DAVID G. TORRES

Por un arte contestatario

en CASM vol.1, Barcelona, 2005

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Durante la ocupación estadounidense de Afganistán, un George W. Bush crecido en su maquinaria de guerra no paraba de hablar de los terroristas internacionales que se ocultaban en ese país. El “terrorismo internacional” apareció como el término que daba la clave para explicar qué había pasado el 11-S: dio nombre al enemigo. Otros políticos, como el entonces presidente español José María Aznar, se apuntaron rápidamente a una estrategia que buscaba indiferenciar el terrorismo, objetivarlo como un gran mal conectado internacionalmente, apoyados unos en los otros. En el extremo del afán indiferenciador algún medio afecto a la derecha española ha llegado a afirmar que Colombia es el país más afectado por el fenómeno del terrorismo internacional. Así, la guerrilla colombiana, los narcos, ETA, Bin Laden, los Jemeles Rojos, los grupos armados chechenos y los tutsis no sólo serían todos terroristas: son lo mismo, comparten un espacio llamado “terrorismo internacional”. Lo curioso es que para acabar con ese terrorismo internacional haya que atacar países en concreto.

Sin duda la paranoia conspirativa que afecta a algunos de los políticos actuales parece bastante naïf, como de videojuego, y no soporta el más mínimo análisis histórico y político riguroso.

El problema del término “terrorismo internacional” tal y como lo usa George W. Bush, es que esa supuesta dimensión internacional del hecho borra cualquier posible análisis de los hechos en su especificidad, a favor de una generalidad de dudosa operatibilidad. Bush no ha entendido (o no quiere entender) que no existe ya lo internacional porque no existen las naciones, sino lo global como extensión de lo local. En un extremo de esa simplificación que tanto gusta a algunos políticos, parece ser que ha asimilado global y globalización a internacional, en un intento de estar a la moda sin por ello tener que cambiar de vestido ideológico.

Esa confusión entre internacional y globalización también afecta al arte. Bush hablaba de “terrorismo internacional” y en arte la palabra internacional se aparecía por todas partes: “bienal internacional”, “exposición internacional”, “comisario internacional”, “artista internacional” o, incluso en el colmo de la pirueta, “artista joven internacional”… en fin “ARTE INTERNACIONAL”. Si el “terrorismo internacional” es ese lugar utópico en el que se dan cita todos los males, el “arte internacional” es también una especie de lugar utópico del arte, los artistas y sus delegaciones nacionales. En efecto, no pocas veces se ha dicho, por ejemplo, que el arte español todavía no es internacional, o que en España no hay artistas internacionales. Lo que presupone que, uno, existe un arte español y artistas españoles y, dos, que existe un arte internacional.

¡Mainstream!, ¿quién dijo miedo?

Como en otros sectores de la economía y el consumo el efecto inmediato de la globalización en arte ha sido su expansión: la aparición de exposiciones, centros de arte, museos, bienales, artistas, asociaciones e iniciativas colectivas para el arte en todas partes. Y sobre todo, por primera vez el arte no es sólo una cuestión de occidentales (un hecho sintomático, por ejemplo, fue la irrupción de artistas chinos en la bienal de Venecia de 1999). Al mismo tiempo, la idea de una capital del arte emanadora del “mainstream” ha desaparecido. Si muy sucintamente, la explicación más académica del siglo xx significaba un cambio de capitalidad de París a Nueva York en la Segunda Guerra Mundial, quizá la transición al siglo xxi haya que explicarla no por un cambio de capitalidad, sino por la desaparición de la capitalidad en arte.

Si hoy es difícil hablar de una capital del arte, es porque tenemos que hablar de muchas. Lo cual no es tanto la negación de la existencia de la idea de capital artística, como su multiplicación. En otras palabras, si hoy en día no podríamos hablar de Escuela de París o de Escuela de Nueva York no es porque estemos obligados a nombrar una especie de flotante escuela internacional, sino porque se han multiplicado. De tal manera, que lo que cobra sentido es la dimensión contextual del trabajo en arte.

De hecho, el arte se ha dado siempre en contextos específicos (como lo fueron en casi exclusividad París y Nueva York), más o menos prolongados en el tiempo, pero caracterizados por una intensidad de relaciones. La negación del artista en la cúpula de cristal no sólo implica que está inmerso en lo social, sino también en una sociedad concreta que es la de las relaciones de intensidad que generan un caldo de cultivo intelectualmente rico. Contexto no es sólo el contexto social y político sobre el que unos artistas pueden o no reflexionar; contexto, es antes de nada, contexto intelectual.

¿De qué estamos hablando sino al afirmar que el arte es una actividad intelectual y no una mera expresión de subjetividad individual? En la afirmación de la importancia del contexto está implícita la consideración de las prácticas artísticas como una actividad discursiva.

Arthur Danto ha hablado de la Brillo Box de Andy Warhol como una pieza que delimita el contexto del arte, en el que se le reconoce como un objeto de una cualidad diferente a todos los otros botes de detergente. Este contexto no es necesariamente un museo o una galería, es el de un conjunto abierto y fluctuante de personas que lo construyen cotidianamente a base de retos y desafíos: “Ser un artista en el mundo del arte significa tomar posición en relación al pasado y a los contemporáneos en los que la posición vis-à-vis con el pasado es distinta. La obra de todo artista es consecuentemente una crítica tácita de lo que la precede y de lo que la sigue”1. Esta cualidad discursiva está hecha de preguntas y respuestas, remite a la discusión, al acto de discutir. Porque: ¿De qué otra manera sino, es posible pensar? ¿Desde dónde se piensa sino es desde un juego de contrarios, de respuestas? Ésta es una lógica que inunda el trabajo en arte (y casi la vida entera): la conciencia de lo que se ha hecho y la necesidad de respuesta a los contemporáneos; una conciencia diacrónica y sincrónica al mismo tiempo.

Justamente este principio discursivo, que califica a las prácticas artísticas, determina la elaboración del criterio. Es uno de los puntos fundamentales del pensamiento en arte, no sólo porque genera discusión, también evita caer en una nadería igualitaria y afirma el valor.

Ese juego de vis-à-vis, en ocasiones de complicidad o de afirmación, seguimiento y negación es más intenso en un contexto concreto. Ahora la única diferencia frente a otros momentos es que los escenarios se han multiplicado y ya nos son reconocibles al primer golpe de vista como lo eran París o Nueva York.

Pero, ese es caldo de cultivo del arte, es así como se configuran escenarios intensos: a veces extremadamente locales, ocasionales y puntuales, en una exposición determinada, por ejemplo; otros más coyunturales, el caso de Berlín propiciado, además del atractivo de la propia ciudad y su situación limítrofe geográfica e históricamente, por los buenos precios que la han convertido en ciudad de acogida; o más limitados y pequeños, como pueden ser los generados en un lugar concreto por una escuela de arte, una galería o un espacio que provoca encuentros; y otros más extensos y hechos de múltiples deudas, referencias, conflictos y relaciones. Barcelona es uno de esos contextos, un escenario, más o menos intenso en ocasiones, y más o menos precario, pero en el que es posible recoger y trazar distintos recorridos que desde los artistas conceptuales del “grup de treball” llegarían hasta la reflexión sobre la imagen en la sociedad contemporánea de Mabel Palacín. Un contexto que es posible expandir sincrónicamente, hacia Pep Agut, Ignasi Aballí, etc.; y diacrónicamente alcanzando por un lado a la generación de Tere Recarens y por otro a la de Dau al Set.

Y es ahí donde aparecen los referentes, de artistas, exposiciones, publicaciones, etc. desde donde discutir.

Sin embargo, el contexto no tiene que ver con una defensa localista del trabajo en arte.

De alguna manera en una lista de deudas y referentes que configuran un contexto de trabajo como el que se ha dado en Barcelona pueden aparecer nombres y exposiciones significativas que para nada tienen que ver con Barcelona. Sería tanto como admitir que en cierta manera Jeff Koons o Rirkrit Tiravanija son artistas significativos en el panorama barcelonés.

Desde el principio he mostrado la idea de lo “internacional” como un mal vestido ideológico del fenómeno de la “globalización”. En un mundo bajo el efecto de la globalización, en arte ha desaparecido la idea de una capital única por una multiplicidad de lugares y momentos de intensidad. Al mismo tiempo, una de las características de la globalización es la interconexión. El modelo piramidal del mundo se sustituye paulatinamente por un modelo de red (y no por ello igualitario, sino lleno de fallas, vacíos y puntas). Así que básicamente los contextos se configuran en relación. Y las prácticas artísticas no sólo surgen de contextos intensos sino también del ligamen y el flujo de información ampliado y global en el que vivimos.

Esa especie de idea vaga del “arte internacional” es próxima a la de “terrorismo internacional” de George W. Bush. Básicamente por su carácter naïf, porque rechaza una explicación más compleja de los hechos y, como aquél, bajo un vestido conservador se arroga una falsa modernidad que vacía de compromiso al arte. Un sobrevuelo de esas características sólo se puede hacer obviando las implicaciones profundas, artísticas, culturales, sociales y políticas del arte y quedándose en una superficie formal.

El arte se ha dado en muchas ocasiones en contextos intelectuales intensos, hechos de una proximidad que ahora se rechaza por un supuesto internacionalismo hecho de productos de baja intensidad.

Bush no ha querido admitir que no existe lo internacional porque no existen las naciones y viceversa, sino lo global como una extensión de lo local. En arte tenemos una responsabilidad frente a ello. Y tengo la sospecha de que la comparación con Bush puede ir aún más lejos, sobre todo si pensamos que en realidad el único “terrorismo internacional” que existe es aquel que afecta a EEUU (y a sus intereses).

“¡Es la economía, estúpido!” (Bill Clinton)

De todas formas ante cualquier duda sobre el concepto de internacionalidad siempre podemos recurrir a la economía para aproximarnos a alguna conclusión. Ya que parece que la economía se ha convertido en un factor explicativo de casi todo. Y probablemente será ella la que nos dé una clave sobre la internacionalidad del arte. A lo mejor, sino un arte internacional, tal vez sí que será posible hablar de un mercado del arte internacional.

De todo el pastel del mercado del arte, el arte moderno y contemporáneo sólo representa el 4,4%. Y por países: España acapara el 0,7% del mercado mundial de arte; a Holanda, Australia, Suiza y Hong Kong les corresponde un 1% a cada uno; Italia consigue el 3,7%; Alemania un escueto 4,3% frente al 9,3% francés y Gran Bretaña mueve un 28% de las ventas de arte. Frente a estas cantidades Estados Unidos consigue el 41,6% de cuota de mercado en arte, cerca de la mitad. Las cifras de Estados Unidos y Gran Bretaña suman el 69,6%2.

Si lo que se llama vagamente “arte internacional” es en realidad el mercado del arte mundial, y dado que ese mercado está dominado por Estados Unidos y, por extensión, el mundo anglosajón, no habría que hablar más de arte internacional, sino simple y llanamente de mercado artístico americano o anglosajón.

No deja de ser curioso que se redibuje el escenario de la política mundial, en el que Estados Unidos en colaboración con Gran Bretaña y algún otro invitado (que intenta arañar como sea un trozo del pastel económico o, como en el caso de Aznar, ideológico) invaden un país autoproclamándose fuerza de paz internacional, claro.

Hablar de “arte internacional” es utilizar un falso eufemismo. Cuando se habla de “arte internacional” en realidad se está hablando de mercado, un mercado eminentemente británico y estadounidense. Lo absurdo es insistir en esa confusión, porque ése es un mercado que funciona, que, por ejemplo, evita, en muchos casos, la vida en precario de los artistas o reafirma el valor y la valorización del arte. Al aplicar gratuitamente el término internacional en arte se esquiva el análisis de los hechos concretos, por un sobrevuelo ligero: que olvida que el arte es una actividad intelectual intensa; que existen distintos contextos de trabajo que generan y buscan generar conexiones entre ellos; que se hace difícil hablar en términos nacionales en arte tanto como hablar en términos de internacionalidad; y así, por ejemplo, simplemente no tiene sentido la pregunta de cómo es posible que no haya artistas españoles internacionales, porque no existe ni lo uno ni lo otro; y que existen contextos de trabajo interconectados.

Efectivamente, son argumentos políticos: parten de la premisa de que si no existe lo internacional, tampoco existe lo nacional. Un pensamiento contestatario sólo puede descreer de lo uno y de lo otro:

“God save the Queen,
and her facist regime”


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