DAVID G. TORRES

La vigencia oculta de la performance

en Lápiz, 132, Madrid, mayo 1997

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La imagen inmediata que se tiende a asociar la práctica de la performance es la del artista desarrollando un ritual de sangre, vísceras y sexo en directo. Quizá porque algunas de las imágenes más impactantes del arte del siglo veinte provienen de la performance: Rudolf Schawartzkogler automutilándose o las escenas orgiásticas con animales muertos de Hermann Nitsch. Este tipo de acciones han alimentado el mito y el morbo del espectador de arte, al mismo tiempo que han padecido su descrédito como formas artísticas que apenas traspasan lo anecdótico, afectando a la concepción que se tiene de la performance en términos generales. En una comedia romántica ligera de producción hollywoodiense, cuyo nombre no recuerdo, uno de los protagonistas se dispone a acudir a una performance, el otro le pregunta que qué es eso, aunque enseguida se responde: “¡ah! sí, una de esas cosas en las que sale un tipo, hace pis en un vaso y luego se lo bebe”.

Las acciones de los vieneses Günter Brus, Otto Mühl, Arnulf Rainer y los citados Hermann Nitsch y Rudolf Schawartzkogler tenían su origen en la idea del ritual y su trasmisión empática. Toda su puesta en escena buscaba un tipo de provocación, un choque en el público, que intentaba recomponer frente a la sociedad industrializada el ligamen entre creación, vida, hombre y fuerzas de la naturaleza que supuestamente se dan en el ritual. El antropólogo Manuel Delgado ha llamado la atención sobre las implicaciones que ésto conlleva. La eficacia simbólica que en principio pone en marcha una performance ritual se basa en la misma efectividad que la fiesta. Es decir, la fiesta como desorden que legitimiza el orden, por contraste. Un "feed back" positivo, un lugar donde se produce un efecto de retroalimentación, en el que la energía sobrante se deja escapar redundando en el equilibrio del sistema. Bajo esta perspectiva, el accionismo vienés refirmaría la teoría según la cual la puesta en marcha de un dispositivo crítico en arte responde a una entropía necesaria que en el fondo ratificaría al supuesto orden económico-socio-industrial que pretende combatir.

En estas acciones el ritual era evocado como parte de un inconsciente colectivo que hundía sus raíces en un comportamiento animal ligado a nuestras funciones básicas. Su práctica en el seno de la sociedad moderna pretendía ser una reactualización del tronco común sobre el cual todas las culturas han escenificado sus rituales. Aunque en realidad, su desplazamiento de un supuesto lugar de origen –las sociedades "exóticas"– trastocaba una supuesta efectividad simbólica original y su posible repercusión empática o catárquica; puesto que aquí estaba desligado del complejo entramado de factores sociales en los que participa el ritual. Así que, más bien, pasaba a ser la teatralización de un ritual: un simulacro de ritual. Al mismo tiempo, esta visión de sangre, vísceras y sexo se asentaba sobre un canon estereotipado de la idea de ritual. Resumiendo, se trataría de un simulacro de un estereotipo disfrazado de real.

Pero, no es menos cierto que el accionismo vienés surgía como una respuesta violenta frente a una sociedad que hace gala de una violencia encubierta y, así, quiso llegar al extremo y cargarse de radicalidad. Su fórmula fue: frente a la violencia silenciosa y represora del estado, más violencia, pero abierta, destapada. Ese deseo de radicalidad y de ir hasta los extremos contrasta con otros contemporáneos al accionismo como Joan Jonas, que se quedaron en con parafernalia ritualista rememorando al coyote y los indios americanos en un revisionismo hippy cargado de placer por lo exótico. Pese a toda esa escenificación de la violencia, hemos visto como los accionistas vieneses se quedaron en el campo del simulacro: en el de la representación de la violencia. No hay que olvidar que si bien, en el campo de las artes, Joan Jonas recuperaba simbólicamente la idea de ritual y su representación, otros en los mismos años sesenta sobrepasaron esa línea yendo más allá incluso que el accionismo. De hecho el final de la década de los sesenta tuvo un escenario concreto marcado por la violencia: la casa de Sharon Tate en Beverly Hills. Allí, al grito de Helter Skelter entraron los acólitos de Charles Mason el 9 de agosto de 1969 matando a la actriz y cuatro amigos, en una auténtica orgía de sangre. Casualmente después de esa fecha, también algunos de los miembros del accionismo vienés perdieron la distancia de la representación: Otto Muehl acabó fundando una comuna en La Gomera, ejerciendo de gurú, promulgando ritos iniciáticos sexuales con niños y acusado de pederastia; y Rudolf Schwarzkogler se suicidó. En fin, Schwarzkogler y compañía reflejaban la pulsión de una época y se adelantaban a la crisis en la que desembocarían los setenta.

Pese a su esfuerzo en la radicalidad, el accionismo vienés ha creado a su vez un estereotipo de aquello que debe ser una performance. Ha dado lugar a una serie de contradicciones sobre el arte de acción: la fundamental sería que la performance implica el desarrollo de un ritual en el que se pretende llegar a la anhelada unión arte-vida, donde posiblemente el artista ponga en peligro su físico. A ello hay que sumar la tradición americana de la performance como espectáculo a medio camino entre lo teatral y la danza ligado a la cultura underground (de la que Joan Jonas es un buen ejemplo). Entre ambas convenciones la performance está atrapada impidiendo su definición en un sentido más amplio y quedando relegada a un lugar marginal. En definitiva, ha sido postergada a una situación de descrédito, en la que si es ritual o espectáculo está desprestigiada o no se considera que pertenece al discurso artístico con mayúsculas, y si no es ni lo uno ni lo otro se duda que sea performance.

Su definición como lenguaje artístico es extremamente compleja. Aunque tal vez ésto no debería de preocuparnos: ¿quién está en disposición de definir con exactitud qué es pintura o qué es escultura? Apenas podríamos decir que en la performance el artista pone en escena su discurso plástico o que en ella el cuerpo es la clave de la información visual. Quizá por culpa de este estado de indefinición, por su hibridez y por los prejuicios que he señalado es constantemente ignorada. Sin embargo, muchas de las producciones de artistas contemporáneos tienen un marcado carácter performático, hunden sus raíces en ella o son su fruto.

A finales de los años sesenta Bruce Nauman tenía alquilado un enorme estudio vacío mientras trabajaba para el San Francisco Art Institute. Dentro de ese estudio Naumann simplemente se filmaba a sí mismo tumbado en el suelo o caminando al paso de la oca. Ana Mendieta filmaba partes de su cuerpo –pechos, nalgas, barriga o cara– deformados por un cristal; se semi-enterraba oculta entre unas rocas cubierta de matojos y ramas; o se pegaba la barba de un hombre que previamente había rasurado. Sophie Calle persigue a hombres por la calle; monta una falsa boda; y trama extraños argumentos en los que se implica a sí misma y a otras personas. Jana Sterbak hace piezas destinadas a ser usadas en performances, de alguna forma son dispositivos performáticos: "vestido de carne para una albina anoréxica"; otro vestido del que es imposible librarse mientras unos perros ladran amenazadoramente en "Mujer y perros (defensa)"; o un enorme balancín en el que un bailarín se debate para mantener el equilibrio. Rirkrit Tiravanija realiza instalaciones para que sean performadas por los espectadores: un gran banquete en una galería; los muebles de su casa trasladados a una sala de exposiciones abierta las 24 horas del día, el artista anfitrión y los espectadores invitados; o una serie de instrumentos musicales instalados en un museo para que cualquiera pueda tocarlos o ensayar. O Santiago Sierra propone distintos trabajos con baja remuneración a colectivos marginales...

En estos ejemplos hay un componente performático al que rara vez se alude. Pero tampoco en todos los casos se puede hablar de performance en un sentido estricto, simplemente se evidencia su presencia. Es cuando menos extraña la tendencia a olvidar o a solucionar de un plumazo los orígenes performáticos de Bruce Naumann y que parezca haber una negativa a hablar de performance en casos tan obvios como el de Jana Sterbak. Aunque también es un error calificar demasiadas actitudes como performances. La ampliación excesiva del término eliminaría su posible especificidad. Considerar performática toda obra que parta de una acción del artista nos llevaría al paroxismo: abarcaría desde la pincelada de Van Gogh hasta la idea de Duchamp. Implicaría su confusión con la noción de proceso. Quizá habría que diferenciar entre aquellas obras que en uno u otro momento hacen uso de la performace, mantienen su origen en ella o son su fruto, y aquellas que son específicamente performances.

Si hay una serie de trastornos que han podido abonar el descrédito de la performance, no es menor el caos al que puede llevar su defensa irreflexiva. Más allá de la amplitud del término, que en cualquier caso pone de manifiesto la necesidad de una intensa discusión sobre sus implicaciones, un error habitual es considerar performance toda obra que haga uso del cuerpo. Mientras que su definición en tanto que acción o gesto del artista nos podía llevar al paroxismo, su especificidad como lenguaje que hace uso del cuerpo nos conduciría a una situación pareja: la danza y el teatro en términos genéricos, el circo y la pantomima o aquellas acciones en las que el artista se pone en escena y que intuimos pertenecen estrictamente al campo del arte utilizan igualmente el cuerpo. Tampoco se solventa el problema eliminando esas otras opciones creativas de distinta índole y resituándonos en el discurso del arte contemporáneo. Es decir, desde el momento en el que la reflexión sobre el cuerpo se ha convertido en un sujeto básico de muchas producciones artísticas ligar la performance al uso del cuerpo implicaría nuevas confusiones.

El tema fundamental sobre el que ha trabajado Louise Bourgeois es el cuerpo, sin embargo es obvio que su obra no es performática: nunca ha realizado performances y sus piezas pertenecen al territorio, no menos confuso, de la escultura. Sin embargo, el problema es más complejo frente a otras producciones que de una u otra forma usan el cuerpo: las filmaciones de Bruce Nauman a las que he aludido, algunas obras de Sophie Calle como "El detective", las piezas performáticas de Jana Sterbak y las acciones de Santiago Sierra.

En un momento crítico de su carrera Bruce Nauman se filmó a sí mismo en su estudio haciendo cosas solo o no haciendo nada. Abandonaba la pintura, el tipo de trabajos que había hecho hasta la fecha, y se planteaba que hacer como artista a partir de entonces. De alguna forma esas filmaciones son el punto inicial de la obra que Nauman ha venido desarrollando. Aquel estudio enorme y vacío era un punto cero. El punto cero desde el cual reiniciar su obra y el punto cero de todo trabajo artístico. Ante la necesidad de plantearse su nueva situación de artista lo único que podía hacer era deambular por el estudio y filmarse. En definitiva, reafirmarse como artista por el hecho de serlo y, más allá, por una cuestión meramente convencional: un artista en su estudio hace arte, aunque no haga nada. Bruce Nauman en esta serie de obras utilizaba su propio cuerpo, pero en ellas no meditaba sobre el cuerpo. Éste se ponía en escena para realizar una performance de fuertes implicaciones conceptuales: reflexión sobre el rol del artista o lugar extremo donde definir en un ejercicio de reducción, paralelo al urinario de Duchamp, aquello que caracteriza al trabajo artístico. El cuerpo es el nuevo lienzo sobre el que desarrollar su discurso. No habla de sí mismo pero sólo él está presente en una filmación directa, sin montaje ni narrativa, únicamente con función documental.

El jueves 16 de abril de 1981 Sophie Calle se hizo seguir por un detective que a instancias suyas contrató su madre. Mientras Sophie Calle conocía perfectamente que iba a ser espiada y preparaba un día en el que todos sus movimientos iban a ser controlados por alguien, el detective ignoraba la estrategia de su presa. Finalmente la pieza "el detective" se compone del material fotográfico y el dietario detallado de la vigilancia, y un texto de Sophie Calle en el que relata todo aquello que hizo. Es una obra que propone un juego perverso, que habla de la reversibilidad de la mirada y que pone en marcha la falsa dicotomía entre ficción y realidad con la que Sophie Calle alimenta sus trabajos. Como en Bruce Naumann, esta obra utiliza el cuerpo pero no para hablar del cuerpo. Sin embargo, si para Bruce Naumann el cuerpo era el soporte básico sobre el que desarrollar su discurso, en Sophie Calle ese soporte básico podría ser la narratividad o la creación de una trama sobre la que se asienta la obra. Al contrario del caso de Naumann, el cuerpo de Sophie Calle no es el único elemento que forma la obra ni su material: no es el único lugar sobre el que se desarrolla el discurso, es un componente más entre otros. Un componente que le otorga un carácter performático de la misma forma que el dietario del detective y el relato del día de la artista le confiere una característica literaria: no por el hecho de tratarse simplemente del cuerpo de la artista sino porque ella misma se pone en escena, realiza una acción que forma parte de su discurso plástico.

"Mando a distancia" de Jana Sterbak es una falda excesivamente alta de estructura metálica apoyada en tres pequeñas ruedas y con una especie de braguero en la parte superior. Esta pieza adquiere sentido cuando es performada. En ella se sitúa una modelo a la cual, por la altura de la falda, no le llegan los pies al suelo. La performance se inicia cuando la falda y su modelo deambulan por el museo o la sala de exposiciones guiadas mediante un mando a distancia por otra persona; también es posible una segunda parte en la que la misma modelo dirija sus movimientos. De nuevo nos encontramos con el cuerpo puesto en escena, desarrollando una acción y sosteniendo el peso de la obra. Sin embargo, aquí las circunstancias son distintas. Tiene lugar directamente en un espacio museístico, transcurre en un desarrollo temporal que no es único ni irrepetible, ya no se trata del propio cuerpo de la artista y en la acción no sólo él interviene sino también un artilugio que puede funcionar independientemente como obra. Si en las obras de Bruce Nauman y Sophie Calle, con mayor o menor protagonismo, el cuerpo desarrollaba una acción y era el soporte de determinado discurso artístico que en principio le era ajeno, en "Mando a distancia" esto no sólo es así: además la obra gira en torno al cuerpo, reflexiona sobre él, es objeto y sujeto al mismo tiempo, soporte y metáfora.

El cuerpo soporte del discurso, duración en un tiempo limitado y acción, mostrados o expuestos en una presencia real y efímera o documental podrían ser principios que definan la performance, tanto si es el lenguaje explícito de la obra como si tan sólo es uno de sus elementos.

La performance puede hacer uso de diferentes medios para su formalización y puede precisar ciertos objetos o útiles para su ejecución que permanezcan como rastros o huellas de la acción, pero allí donde su especificidad se hace compleja es en su durabilidad limitada, su acontecer en el tiempo: en la acción como un gesto efímero más allá de su fijación documental o su posible repetición y en la convivencia de ejecución, proceso y obra. Desde sus orígenes en Dada o el futurismo la performance infringe un reto a los criterios de juicio sobre arte al mostrar la obra como actitud; es decir, al enfrentarse a la primacía del objeto. Por su bajo coste y su inmediatez la performance ha sido considerada un ámbito indicado para la experimentalidad, una manera de colocarse en la vanguardia de la vanguardia. Sin embargo, es lícito preguntarse si esta última es verdaderamente una característica de la performance o si sucede así porque todavía no hemos sido capaces de establecer unos parámetros críticos para su análisis y porque fuera de las cualidades más o menos objetuales de las obras estamos perdidos, de tal forma que al situarla en un lugar marginal solventamos su problemática con demasiada facilidad.

En primer lugar, la puesta en cuestión de la primacía del objeto manifiesta dos posibles significaciones del verbo consumir: aquello que se consume, se agota o volatiliza, cuya existencia permanece en un tiempo limitado, en el transcurrir; y el acto de consumir, de aprehender algo, de digerirlo y asimilarlo. La performance se ligaría a la primera acepción y en consecuencia contra la segunda. Lo mudable, que varía y se transforma frente a lo estable; lo inacabado, sin explicación total frente a lo finito y explicado. El retorno a territorios de fácil acotación por el revisionismo, en definitiva, el "regreso al orden" de los años ochenta, probablemente aún pervive de manera perversa. Más allá de una crisis que, en principio, obliga al artista a la toma de posiciones especulativas y de orden conceptual, los operandos de la estructura artística continúan alimentándose del objeto de arte –múltiple e incluso inestable– como un valor incuestionable. Aquello que navega fuera del canon de lo que es clasificable y acotable como obra de arte con un valor museístico y expositivo no tiene cabida. De ahí la perversión, en vez de asumir aquello que cuestiona o pone en evidencia el sistema de las artes, se relega a la marginalidad. Pero, ¿además de la primacía del objeto, qué es lo que cuestiona o pone evidencia y por lo que quizá es cierto que en la performance reside un último bastión de provocación?

Aunque sólo sea por su inestabilidad o efimeridad, la performance es un lugar, sin duda no el único, que hace preciso que repasemos cuales son los criterios de juicio y de actitud en arte más allá del valor de mercado. Aquí se pone en evidencia una vez más ese juego perverso que facilita el consumo de las obras de arte frente a su consumir. Ante la ineludible importancia de la idea del trabajo artístico como proceso que asume categorías como el inacabamiento de las obras, aquellas nociones que consideraban las obras como una entidad acabada y cerrada cuyos baremos no podían ser otros que los de medida, orden y equilibrio, no encajan. Antes de desestimar la performance como lenguaje artístico es necesario revisar los criterios sobre los que la ponemos en cuestión, porque quizás sea ella la que los cuestione.


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