DAVID G. TORRES

Iluminar o ilustrar

en catálogo la Tardor Art 2012

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No deja de ser curioso que el movimiento cultural que protagonizó el siglo XVIII en castellano o catalán se denomine “la ilustración” o “la iŀlustració”, mientras que en el contexto anglosajón y francófono (verdaderas cunas ilustradas) se denomina “Enlightenment” (iluminación) y “Lumières” (luces), respectivamente. La ilustración se asimila al Siglo de las Luces, provocando también una asimilación de su contenido: iluminar al hombre, sacarlo de la oscuridad, verdadero proyecto del movimiento, implica ilustrarlo, es decir, instruirlo y aclarar la comprensión del mundo. En ambas acepciones, como iluminación y como ilustración, en su voluntad emancipadora del individuo, subyace la intención de desarrollar un programa en el que la educación y la formación de las personas estén en primer plano. Efectivamente, ilustrar e iluminar pueden tener significados semejantes, pero ilustrar también remite al hecho de decorar o ejemplificar un relato o una idea, en principio, con imágenes. Ambos sentidos de la palabra ilustración están muy pegados: una ilustración acompañando un texto aporta luz sobre lo que está escrito, de la misma manera que la escritura puede aportar luces sobre la imagen. El nudo en cualquier caso está en una de las bases del proyecto ilustrado: el conocimiento.

Aportar conocimiento, iluminar al individuo a través de la razón configura el proyecto del Siglo de las Luces. Y, a pesar de todas las crisis que el proyecto ha padecido (desde su mismo seno en el Romanticismo), parece ser una idea potente que no sólo argumenta los discursos demagogos de las políticas culturales, sino que se enuncia para glosar las bondades de la práctica artística. Aun cuando es difícil pensar en que medida el arte contemporáneo ha ilustrado o iluminado algo. Al fin y al cabo, más cultura, más arte, no parece haber conseguido una sociedad más justa o igualitaria basada en el conocimiento como finalidad. Por ello, el título de la última bienal de Venecia, ILLUMInations (referido fundamentalmente a entender el arte como iluminador) aparecía como una especie de canto de sirena: ¿qué puede iluminar el arte? De hecho en el catálogo general de la exposición a una serie de preguntas en una línea muy iluminadora los artistas participantes respondían con, al menos, escepticismo. No sólo por la extrañeza que alianza entre iluminación y nación en el título pueda provocar: parece contradictorio referirse a un proyecto utópico en la producción artística como iluminadora, asociado intimamente a una idea de los individuos en convivencia o igualdad más allá de orígenes, con el hecho de que aquello que viene a iluminar son precisamente a las naciones, a la nación que siempre presupone un elemento de exclusión (o así lo evidenciaba claramente el proyecto de Santiago Sierra para el pabellón español de la bienal en 2003 al impedir la entrada a todos los que no portasen documentación española). A menos que tal contradicción sea voluntaria. Quizás sea así y se haya buscado resaltar todas las contradicciones de la iluminación. Al fin y al cabo una de las apuestas fundamentales de esta bienal era la exposición de unos cuadros de Tintoretto.

Tintoretto es el pintor del magnífico “Lavatorio de los pies” del Museo del Prado en el que el espacio se organiza en profundidad a través de los cuerpos y la arquitectura; de la perspectiva aérea que hace que la escena flote como envuelta en una nebulosa; y de la luz que ilumina el primer plano, desaparece en la oscuridad de una segunda estancia abierta pero en sombra y resplandece al fondo. Sin duda, de manera literal, si Tintoretto era recuperado para el discurso sobre arte contemporáneo que proponía la última edición de la Bienal de Venecia es justamente por su uso de la luz. La luz como luz divina en el sentido heredado de Plotino: Dios es luz.

Tintoretto pintó el “Lavatorio de los pies” entre 1548 y 1549. Sólo dos años antes de empezar el cuadro tuvo lugar el primer encuentro de los 25 que conformaron el Concilio de Trento que se desarrolló hasta 1563. Y que a la postre significaría la separación entre la iglesia romana y la reformista. Un hecho del que no es para nada ajena la cuestión de la luz y la representación o de la iluminación y la ilustración. De hecho uno de los puntos nodales teológicos de a la postre iglesia reformista tendría que ver con el papel asignado a las imágenes en la iglesia y su asimilación a la imagineria y la idolatría religiosa. Frente a esa idolatría la propuesta de espiritualidad interior, de llevar más allá la idea de Dios como luz a Dios como espiritualidad, eliminaba la cualidad mediadora de las imágenes con lo divino y su carácter representacional o ilustrativo. Si bien la Reforma implica la separación entre iglesia y estado, una volcada al interior y lo espiritual y el otro dedicado a la ordenación de lo mundano, también implica una especie de irreconciliación entre la iluminación y la ilustración. Esa era la batalla del Renacimiento y esa era la batalla de Tintoretto: entre ilustrar e iluminar.

En algunos de los textos críticos de teóricos contemporáneos como Rosalind Krauss, entre otros, sobre artistas próximos al Minimal, desde Richard Serra a Dan Flavin hasta James Turrell (presente justamente en la última Bienal de Vencia) no es extraño encontrar alusiones a la espiritualidad, o revisiones de sus obras interpretadas en clave humanista, como una reintrepretación o actualización de la pintura religiosa del Renacimiento. Es decir, casi como si las obras de Dan Flavin o Donald Judd fuesen una especie de pintura del Renacimiento revisada en clave calvinista, sin representación. Pareciera como si justamente la necesidad de razón, de humanismo, de “Enlightenment” o “Lumières” quedase enfrentada a la cuestión de la imagen, la ilustración, asimilada a la idolatría y lo irracional.

No es para nada casual la relación que se puede establecer entre trabajos como los de Dan Flavin o Donald Judd y el calvinismo. La oposición entre iluminación e imágenes se cifra en una dicotomía entre razón e irracionalidad en un camino plagado de iconoclástia. Manuel Delgado a partir de la investigación de los episodios de iconoclástica durante la Guerra Civil española principalmente (intensamente documentados por Pedro G. Romero) ha estudiado ampliamente el camino de la iconoclástia desde Bizancio y el Islam –en una pugna por los valores espirituales frente al paganismo identificado con la adoración a las imágenes de origen romano–, pasando por la Reforma –en la separación entre religión y estado–, la ilustración –como proyecto de la razón opuesto a la idolatría–, hasta la iconoclástia contemporánea española como un intento por recuperar una modernidad occidental perdida y que reconoce inmediatamente su misión: acabar con la imágenes religiosas es establecer un orden basado en la razón. Se trataría así de iluminar e ilustrar, en su sentido más instructivo (las misiones pedagógicas de la República).

Pero entonces el problema estaría no ya en cómo instruir (toda una compleja cuestión) sino en si es posible instruir: ¿qué iluminar? En 1902 Lenin publicaba un libro anticipo de la revolución quince años más tarde en Rusia, cuyo título enunciaba una pregunta paralela “¿Qué hacer?”. Y cincuenta años más tarde, después de una primera mitad de siglo convulsa, Adorno escribía la célebre frase "Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie", reconvertida muchas veces en otra pregunta: ¿es posible escribir poesía después de Auschwitz? De alguna manera, entre una y otra pregunta se desvela el sustrato ideológico subyacente en el intento de hacer obras iluminadoras: la revisión calvinista de la pintura renacentista, el intento de hacer un arte iluminador pero no ilustrador, una práctica artística cargada de iconoclástia. Porque esa voluntad iluminadora, de un arte inmanente, válido por si mismo, concentrado en su propia revelación negaba la posibilidad de respuesta a ambas preguntas. El minimalismo como consecuencia última de la crítica formalista, de la concentración en la búsqueda de una pureza y esencialidad de la obra, estaba cargado desde sus inicios de una voluntad por apartar del arte, no sólo elementos narrativos e ilustrativos, sino fundamentalmente su carácter comprometido ideológicamente, el potencial revolucionario y político con el que habían venido cargados los artistas de las vanguardias europeas: iluminar sí, ilustrar no.

Y sin embargo, una de las posibles respuestas a la pregunta de Adorno la daba el recientemente fallecido Jorge Semprún en “La escritura o la vida” donde habla de la imposibilidad literal de escribir, del bloqueo que la experiencia de la barbarie provocaba en el propio relato. Como si la pregunta de Lenin hubiese sido respuesta con una incógnita. De hecho esa incógnita ejemplifica una de las características fundamentales de la contemporaneidad: el bloqueo. Ese bloqueo que Vila-Matas recorría en “Bartleby y compañía” a través de los escritores que han optado por la inacción, por la negativa a seguir produciendo. Un recorrido del que en 1997 Jean-Yves Jouannais trazaba su paralelo artístico en artistas que habían renunciado a la producción o con obras inexistentes: “Artistes sans œuvres. I would prefer not to”. Un bloqueo sobre el que gravita la presunción de que no es posible iluminar porque no hay nada que iluminar, no hay de donde iluminar y la acción negativa, como acción de resistencia, como acción política, impide producir. Por otra parte ¿qué verdad iluminar si es imposible anclarse a una por mínima que sea? Y además, ya lo escribía Semprún, la única verdad sobre la que podía escribir era imposible. Así que, nada que iluminar, nada que ilustrar. Aunque tal vez sí sea posible ilustrar algo. No en el sentido de instruir, sino en el literal, en el de acompañar al texto, en el de ser texto, hacerse relato: Perec en una plaza en París explicando pormenorizadamente todo lo que pasa, iluminando, ilustrando cada mínimo detalle. Todo, nada.


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