DAVID G. TORRES

Burlones y alienados

en ¿? febrero 1999

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“¿Qué hacer?”. Ésta es la pregunta mil veces formulada por cada artista, e incluso por los propios profesionales del arte. Qué hacer cuando todo parece haber sido ya dicho y hecho, qué salida se puede encontrar para el propio trabajo entre tantas obras, exposiciones, ferias... Cuál va a ser el tema, tú tema. Porque qué otra salida nos queda sino encontrar un tema cuando estamos invadidos por cierta conciencia del fracaso del arte. El fracaso del arte en la construcción del proyecto moderno: su fracaso en la salvación del yo alineado y su fracaso en la salvación del mundo. A pesar de todas las buenas intenciones expresadas por las obras y los artistas, el mundo sigue siendo un lugar injusto. Y de repente ahí, de un lugar semioculto, olvidado por la historia reciente de este continente, surge de la memoria un texto que también se preguntaba “¿qué hacer?”, que incluso se titulaba así. Era Lenin antes de la Primera Guerra Mundial respondiéndose que ese era el momento de la revolución. Pero lo importante, lo que trato de rescatar ahora es la pregunta. Esa pregunta que parecía interrogar a la forma de la obra y a su contenido, se vuelve una pregunta política. Ahora a quién interroga es a la posible función política del arte, a su compromiso, a con qué o con quién comprometerse... y, sobretodo, cómo comprometerse.

Puesto que tenemos cierta conciencia del fracaso del arte en su intento por salvar al mundo, es decir, puesto que ya no somos ingenuos, antes de plantearnos la revuelta por sí misma, como un rastro romántico y utópico, es necesario saber el porqué es preciso el compromiso, contra qué o hacia dónde.

En España, tras la euforia de modernez en los años ochenta, asistimos a un retroceso hacia posiciones conservadoras desde el poder político y las instituciones ligadas a él. Una situación que puede ser grave si tenemos en cuenta que la institución arte en España está todavía en construcción, y que antes de registrar una crisis por un excesivo apoyo institucional al arte y los artistas se encuentra con una reacción conservadora. Pero más que a la propia creación que ha podido encontrar o fabricar canales en los que mostrarse (aunque sea en la supervivencia y el desinterés político-institucional), esa reacción conservadora afecta al discurso institucional sobre el arte contemporáneo y a su imagen mediática (propiciada incluso por la propia crítica de arte que se realiza en algunos medios de comunicación).

Valeriano Bozal (que formó parte del patronato del m.n.c.a.r.s.1 de Madrid, hasta que a finales de 1996 el Partido Popular decidió no renovar el contrato ni a él ni a Francisco Jarauta) explicó sucintamente en una conferencia ofrecida en la Universidad de Barcelona en qué consistían los argumentos de la reacción conservadora en arte. Valeriano Bozal observaba dos vías históricas en el arte contemporáneo. Por una parte la de aquellas obras como las de Tàpies, Chillida o Mark Rothko que han ampliado nuestra capacidad de experiencia sobre la obra de arte, desvelando o subrayando texturas, formas o sonidos y, así, ampliando también nuestra experiencia sobre el entorno. La otra vía estaría representada por aquellas obras que son deudoras del Urinario de Marcel Duchamp. Obras que manifiestan una actitud extraña frente al hecho expositivo, porque en ellas no hay nada a ver o experimentar directamente. Basta con conocerlas y, sin embargo, es preciso que estén expuestas. Son obras cuya lógica es existir y ser expuestas para negar el mismo hecho de ser expuestas. Valeriano Bozal declaraba que la involución conservadora en arte consistía en afirmar que las primeras sí valen pero que las segundas no son más que una veleidad pasajera del siglo XX, que no es preciso exponerlas, basta con que aquellos interesados las consulten en un libro. En definitiva, que tratan de negar toda una vía del arte contemporáneo sobre la base de que ocupan un lugar inútil. La explicación para Bozal era muy sencilla, esas obras como el urinario nos obligan a levantarnos del sofá para ir a ver una exposición en la que no hay nada a ver, nos obligan a movernos y luego a pensar, a pensar en arte, a pensar en nosotros, a cuestionarnos el lugar del arte en el mundo y el nuestro propio.

Defender los urinarios, esperar nuevas sillas llenas de grasa o habitaciones vacías y acabar con las telas llenas de grumos y pintura. Al finalizar la conferencia se tenía la sensación de que tampoco se trataba de eso, que lo que Valeriano Bozal planteaba como verdadero argumento conservador en arte era el hacernos creer que existía tal división, que la trampa estaba no en situarse de un lado y no del otro sino en creer que existen lados, en obligarnos a pensar de forma maniquéa. Y es que al hablar de política y arte nos enfrentamos constantemente a trampas. Tan erróneo es querer inundar los museos del mundo de clones de Mark Rothko, como sólo esperar nuevos urinarios. Ese es el problema: si asumimos lo heterogéneo y complejo del arte contemporáneo ¿cómo podemos dejar clara nuestra posición?, ¿estamos obligados a ser siempre Jenny Holzer?.

Tal vez Félix González-Torres (un artista del cual no se puede dudar su compromiso) también pensaba en Jenny Holzer o por lo menos me hizo pensar en ella al leer unas declaraciones suyas recogidas en art press: “precisamente estas obras que transforman las situaciones sociales, económicas y políticas en una ecuación simplista, oponiendo el bien al mal, pretenden que al decirnos “la verdad” podremos escoger alegremente “el bien” y así el mundo será más bello y más sereno”2. Félix González-Torres hablaba precisamente de la ingenuidad y planteaba el inicio de otra trampa que más tarde desarrollaría en estas mismas páginas Joseph Kosuth: “el arte tiene que tener en Estados Unidos una utilidad práctica, concreta. De ahí la aparición de un arte estrictamente político y educativo”3. Ese arte estrictamente político y educativo viene a aceptar la misma dualidad maniquéa que formulaba Bozal como argumento de la reacción conservadora. Sólo que aquí el sentido es distinto y tiene que ver con la eficacia, con la eficacia política. En definitiva esas formas artísticas de las que habla Kosuth lejos de situarse contra el stablishement que pretenden denunciar son sus más fervientes seguidoras, en tanto que aceptan la premisa fundamental de la economía de mercado: todo tiene que tener una utilidad.

Pero entre tanta trampa que nos aboca a callejones sin salida, Kosuth también nos ofrecía una cierta solución: “en tanto que el arte es generador de conciencia posee un valor y una eficacia política más sutil, más profunda incluso, que si se contentase con ser vehículo de un contenido”4. El dilema no es que no podamos ser políticos porque caemos en el peligro de jugar el juego de aquello que queremos denunciar, sino que no podemos no ser políticos, que somos políticos lo queramos o no. El problema está en todo caso en cómo ser esquivos, en cómo poder asegurar un margen crítico y comprometido para la obra que no se vea envuelto y absorbido por los propios argumentos institucionales, de poder o de lo políticamente correcto. Cómo devolver al arte su carácter de extraterritorialidad frente a los discursos dominantes sin caer en lo “alternativo” o lo “underground” (que no es sino una forma más de ser aceptado y catalogado), utilizando la institución y no siendo utilizado por ella. Cómo mostrar nuestro “extrañamiento del mundo” del que habla Peter Sloterdijk5.

Domènec es un artista cuya obra enfatiza ese extrañamiento del mundo. Su último trabajo, “24 horas de luz artificial”, consiste en la reproducción de una de las habitaciones diseñadas por Alvar Aalto para el hospital de tuberculosos de Paimio en Finlandia. Aunque no se trata simplemente de la reproducción de una de sus habitaciones, más bien Domènec ha llevado al extremo los propios presupuestos arquitectónicos de Aalto: “una habitación con gran cantidad de luz, con equilibrio de sus características acústicas y con un uso del color que garantice un ambiente general tranquilo”. Así, en “24 horas de luz artificial” la luz se ha multiplicado homogeneizando todos los objetos, borrando los contornos y la profundidad, las camas, armarios y lavabos que pueblan la habitación han perdido su utilidad quedando resumidos en sus líneas básicas, cubiertos de una fina capa de yeso blanco. El blanco y la luz lo dominan todo; se ha cumplido el ideal de Aalto, el ideal del movimiento moderno en arquitectura, el ideal del racionalismo humanista. Y sin embargo esa densidad de luz, esos contornos eliminados y el blanco obsesivo, no convierten a esa habitación en nuestro “hogar”, en un lugar ideal para habitar. Domènec ha llevado hasta el extremo los postulados de la modernidad para mostrarnos su crisis, o como había señalado ya, su fracaso en la construcción del mundo.

El trabajo de Domènec no es tanto una crítica como una aseveración, la enfatización de unos hechos. Quizá porque su potencial crítico no se limita a mostrarnos la crisis de la modernidad para que luego, más tarde, podamos regresar a la tranquilidad y comodidad de nuestro “hogar”. Finalmente esa habitación sí se parece a la nuestra, pero por algo más sutil, por algo que es inherente a los objetos con los que poblamos nuestro entorno: y es su extrañamiento, su “incomodidad”. Las obras de Domènec reflexionan sobre la relación que mantenemos con los objetos. Son esculturas hechas de madera con un acabado en yeso blanco, frías y cálidas al mismo tiempo, con hendiduras para que nos apoyemos y pinchos que nos expulsan. “El rostro ajeno” es una pieza que por su forma recuerda a un urinario, también de madera está hecha para que hundamos nuestro rostro en ella, para que nos acerquemos tanto, queramos poseerla a tal extremo que lleguemos a no verla, sólo que está expuesta tan alta que ni siquiera podemos acariciar ese anhelo. Objetos naturales y artificiales que delatan nuestra incapacidad para sostenerlos, para sostener el mundo y que hacen entrar al individuo en una crisis radical, fundamental.

Al hablar del trabajo de Domènec pasamos casi sin darnos cuenta del extrañamiento del mundo y la crisis de los objetos a la crisis del individuo. En el propio relato de los argumentos conceptuales que esgrime la obra, se desliza el sujeto. Un sujeto que las estrategias conceptuales y minimales habían desplazado y anulado, no tanto porque no estuviese presente sino porque su presencia era abusiva. Los “Data Paintings” de On Kawara consiguieron ahogarlo. En su obra es omnipresente, todos podemos identificarnos con alguna de esas fechas, todos podemos pensar en recorridos por una ciudad, todos seguimos existiendo tal día: autobiografía de todo el mundo o, lo que es lo mismo, autobiografía de nadie. On Kawara expulsa al sujeto, quizá porque acaba harto de verse tan presente. Tan ausente del arte como lo estaba en aquellas obras que se concentraban en su propia definición conceptual. Y sin embargo en medio de esas estrategias conceptuales y minimales de la obra arte, Félix González-Torres introdujo el sujeto, el suyo propio, como la forma más radical de compromiso. Por eso no nos debe extrañar ese traspaso de lo conceptual a lo personal que provoca la obra de Domènec, y menos aún un viaje que desde lo político nos ha llevado a lo personal.

¿Cómo comprometerse, es más, cómo ser activo políticamente desde lo personal? Es una pregunta que está implícita en la obra de Javier Peñafiel. “Hiperdrama” -una fotografía en la que el cuello de una camisa aparece ahogado entre los cojines de un sofá- o “Puedo adivinar la temperatura de mis invitados” -un plato escondido entre las sábanas y almohadones de una cama- aparecen como rastros de emotividad, de subjetividad desnuda. Estas obras intentan establecer un contacto íntimo con el espectador o ser una especie de autobiografía críptica. Precisamente ese aspecto críptico de las relaciones personales, en la que la emotividad y la sentimentalidad quedan coaccionadas, sometidas a la vigilancia del deseo estaban en el núcleo de la pieza “Agencia de intervención en la sentimentalidad”. La “Agencia…” es una pieza a medio camino entre la performance y la puesta en escena teatral. En ella diferentes personas que no eran actores leían unos textos suficientemente ambiguos como para que cualquiera pudiese apropiárselos, y lo hacían en su idioma materno. Al mismo tiempo que se reforzaba la apropiación del texto con su consecuente carácter autobiográfico, se manifestaba una cada vez más abusiva incomunicación. Cada participante quedaba él mismo retratado en igual medida que incomunicado y vigilado.

Claro que es extraño hablar del compromiso político de estas obras, y es extraño hacerlo habiendo tomado como referencia a un artista como Félix González-Torres, quien pese a sus escrúpulos con lo explícitamente político es evidente que reflexionaba a través de lo personal sobre el SIDA y la homosexualidad. Y tal vez no nos equivoquemos al pensar que la exploración sobre los mecanismos de emotividad e intimidad de Javier Peñafiel (o el extrañamiento de mundo de Domènec) nada tienen que ver con lo político. Al menos entendido en términos convencionales, y tal vez lo que delatan es que el compromiso político según las vías históricas ha llegado a su fin. Conscientes del fracaso político del arte, conscientes de todas esas trampas que señalaba, lo mejor es no jugar a ese juego y actuar desde fuera, en una opción astuta y escurridiza, que es conceptual y política en la misma medida que es personal. Es decir, en un compromiso que sólo puede ser individual. Un compromiso que aspira a producir ligeras modificaciones momentáneas en la vida íntima de las personas. Entonces vuelve a aparecer el referente de Félix González-Torres, en la consideración del arte como un virus, como un pequeño agente vírico con anhelo de contagio, de provocar algún tipo de crisis en el individuo. Son obras que piensan en una forma distinta de revuelta. Una especie de revuelta que nos recuerda a Albert Camus cuando escribía “Je me révolte, donc nous sommes”6.

Revuelta que manifiesta su extraterritorialidad, su negativa a quedar codificada y a caer en las trampas de los discursos globalizadores, y para ello se gira sobre sí misma. Así lo hacía Bruce Nauman cuando escribía en un neón “The true artist helps the world by revelating mystic truths” y decía que era una frase estúpida, tonta, pero que al mismo tiempo no podía evitar creérsela hasta el final7. Algo semejante sucede en el trabajo de Javier Peñafiel, siempre presto a volverse sobre sí mismo y a mostrar en su propia confesión un carácter burlón.

La última serie de obras de Javier Peñafiel se titula “Trendy fool for though”. Son grandes pancartas, que recuerdan los carteles publicitarios, en las que aparecen ampliados los dibujos de pequeños personajes que surgen de zapatos, bolsos y otros complementos de vestuario de Prada. A su lado citas inverosímiles, trazos de textos crípticos, como retazos de conversaciones del propio personaje dibujado. Textos que recuerdan demasiado los que Javier Peñafiel ya había escrito para la “Agencia…”. Una especie de broma irónica sobre sí mismo, sobre una generación imbuida de discursos sesudos, que cita a Sloterdijk, Kristeva o Gramsci en el curso de una cena informal, con la misma pasión o con la misma indiferencia con la que admira la publicidad y los modelos de Prada. Demasiados discursos para nada, para ser asimilados en la propia corriente de lo “fashion”, demasiada conciencia política previsible y abocada a caer en las trampas de lo aceptable como crítica y, por tanto, en la indiferencia. “Trendy fool for though” es una forma blanda de mostrar lo blando de nuestro pensamiento, de mostrar con astucia y bromas su reverso, directamente la trampa en la que caemos constantemente. Javier Peñafiel no enseña el mundo en el que nos gustaría vivir, sino aquel en el que ya vivimos y que de manera cínica ya nos gusta. Pero al retratarse y mostrarse abiertamente, ese cinismo -como la cara opuesta a la ingenuidad- no renuncia a un potencial crítico. Sólo que no es una crítica explícita, sino que utiliza como principal arma el sentido del humor: una risa demoledora que empieza por uno mismo. Tal vez porque el arte es algo muy serio (y la vida también) es preciso reírse de él.

Frente a cualquier situación en la que es demasiado fácil caer en las trampas de la política y la institución, la broma, la ironía y el asumir la condición extraterritorial del arte, su fracaso político en términos explícitos, manifestando la única posibilidad de revuelta en el interior del individuo y/o en el sentido del humor es una de las pocas soluciones honestas. Quizás porque la burla es una de las escasas opciones entre ser apocalíptico o integrado.


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