qué es lo que miramos cuando miramos una obra de arte?. Miramos una inmensa trampa, que queremos tener de alguna forma, que nos caza e intentamos librarnos, revolviéndonos para poder volver a tomar distancia y mirar desde donde atacar su señuelo sin que nos coja. Vemos la obra, vemos todas las obras en ella, vemos todos los problemas planteados en una sola cuestión sin solución; indagamos dónde cogerla, cómo llevarla y abrazarla; miramos lo que deseamos, miramos por delante y por detrás, por debajo y por encima dónde está; buscamos el objeto.


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