DAVID G. TORRES

Antonio Ortega. Las reglas del juego

en Antonio Ortega, L’art Domèstic, La Capella, Barcelona, enero 1999

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Una planta se esfuerza por crecer a pesar de que la luz le es negada. Sólo cuando Antonio Ortega no está en el taller. Cuando entra, inmediatamente enciende la luz, al salir la apaga. La pobre patata detenta todo el esfuerzo creativo, busca cómo crecer, cómo hacerse a si misma. Mientras tanto el artista apunta el tiempo de luz. La patata desarrolla su tallo y éste se pregunta en medio de la oscuridad dónde está y qué hacer. Tal vez lo que pasa –piensa él– es que sigue estando bajo tierra, así que al final el tallo desarrolla una nueva patata, a ver si ésta tiene más suerte, localiza la luz y puede florecer. Fin de la experiencia "Registro de luz / registro de trabajo": dos patatas unidas por un tallo, los tiempos de exposición a la luz anotados en una pizarra y deducido en un gráfico el tanto por ciento de luz del tiempo total de vida. Ese pequeño tanto por ciento es el tiempo que Antonio Ortega es artista en la totalidad de su vida actual, un tiempo en el que tan sólo apunta datos en una pizarra, puesto que todo el esfuerzo lo hace la planta, una obra cuyo tiempo de realización es la obra misma hecha por sí misma.

Al final, lo que vemos en "Registro de luz / registro de trabajo" es un rastro arqueológico de lo que debió ser la obra, si es que ésta estuvo alguna vez en algún sitio. Quizá porque, en el límite del desaparecer, del no existir, la obra y el arte están indisolublemente unidos a la vida, a la propia vida de la obra que era una planta y a la del artista retratado en ella. Sólo que aquí el contenido tremendo y sangriento que históricamente ha tenido la anhelada unión entre arte y vida ha sido interiorizado, sustituida la sangre por savia. En vez de alzar el arte hasta los límites de la vida, Antonio Ortega lo ha bajado hasta lo doméstico, allí donde un simple bote de espuma de afeitar puede convertirse en una "Escultura concentrada", una especie de expansión de Cesar portátil. En "Sobremesa y doméstico" propuso a algunas personas que participasen en el juego de mesa pictiografi obligados a dibujar las palabras sobremesa y doméstico, más tarde amplió los dibujos eliminando todo rasgo distintivo del trazo individual. Antonio Ortega trabaja en un ámbito doméstico y nos habla con instrumentos domésticos de una vida doméstica. O ¿tal vez se trata de una vida domesticada? y entonces nos habla de la vida, de nuestra vida a secas, de nuestros comportamientos.

"Registro de luz / registro de trabajo" era un autorretrato del artista, del escaso porcentaje que ocupa en su vida el hecho de ser artista, también era un retrato irónico del sujeto creador, que se esfuerza y camina a oscuras, y era una planta enferma... o no. Una planta que ha crecido totalmente blanca debido a que no ha recibido luz ¿ha sufrido una enfermedad –"etiolación"– o ha conseguido una adaptación al medio –"etoliación"–? Un leve cambio de vocales provoca una consideración drásticamente distinta de la vida. Quien crea lo primero aún piensa que existe un orden natural de las cosas, que aún somos o podemos ser libres; quien crea en lo segundo es optimista en la fatalidad, ya no es inocente, sabe que nuestros comportamientos y actitudes están reglados, conducidos entre escasas opciones, posibilidades distintas para la supervivencia.

Pero, de dónde sale toda esa crudeza cuando las experiencias y experimentos que plantea Antonio Ortega son tan simples, lúdicos e inocentes. Tan absurdos como convocar a una serie de amigos para que realicen una quiniela, Antonio Ortega firma el boleto, aquellos que lo conserven tendrán un "auténtico" Antonio Ortega, los que lo sellen perderán la obra, aunque a lo mejor se hacen millonarios. ¿Qué queda del concepto, qué queda de nuestra fe en el arte cuando tenemos la remota posibilidad de que un papel mezquino nos cambie la vida? Entre esas opciones mínimas y ridículas se delatan nuestros comportamientos, ahí es donde nos retratamos porque son apenas cuatro reglas, cuatro situaciones las que condicionan nuestras vidas. Antonio Ortega ha llevado el arte hasta el territorio doméstico porque allí es donde acontecen nuestras vidas y desde ese estrecho margen nos pone a prueba y nos retrata. Un retrato que no es sociológico, ni evidente, que aparece como una narración, en un chiste, en una historia que no es la nuestra sino la de unas plantas obligadas a competir por la luz dentro de una caja, en la que la victoriosa encontrará un único hueco hacia la luz. Pero nada es totalmente aleatorio, evidentemente la que está justo debajo de la apertura tiene más probabilidades de "ganar": c’est la vie, mon ami.

No hay crudeza en la obra, sino en su interpretación: una "vánitas" contemporánea, un Vermeer de finales de siglo XX con la conciencia de la indefinición del sujeto, ese sujeto blando, sin referentes, cínico y escéptico, que encuentra en el sentido del humor una de las pocas salidas posibles. Antonio Ortega nos habla con objetos domésticos que adquieren un valor universal. Su obra está hecha de alusiones y metáforas, recuperando para la obra de arte todo su poder simbólico. Hasta el extremo, porque hay una distancia salvaje entre aquello que podemos interpretar y su origen inocente, de experimentos que ni siquiera pueden identificarse con los de un Mengele doméstico sino casi con un profesor Bacterio. Y es justamente ahí donde explota todo ese potencial simbólico de la obra de arte, en la obra planteada casi como una broma: en el sentido del humor. Ernst Lubistch decía que todo verdadero sentido del humor nace de un profundo existencialismo. Sólo el sentido del humor puede sacarnos de nuestro encierro, del infierno que puede significar asumir cada día nuestra existencia en el mundo y la sociedad. Sin sentido del humor sólo queda la desesperación cuando se es sensible, la pataleta cuando aún se tiene fe o inocencia y el fanatismo cuando se es idiota. Sólo el sentido del humor nos permite sobrevivir en este mundo, nos permite trabajar y sobrepasar el escepticismo con un trabajo que no busca metas. Un trabajo que tras una capa inocente y lúdica esconde, como todo buen chiste, un potencial demoledor.


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