DAVID G. TORRES

En el reino de Charlie Brown

en Butlletí, Centre d’Art Santa Mónica, Barcelona, septiembre 2005; http://cultura.gencat.net/casm/butlleti

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Quizá porque los tiempos convulsos (y, sin ninguna duda, este empieza a serlo) reactivan las ideas convulsas, últimamente no son pocas las ocasiones en las que se me reaparece la formación del dadaísmo en el Cabaret Voltaire de Zurich como un escenario necesario en el que pensar.

Primero, por el peso político que la formación de dadá conlleva. En 1916, la huida de la guerra hacia un escenario neutral, Zurich, y la coincidencia de un grupo de artistas y poetas se convierte en un acto de rechazo y repulsa generalizada hacia la sociedad y los valores que han provocado el enfrentamiento. Si en algo parecen ser clarividentes y algo parece unir a ese grupo de tipos que planean soirées en las que atacar todo lo atacable o, simplemente, explorar el ridículo como opción artística, política y vital pertinente -algo a lo que llegaremos más adelante-, es la capacidad de correr al oir el primer disparo. Y eso viene a ser tanto como tener claro quienes son los enemigos, dónde se trazan las líneas. No es tan sencillo, a la mínima que se destilan conceptos ligados a los sentimientos patrios (da igual del color que sean y el tamaño que representen), ay, ay, ay, la capacidad de ser críticos flojea. Dadá es un referente de pensamiento crítico por proponerse desmantelar, atacar y mofarse de todo el sistema de valores de la sociedad occidental, por ser de los pocos en oler el tufo nacional que se escondía tras las balas, por ver la complicidad de unos y otros en una trama social opresiva. Y es ahí, donde se delimitan las líneas, los bandos, que ya no son convencionalmente políticos ni nacionales porque para un pensamiento crítico real no hay una sensible diferencia entre unos y otros y, sin embargo, sí la hay frente a todos ellos.

Así que, punto uno, dadá aparece como referencia de un pensamiento crítico y de la necesidad de ejercerlo en un tiempo en que reaparece la sombra de ideologías totalitarias. La delimitación de las líneas de dadá nos debería mostrar cual es la responsabilidad del intelectual y del artista, y desvelar las complicidades silenciosas de la cultura.

Y en segundo lugar (y es el que me gustaría desarrollar aquí), el Cabaret Voltaire es un escenario adecuado sobre el que pensar en una cuestión formal, que a la postre sentará las bases de ese pensamiento crítico.

Hugo Ball Ver nota al pie (pacifista militante, huido a Zurich, fundador con Emmy Hennings del Cabaret Voltaire y principal impulsor, con Tristan Tzara, de dada) es el protagonista de una de las fotos más reproducidas de los inicios del Cabaret Voltaire. En ella aparece ataviado con una extraña capa rígida que a penas le permite sacar las manos, tapadas con unos guantes como pezuñas, el cuerpo está embutido en un tubo de tres cuartos y en la cabeza lleva a modo de sombrero un largo tubo también. Está frente a dos atriles dispuesto a leer el poema "Karawane" a un público muy limitado, en el pequeño reducto con pocos testigos que fue el Cabaret Voltaire y que el tiempo ha convertido en una especie de escenario mítico.

Para ojos anclados en el convencionalismo y asentados sobre el sentido común, efectivamente el disfraz y el recitado de Hugo Ball ("... / hollaka, hollala / anlogo bung / blago bung / bosso fataka / ü üü ü / ...") entraba de lleno en la categoría de lo ridículo. Ridículo o absurdo (su consideración en un sentido u otro posiblemente equivaldría a colocarse en un lado u otro de la línea), en todo caso la estrategia estaba clara: destruir todo, empezar de cero; situarse en una lógica a la contra; frente a la realidad interpretada en plano, frente a la prosa de lo real de la que hablaban los poetas simbolistas, su disfraz irrumpe como una especie de discontinuidad, poco seria, alejada del sentido común. Y es justamente ahí donde me gustaría detenerme brevemente y repasar a Pierre Bourdieu en Las reglas del arte cuando habla de comportamientos también alejados del sentido común como el de Don Quijote.

Para el sociólogo francés el comportamiento de Don Quijote es propio de un estado adolescente. Don Quijote es, efectivamente, un adulto cuyo comportamiento mantiene rasgos infantiles: también se disfraza, pero sobre todo confunde realidad y ficción, por ejemplo, allí donde hay molinos de viento ve gigantes. La posición que he expresado en diversas ocasiones es que dicho estado adolescente es una condición primordial para el desarrollo de un pensamiento crítico. Lo que hace Don Quijote es interpretar constantemente la realidad. De alguna manera, desde el momento en el que está predispuesto a no creer que necesariamente un molino de viento es un molino de viento, la realidad se resquebraja y entra en juego la interpretación. El estado adolescente de Don Quijote, como la actitud de Hugo Ball , ilustran el sentido

de un pensamiento crítico para el cual la realidad no es plana, sino que es preciso ponerla en cuestión constantemente, expandir la duda hacia la propia naturaleza de los objetos.

La distancia correcta

Cómo abordar la relación entre realidad y ficción y la necesidad de interpretación formaban el nudo de La Distancia Correcta de Mabel Palacín, una doble proyección de vídeo expuesta en el Centre d’Art Santa Monica en octubre de 2003. Sobre dos pantallas en las que las imágenes se entremezclan aparece un personaje que vive en una especie de sótano con una gran pantalla de cine sobre la que aparecen fragmentos de películas y con las que el personaje intenta relacionarse, interpretar, reconstruir alguna lógica de sentido. Se inmiscuye en acciones que le son ajenas, que sólo existen en la ficción de una pantalla, como una especie de Don Quijote actualizado, confunde realidad y ficción. Finalmente, lo que los intentos por incidir, interpretar o prescindir de las imágenes que rodean a ese individuo encerrado en un sótano quieren significar es, precisamente, la distancia correcta entre la incapacidad de leer imágenes e interpretar el mundo más allá de su mera superficialidad y la locura absoluta que implica perderse en ellas.

Si Mabel Palacín se propone mostrar cómo nuestro modo de vida se construye no solo a través de nuestra relación con lo real, sino también a través de nuestra relación con la ficción y con cómo seamos capaces de encontrar una distancia correcta de interpretación de ambos; François Curlet se ha propuesto desbaratar los límites entre realidad y ficción. De alguna manera, François Curlet regresa a la posición de Hugo Ball disfrazado de no se sabe muy bien qué, como una irrupción de la ficción en plena cara de la realidad.

Cacauets

François Curlet ha tomado a Charlie Brown, el famoso protagonista de la tira cómica, como una suerte de alter-ego. En 2000 cuando se dejó de publicar "peanuts" (cacahuetes), la revista en la que salía publicado periódicamente, decidió buscar una solución al nuevo problema de Charlie Brown y sacarlo del paro. Dada su experiencia profesional, le preparó un pequeño puestecillo ambulante de cartón para vender cacahuetes en el metro parisino como de hecho hacen habitualmente muchas personas. Ese chiste o broma levemente maliciosa produce una especie de latigazo, de ida y vuelta: de considerar a Charlie Brown un personaje real y buscarle el trabajo más adecuado según sus aptitudes, a presentar ese puesto de venta en el contexto de una exposición, en el que volvemos a estar en el terreno de la ficción. Y justo ahí, en el terreno de la ficción, en el del arte y la cultura, Charlie Brown, personaje en paro que vende cacahuetes en calle, en uno de los escalafones de más baja cualificación, reaparece como Charlie Brown alter-ego de artista, como ejemplo del trato recibido y del lugar que ocupa el arte y la cultura y el que se ocupa en el arte y en la cultura.

No parece casual que justo sea Charlie Brown, un niño casi adolescente, el personaje elegido por François Curlet como objeto de algunas de sus obras, un artista que recupera la tradición irreverente y cuestionadora de todo convencionalismo social del dadaísmo. Seguramente para aquellos que el disfraz de Hugo Ball correspondía a la categoría de lo ridículo, también encajarán en la misma categoría el hecho de confeccionar una bandera de lana con el motivo en zig-zag del jersey de Charlie Brown (Charlie Brown flag). Y, sin embargo, tiene mucho más que ver con el absurdo, pero no de Charlie Brown, sino de las banderas.

Así que, punto dos, la pertinencia de dadá reaparece en relación con la necesidad de fomentar individuos críticos, en cómo esa capacidad está relacionada con ver más allá de un disfraz y la necesidad de creer que no siempre los molinos de viento lo son. Si el disfraz de Hugo Ball viene a desenmascarar todos los demás disfraces, si es un arma arrojadiza mediante el absurdo como vía lógica para acabar con todo lo absurdo; ahora lo ridículo sería preguntarse si la bandera de Charlie Brown es la absurda.


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