DAVID G. TORRES

Sin descartes

en Martí Anson, Happy hour, Barcelona, noviembre, 2000

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Un reloj marca insistentemente las diez y diez. Pero no está parado: su circunferencia gira lentamente. Indudablemente marca el tiempo, marca su pasar; el movimiento rotatorio destaca el hecho de que el tiempo está pasando, que vivimos dentro de un tiempo lineal que sucede y en el que sucedemos. Simplemente la circunferencia que sí gira nos da la conciencia y nos insiste en que eso que está pasando delante nuestro mientras estamos ahí parados frente a la obra de Martí Anson es sobretodo y antes que nada tiempo. Sólo un error de percepción nos podría hacer pensar que de todas maneras el reloj está parado y que no es exacto. Es exacto dos veces al día: a las diez y diez de la mañana y a las diez y diez de la noche. Esto es una certeza absoluta.

“Un reloj parado da dos veces al día la hora exacta” esa era la certeza absoluta que enunciaba el título de una serie de fotos tomadas a las diez y diez de la noche y de la mañana de un reloj parado a esa hora, también daba título a una película que recogía en tres minutos el tiempo entre una hora y la otra. Y ahora esa misma certeza aparece resumida en la instalación de Martí Anson. Lo que se empieza a escapar de esa lógica cartesiana es que las diez y diez es genéricamente la hora feliz (Happy hour) y es feliz por la tonta y pasajera razón de que las agujas en esa posición parecen esbozar una sonrisa. Todo el tiempo está contenido en esa circunferencia que da vueltas, todas las horas son la misma y todas resultan ser una hora feliz. Feliz o con cara de idiota mirando infinitamente una circunferencia que da vueltas, que no lleva a ningún sitio, casi en una actitud onanista, como aquella que veía Marcel Duchamp en la rueda de bicicleta, movimiento circular, insistente, sin beneficio… masturbatorio o con cara de idiota. Lo que muestra esa lógica cartesiana e inexorable es su crueldad. Cruel porque mira cínicamente, porque no nos deja escapar, porque insiste en que todo está marcado por su lógica, en que da igual porque todas las horas son iguales; cruel porque es como una vánitas a la que sólo le falta una calavera al lado y porque como esa calavera se sonríe.

Escribir sobre una obra es traicionarla. Y escribir sobre un artista es traicionar su confianza, fisgar en su cocina y explicar después que no limpia los platos. La traición empieza a destaparse: sólo le quedan dos opciones al que plantea la existencia bajo un prisma cruel, a aquel que persigue al espectador, le cita para atraparle, incluirlo en su lógica y mostrarle lo absurdo de su existencia. Una de las opciones es ser un cínico. Cínico en el sentido contemporáneo de la palabra: como aquel que ofrece calaveras hechas en serie mientras disfruta de ser una pop-star. O cínico en el sentido filosófico e histórico: como única resistencia ante la vida. David Sylverstein mientras entrevistaba a Francis Bacon le insistía en si la vida le parecía cruel, sí, en que era horrible, sí, en si la existencia en este mundo era una carga casi insoportable, sí, en si no había esperanza, sí, y en que por lo tanto él era un hombre básicamente pesimista, no. Francis Bacon se detenía y declaraba que él era optimista en la futilidad, optimista en la pérdida absoluta de esperanzas, en que estaba de acuerdo con todo lo que le decía David Sylverstein pero que por naturaleza era optimista, simplemente le gustaba estar vivo.

Durante algo más de tres meses Martí Anson se dedicó a fotografiar desde el mismo ángulo en una posición fija el trozo de calle que se ve desde una de las ventanas de su casa, siempre intentando en la medida de lo posible que las fotografías fuesen tomadas hacia las diez de la mañana y hacia las diez de la noche. El resultado son unas doscientas diapositivas proyectadas por el anverso de una ventana como la suya reproducida y montada en unos caballetes. Es un trompe-l’oeil en el que el espectador está en la misma idéntica posición que Martí Anson dos veces al día desde su casa. Ese espectador en unos minutos puede contemplar el resumen de tres meses de vida. Y sin embargo, esta obra que básicamente es un desarrollo documental de la anterior o, también, ese reloj parado llevado a un plano documental, no destila la misma monotonía y lógica cruel de la otra. Está llena de cambios, sí es la misma esquina de la misma calle, pero cambian evidentemente las personas, cambian los coches, cambia también la luz mostrando el tránsito de una estación del año a otra. El estanquero de “Smoke” también hacía lo mismo: años tomando imágenes diarias de la misma esquina; su amigo le preguntaba que por qué lo hacía, que qué sentido tenía y el estanquero le impelía a mirar con detenimiento hasta que descubría todas las historias cruzadas que allí aparecían y, sobre todo, la última instantánea de su mujer, horas antes de que muriera accidentalmente.

Por ello Martí Anson sólo puede ser un cínico en el mismo sentido que lo había sido Francis Bacon. Porque no mira desde lejos, porque no basta con colocar al espectador en una situación incómoda y luego refugiarse, porque el espectador también es él. Es él quien ocupa ese lugar existencial, esa conciencia de estar atrapado en una lógica inexorable, bajo una certeza absoluta.

Ese reloj detenido, repetitivo, insistente que enuncia un continuo presente es semejante a la instalación “– Bon dia!” en la que construyó dos habitaciones idénticas separadas por un pasillo oscuro. Allí por lo menos había un lugar de esperanza, de retención del aliento en el que se despertaba la expectativa que tras la última puerta algo nuevo nos esperase. Pero lo interesante de aquella pieza es que el conocer que las dos habitaciones eran iguales no eliminaba el deseo de volver a traspasar ese pasillo, daba igual que ya conociésemos el final, lo importante era sostener esa experiencia de anhelo. Era un resumen de todo nuestro pasar lleno de deseos que sabemos de antemano quedarán anulados, que llegados al lugar de destino querremos volver a salir porque ya lo conocemos.

El reloj que resume todos los tiempos y todos los días en dos horas exactas y el pasillo que resume todas las experiencias son obras que plantean una temporalidad en abstracto, dispuesta a ser experimentada como síntesis que abarca por completo una parcela de la existencia. Frente a ellas, las fotografías y película del reloj parado a las diez y diez y las diapositivas desde la ventana de su casa son obras que testimonian tiempos reales pero absurdos. Son la documentación de tiempos reales, de lapsos insólitos y bucles cotidianos que Martí Anson provoca o simplemente fotografía en los que subraya una lógica temporal inexorable. Hacer consciente esa lógica presente en lo cotidiano implica ofrecer y solicitar una mirada detenida sobre la vida cargada de un sentido existencial.

En un texto sobre Martí Anson, Ami Barak decía que en su trabajo señala “nuestra impotencia ante el tiempo que, como gran amo y señor, nos hace y nos deshace”. Y sobre todo nos muestra subyugados ante él… y juega con ello. Genera expectativas en el espectador, expectativas de que algo varíe, de que pase algo tras todas esas trampas, que tal vez de repente las agujas del reloj se pongan a girar como locas al derecho y al revés o que entre todas las diapositivas tomadas desde su ventana con la insistente misma esquina de misma calle aparezca sorprendiéndonos una imagen de Roma o un paisaje o qué sé yo. Pero no.

Dos fotografías muestran el mismo cruce de calles en Barcelona, en una de día y en otra de noche. Pero hay algo más, algo raro, y es que tal vez, en el cruce ese, sus edificios y sus elementos fijos se resisten a la contingencia pero no así las personas. En cada una de esas fotografías Martí Anson simplemente realizó una doble exposición, de tal forma que aparecen dos instantes separados en la misma imagen, en medio se ha perdido una parcela de tiempo. En el cruce hay un semáforo que está al mismo tiempo rojo y verde, alguien se ha movido en la otra acera, está en dos lugares a la vez, la sombra de un coche que pasa o ha pasado y una pareja está cruzando pero no sabemos de donde salen: ¿dónde estaban antes? o la pregunta es ¿dónde estaban después?. Demasiado rápido podemos presuponer que la primera acción, el primer instante corresponde al momento en el que el semáforo estaba rojo o al revés. El semáforo es sólo una anécdota para llamarnos la atención sobre el hecho de que hay dos tiempos sobreimpresionados en la misma fotografía. Pero también sirve para plantear ese absurdo problema del antes y el después. Marcel Duchamp decía que puesto que no hay solución, no hay problema. No, no lo hay: no hay un antes y un después. Es tan sólo un corte que muestra la sujeción a la esclavitud del tiempo y, sobre todo, una muestra más de su carácter existencial. El problema no existe porque da absolutamente igual e importa bien poco cual de los dos instantes es el anterior, a qué instante pertenece cada uno de los gestos y movimientos ahí congelados. Y de lo que sí habla es de el bucle que se ha escapado, el momento real en el que las cosas suceden, el agujero entre ambos. Un agujero que de nuevo es simple y llanamente la puesta en realidad de aquel pasillo entre dos habitaciones idénticas. Nada antes y nada después, nada por delante y nada por detrás, tan sólo en medio nuestro pasar que se escapa lleno de anhelos.

Es la misma operación que las fotografías tomadas en el andén del metro en Barcelona. El reloj que avisa del tiempo que falta para que pase el próximo tren hace trampas. Pretendiendo ser objetivo, se detiene y se atrasa adaptándose al paso del metro. Lo que fotografió Martí Anson es un nuevo bucle: el reloj del metro marca el mismo tiempo en dos fotografías sucesivas, un minuto y veintidós segundos, y sin embargo entre ambas el escenario ha cambiado sutilmente, alguien que estaba al fondo del andén ha tenido tiempo suficiente en cero segundos de reloj de recorrer prácticamente todo el andén. Martí Anson enfrenta en esas dos fotografías un tiempo supuestamente objetivo pero que es falso y mentiroso y un tiempo real definido por el movimiento. Aunque se trata de nuevo del mismo agujero, del mismo bucle, de la misma absurdidad de la existencia marcada por el devenir temporal.

Ferran Barenblit concluía un texto sobre la obra de Martí Anson diciendo que “más allá de los sucesos cotidianos, más allá de la capacidad de reproducirlos, no hay nada. Nos enfrentamos a la misma decepción (…), descubriendo que pese al lento devenir de lo que constituye nuestra vida, la realidad siempre desbanca nuestras expectativas”. Volviendo a traicionar, le preguntaría a Martí Anson si una vida sin expectativas merece la pena ser vivida o si el hecho de ser conscientes de que la realidad siempre desbanca nuestras expectativas nos convierte en frustrados. Y sin embargo y a pesar de todo estoy convencido de que su obra es profundamente optimista, que mirada en profundidad y experimentada hasta el fondo, es tremendamente vital. Tan vital que incluso es suicida: sólo muestra nuestras limitaciones y nos impele a agotarlas. A lo mejor el hecho de que su reloj marque todas las horas como la hora feliz no es una ironía, sino otra certeza absoluta.


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