DAVID G. TORRES

¿Quién teme al arte feroz?

en Arte Emergente, Premios Fundación España Nuevo Milenio, La Coruña, mayo, 2001

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Un par de segundos de pie, en una postura disimulada de tres cuartos, ni mirando directamente ni dando la espalda, expectantes intentando descubrir qué es eso que miramos. Paseando por las salas de un museo de arte contemporáneo, una galería, un centro de arte o, incluso, en una plaza o en la calle podemos encontrarnos una y otra vez con esa postura indecisa, rápida y, sin duda, fruto de una pequeña perturbación, de cierta perplejidad, de un no saber qué hacer y qué se debe mirar frente a algo que parece decir de sí mismo que es una obra de arte y para la que siempre hay alguien presto a puntualizar que se trata de arte contemporáneo, como si el mero hecho de calificar ese algo de arte contemporáneo negase precisamente su pertenencia al arte.

¿Pertenecen o no pertenecen al arte una serie de sillas en un museo?, ¿Es arte contemporáneo o no es arte contemporáneo un montón de papeles y basura esparcida en el hall de una universidad de Bellas Artes?. En una ocasión, en un museo de arte contemporáneo tardé unos instantes en descubrir si una serie de sillas con una chaqueta de vigilante de sala colgada desenfadada de una de ellas era o no era una obra de arte, en concreto si pertenecía a la exposición de los trabajos de Phillippe Thomas; pero, también fuera de cualquier museo, en otra ocasión tardé en saber si era o no era una instalación o tal vez una acción de un grupo de artistas, toda la basura esparcida por el suelo de la entrada de la de Facultad de Bellas Artes en Barcelona… En el primer caso tuve que recurrir a la cartela que me aclaró que sí era una obra de Phillippe Thomas y en el segundo caso unos metros más adelante, ya en los pasillos de la facultad, unos trabajadores de la limpieza manifestándose y volcando todas las papeleras que encontraban a su paso me aclararon que no se trataba de ninguna instalación o acción artística que cuestionase a la universidad.

Sí, podemos encontrarnos con mil situaciones ridículas comparables y asumir los cientos de bromas que se hacen sobre arte contemporáneo: que si alguien mira interesadamente un bocadillo que resulta que otro dejó olvidado o que si alguien mira con malicia una bombona contraincendios sabiendo que sólo se trata de una bombona contraincendios. El arte actual puede ser múltiple y plural, puede enfrentarse a una situación de disolución límites, donde no es necesario ceñirse a determinados parámetros formales, puede salir de los museos y centros de arte y darse en la calle, en una plaza o donde sea. Puede pasar todo eso, de hecho sucede, podemos hacer todas las bromas del mundo, pero todos sabemos qué es una obra de arte. Porque esa confusión, la que provoca esa postura de tres cuartos frente a una silla que quizá es otra cosa, sólo dura unos segundos. Algunos podrán vilipendiarla, enfadarse, rechazarla e incluso decir que no es una obra de arte, pero todos sabemos, incluso negándolo, distinguir una silla que es una obra de arte de otra que no lo es y una manifestación que es una manifestación sindical de otra que es artística.

El crítico de arte y filósofo neoyorquino, Arthur Danto, en su libro “Después del fin del arte” lo explica con toda claridad. Hay algo confuso, innumerable, incontable, móvil, en el cual es imposible señalar con precisión los nombres, que se llama y que llamamos mundo del arte. Puede sonar bárbaro, y el mismo Arthur Danto insiste que nadie piense que hablamos de la famosa cena anual de todos los críticos del mundo donde se decide qué artista triunfará el año siguiente. Pero de la misma manera que los empleados de la limpieza manifestándose y llenando de porquería la universidad me aclararon que aquello no era ninguna performance ni nada parecido, y de la misma manera que una cartela aclaraba que esas sillas sí eran obra de Phillipe Thomas, igual también una serie de indicios, de personas, de acuerdos tácitos provocan esa diferenciación casi ontológica que hace que algo sí sea una obra de arte, que algo reciba el calificativo de obra de arte.

Un objeto pertenece al mundo del arte casi por decisión propia, sin importar excesivamente el marco en el que se dé –no necesariamente tiene que ser dentro de una infraestructura artística–, esa decisión depende precisamente de la toma en consideración de su existencia dentro de ese sistema del arte. Y todo ello no tiene nada que ver con la calidad de la obra de arte, que una obra de arte sea considerada como tal no dice nada a su favor. Marcel Duchamp avisaba sobre ello: “igual que hay emociones buenas y emociones malas, hay arte bueno y arte malo”1. En otras palabras, que a pesar de que se puede hacer lo que se quiera y utilizar todos los medios que quieras, no todo vale igual.

Si pueden haber confusiones como la de la manifestación que llena de porquería la entrada de una facultad o la de una silla que no sabemos si es para sentarse o no, es porque el terreno es propicio a la confusión. Pero esa propensión a la confusión no tiene nada que ver con el cuestionamiento de una supuesta esencialidad de la obra de arte, porque la confusión sólo dura segundos, porque nadie vuelve a casa sin saber si lo que ha visto es una obra de arte o no, a pesar de que pueda ponerlo en cuestión. La confusión no afecta a la entidad ontológica de la obra de arte, sino que habla de su complejidad.

Marcel Duchamp, que declaró que si no hay solución es que no hay problema, fue el primero en poner el problema y la solución con todas sus letras encima de una mesa. Cuando por primera vez plantó un readymade en una sala de exposiciones, de hecho la primera vez que hizo un readymade, un simple objeto encontrado que de repente era una obra de arte, dio con la solución y el problema al mismo tiempo.

Colocar un urinario en una sala de exposiciones tal vez era sólo una broma, una broma o un desafío de Marcel Duchamp. Y como broma efectivamente puedes no tomarla en serio, descubrirte, reírnos un poco de cómo nos las has hecho pasar, guardar el urinario o tirarlo a la basura y volver a trabajar. Ahora bien, no nombres eso de los límites del arte, no te las vuelvas a dar de moderno diciendo que lo aceptas todo, porque no es así. Aceptas que hay unos límites marcados por la factura del artista, por su mano, unos límites cerrados por el marco y la pincelada, en los que hay que esquivar cualquier elemento que empariente al arte con la idea, con el concepto e incluso con la inteligencia, porque si no, pronto pueden volver a aparecer objetos que acabarán saliéndose del marco del cuadro y te verás justificando la existencia de un urinario porque tú lo has escogido.

También se puede tomar en serio esa broma, aceptar el embite y seguir jugando. Y entonces ¿qué?. Porque si tiene que ver con los límites de la obra de arte ¿qué se puede hacer más allá de ese urinario?, ¿qué nuevos límites se pueden romper si parece que el último límite que se podía traspasar era ese, que cualquier cosa puede llegar a ser un objeto artístico?. Frente a ese límite brutal quizá sólo queda la posibilidad de retornar una y otra vez a lo ya hecho, porque sino nos quedamos sin arte. Intentar buscar otros puntos de sujeción, como la expresión o el documento, porque por esa línea de desafíos constantes a la obra de arte hemos llegado al final. Simplemente no es posible ir más allá del urinario.

Tiene poca gracia la cosa: o rechazas el urinario y te quedas con un arte sin inteligencia, o te quedas sin arte.

Quizá es momento de ponerse serios y salir de esa especie de hermenéutica. Hay que ponerse serios, en primer lugar, porque es evidente que la historia del arte no se ha acabado tras el urinario de Marcel Duchamp; su existencia no ha dilapidado la posible existencia de otras obras de arte y no ha significado que el arte haya renunciado a la inteligencia, más bien al contrario. No tener en cuenta las obras posteriores y todo el arte actual y deslegitimarlo bajo la existencia del urinario significaría partir de un a priori teórico del que no quiero partir, significaría, también, olvidar el objeto fundamental del que debe partir todo análisis artístico: las obras de arte y el trabajo de los artistas.

El error en ese razonamiento que me había llevado a una hemenéutica sin salida es haber pensado en términos evolucionistas, en términos de una historia de esencialismos –al fin y al cabo, hablar de búsqueda de límites es hablar de un intento por encontrar los extremos, un punto mínimo desde el que anclarse, una resta que busca cuál es la esencia mínima del arte.

Romper esa lógica evolucionista o, más bien, pensar en términos distintos a los evolucionistas significaría pensar que lo que hacía el urinario era precisamente romper la lógica evolucionista. En otras palabras, desde el hoy y el ahora, la opción que podemos interpretar en Marcel Duchamp no es tanto que tratase de buscar los límites de la obra de arte y encontrar su esencia, como ofrecer un marco en el que pensar esos límites no tiene sentido. Y desde ahí podemos pensar el arte actual en un marco abierto.

Siguendo a Arthur Danto, el urinario no certifica la muerte del arte, sino la muerte de la idea de que la naturaleza del arte viene definida por sus materiales y por su forma y, más allá, la muerte de la idea de que el fin del arte es buscar sus límites físicos de existencia, especular con su entidad ontológica. A partir del urinario es imposible distinguir una obra de arte de cualquier otro objeto: no hay rasgos externos distintivos; nada diferencia a aquel urinario de otro cualquiera. A partir de ahí el terreno está abonado para que se provoque esa confusión entre sillas y restos de basura que tardamos en identificar. Ese lapso de duda se produce porque no es posible que identifiquemos una obra simplemente por sus rasgos externos, no hay nada material, que aparezca en la superficie, que diferencie un objeto que es una obra de arte de otro que no lo es.

La especificidad de la obra de arte no viene dictaminada por su material, ni tan sólo por la factura del artista, sino que es de orden conceptual.

Son los ejemplos extremos los que nos ayudan a pensar… y el urinario es un ejemplo extremo. Ese ejemplo extremo nos ayuda a pensar en el escenario actual, en un escenario abierto en el que los límites formales de la obra de arte están disueltos. Pluralidad que evidentemente debe ser entendida en un sentido estricto, en su radical apertura de opciones, no limitándonos a esperar sólo nuevos urinarios. Una situación plural no supone el descarte de otras opciones, no supone la eliminación de la pintura o la escultura, sino que tanto ellas como cualquier objeto encontrado, manipulado o no, un vídeo, la fotografía, un paseo, una acción, una película o el vacío son instrumentos legítimamente válidos por igual. Una obra de arte no se legitima por el medio o el material utilizado queda anulada; tampoco se legitima por el espacio en el que se dé: un museo, una galería o una sala de exposiciones son tan legítimamente válidos como la calle, la televisión o, incluso, una nevera, una nevera como la de la casa particular de Hans Ulrich Obrist, que ofrecía a diversos artistas para que hiciesen una obra ex profeso.

No nos hemos quedado sin arte, simplemente estamos ante una situación plural. Asumir el pluralismo es lo que nos permite escapar de aquella lógica evolucionista que nos empujaba a una hermenéutica sin salida, es la escapatoria a quedarnos sin arte. Pero, el haber encontrado en el pluralismo una solución discursiva no pone más fácil el trabajo de pensar en arte, tal vez nos coloca en una situación más compleja aún. Implica repensarlo todo. El mismo edificio que nos conduce a asumir el pluralismo se resquebraja, las puertas están abiertas y todo el mundo está invitado a la fiesta… los invitados salen a la calle, suben a otros edificios, miran desde lejos y ya nada parece tener que ver con intentar construir más pisos en el mismo inmueble.

Ese es el territorio de complejidad en el que debemos pensar hoy las obras de arte. Lo contrario es rechazar la complejidad. Es infinitamente mucho más fácil rechazar el esfuerzo de pensar en esos límites que hacerlo; es mucho más fácil seguir utilizando antiguos códigos postrománticos para la interpretación de una obra de arte que intentar actualizarlos, hacer el esfuerzo intelectual de pensar cómo y porqué funciona una obra de arte que ha sobrepasado sus límites.

Esa dificultad y ese esfuerzo están contenidos posiblemente en aquella perpleja postura de tres cuartos frente a una obra de arte. Tampoco hay que olvidar que en base a esa perplejidad, en base a esa aparente inconsistencia física de algunas obras de arte, se basan precisamente los argumentos que intentan invalidar el arte contemporáneo en conjunto.

En una conferencia, Valeriano Bozal explicaba que el rechazo que provocan todas esas obras que son deudoras del urinario de Marcel Duchamp tiene que ver con el hecho de que nos obligan a levantarnos del sofá para ir a ver una exposición en la que no hay nada a ver, nos obligan a movernos y luego a pensar, a pensar en arte, a pensar en nosotros, a cuestionarnos el lugar del arte en el mundo y el nuestro propio. Y hay una opción política que prefiere guardar esos objetos cuya lógica de existencia es precisamente cuestionar su propia existencia, obras que parten de poner en cuestión su misma entidad como obras de arte, que ponen entre interrogantes el mismo concepto de exposición y de visibilidad. Esa opción política argumenta que basta con conocerlas y consultarlas en un libro, y que si no hay nada a ver, no hay porque perder el tiempo, el espacio y el dinero en ellas. En fin, que nada inocentemente se pretende ocultar un objeto que tras levantarnos del sofá y colocarnos durante breves segundos en esa incómoda posición de tres cuartos nos impele a pensar, primero en arte, luego en nosotros y nuestra relación con el mundo; un objeto que, tal vez, puede empujarnos a una situación de crisis, de no aceptación y de cuestionamiento, un objeto que, en definitiva, requiere de nosotros un esfuerzo intelectual.

Resulta que hablando de la entidad ontológica de la obra de arte, inevitablemente acabamos hablando de su incomodidad o, en otras palabras, de su efectividad política, de las opciones éticas y políticas que destapa una obra de arte. Tal vez ahí se entiende el porqué de la perplejidad que puede provocar, del miedo que puede suscitar, de la inquietud que se esconde tras ese no saber qué mirar y cómo mirar.

Pero incluso esa cualidad política también está en aquellas obras en las cuales sí que sabemos qué mirar y dónde mirar, obras para las que dedicamos más tiempo. Si el urinario de Marcel Duchamp era un ejemplo límite, quizá en el otro extremo podríamos encontrar una obra como la de Mark Rothko y sus abstracciones llenas de veladuras en las que el color parece vibrar y ser táctil. Sus obras han ampliado nuestra experiencia sobre la obra de arte, desvelando y subrayando texturas y formas. La experiencia que provocan no es sólo visual, sino casi física, y la mirada sobre esa especie de espiritualidad que emanan las pinturas de Rothko ha provocado también una ampliación de nuestra experiencia sobre el mundo.

Ese anhelo político implícito en ese mirar algo que no tiene nada a mirar del que hablaba Valeriano Bozal respecto al urinario, no está tan lejos del anhelo de esas otras obras cuya voluntad por ampliar nuestra experiencia sobre la obra de arte ha provocado una ampliación de nuestra experiencia con el entorno. Tal vez podríamos concluir que tan peligroso es ir a ver un urinario en una sala de exposiciones como un cuadro lleno de veladuras de color. Si al fin y al cabo lo que provoca la obra de Marcel Duchamp es una ampliación de nuestra experiencia sobre el mundo es que no hay una diferencia real entre su obra y una de Mark Rothko. Los argumentos se han girado y finalmente resulta de Mark Rothko puede ser tan peligroso como Marcel Duchamp.

Y sin embargo esa vía, representada por Rothko, que entronca con un concepto de lo sublime no presenta demasiadas dificultades para todos aquellos comentaristas culturales que se entretienen en descargar sus iras contra el arte contemporáneo. Quizá porque no ven o no quieren ver que tras ese acceso de sublimidad que tal vez provoca un cuadro de Rothko podría esconderse la misma voluntad por dirigirse al individuo y afectarlo en su vida y en su relación con el mundo.

Los argumentos contra el arte actual se basan en la restauración de una tradición artística anclada en presupuestos postrománticos y que encuentran su objeto fundamental en el impresionismo y el simbolismo fin de siècle. Un arte que se interpreta bajo coordenadas decorativas, de belleza plástica, de gesto y de cuadrito en el salón cuyo único motivo para estar ahí es que combina con los colores del sofá. Bajo estos argumentos se esconde una razón de verdadero peso político. Se trata de defender unas formas artísticas inofensivas, ¡que, por favor, sean neutras!. Lo que se esconde ahí es una especie de miedo parecido al de los iconoclastas bizantinos. Se trata de negar aquello que se intuye. Negar el arte contemporáneo porque sus obras no son inofensivas, no son innocuas y no son neutras (aunque tampoco lo eran las de finales de siglo pasado). Lo insólito de esas críticas es que no provienen necesariamente desde posiciones políticas conservadoras, sino incluso de comentaristas con posiciones abiertamente críticas e insubordinadas que no se alinean decididamente por una posición política determinada o, más bien, que se niegan a jugar el juego del poder político institucional. Sin embargo, cuando hablan de arte contemporáneo, prefieren atender a aspectos colaterales a la propia creación, al trabajo en sí de los artistas, a la propia obra, y fijarse en los fenómenos mercantiles, de prestigio social o a la acción desaprensiva que llevamos a cabo los críticos y comisarios, como argumentos generalizados de ataque al arte.

Negar toda la carga y el valor del arte contemporáneo bajo el argumento de lo bello sensible y de lo decorativo, es intentar negar todo su potencial cuestionador y político que de entrada se le supone, se le intuye. Y sólo se le intuye porque toda esa crítica anclada en prejuicios y argumentos decimonónicos que se le hace es exclusivamente formal.

De ahí el peligro de señalar vías históricas, porque se provoca una falsa separación que propicia una crítica que se basa sólo en términos formales, que prescinde de ir a los contenidos. Por ello he intentado neutralizar aquella división entre los hijos de Mark Rothko y los hijos de Marcel Duchamp; por ello creo que es preciso concentrarse en las obras y el trabajo de los artistas, en pensar qué implica una obra de arte. En pensar qué se esconde tras las gallinas liberadas de Antonio Ortega en su proyecto “Hens in the park”, qué significa que Lara Almarcegui haga de su huerto un proyecto artístico, de qué nos habla Martí Anson en una fotografía tomada el mismo día a las diez y diez de la mañana y a las diez y diez de la noche y en la que aparentemente no pasa nada, o qué se esconde bajo el exceso de información que ofrece Chirstian Bagnag en su instalación.

Pensar en arte no es tan sencillo como pensar en establecer nuevas divisiones artísticas. No basta con pensar en la forma, no bastaba con tomar por definitiva la hermenéutica duchampiana según la cual una obra de arte es aquello que hace un artista, y un artista es aquel que hace obras de arte… y tampoco basta con decir que todo el arte es político.

Si todas las obras de arte son políticas, me gustaría tratar de ver más allá cómo se articula en arte contemporáneo un contenido y un compromiso político crítico y radical2.

Pero esbozar una definición política de la obra de arte implica pensar en cual puede ser su efectividad real. Y ahí la obra de arte se encuentra ante una encrucijada, que define sus limitaciones, las limitaciones de, precisamente, su efectividad real.

Podemos pensar en términos estrictos en esa efectividad real: en la posibilidad de optar por una acción política explícita y directa desde el arte; una opción que defienda la denuncia explícita de situaciones concretas; o, en fin, que ofrezca respuestas. Sin embargo, ahí es dónde aparecen los límites de esa encrucijada, de precisamente una mínima efectividad política, el trazado de un camino lleno de trampas y complicidades no buscadas. En primer lugar, porque se puede acabar siendo simple panfleto y, entonces, jugar el mismo juego de lo que se pretende denunciar, un juego publicitario en que el supuesto sentido crítico se pierde y se anula entre las latas de Coca-Cola y la publicidad institucional. En segundo lugar, en muchas ocasiones la denuncia explícita funciona como un bálsamo de conciencias ratificando lo que de entrada ya sabíamos y pensábamos, o como una pastilla de conciencia cuyos efectos duran lo que dura la visita a la exposición. Y en tercer lugar, porque la política institucional y los mass-media siempre han mostrado su habilidad para asumir rápidamente aquello que en principio los ponía en cuestión. El panfleto no funciona, la denuncia explícita tampoco, aún queda la opción de ser alternativos y desarrollar el discurso dentro de lo “underground”, al margen del sistema pero dentro, codificado.

El problema tal y como lo plantea el filósofo Slavoj Zizek es cómo salir de esa encrucijada, en la que mantener una posición comprometida y radical está abocada a caer en la trampa de lo alternativo o, peor, de convertirse en un adversario que en el fondo legitimiza el sistema frente al que pretende oponerse. En arte el precio a pagar al hacer de la obra un lugar de acción política explícita tiene que ver con la pérdida de su efectividad política y la pérdida del propio arte. Estos son los límites trazados por esa encrucijada: pérdida de la efectividad política, pérdida intencionada, pérdida al quedar recluido como adversario y pérdida al ser asumido y neutralizado; y pérdida del arte, al confundir la acción política con el trabajo en arte, al olvidar que tratamos con un producto cultural para el cual el marco del arte no es una mera excusa (me preocupa esa idea que se va extendiendo según la cual lo que no funciona en un partido político o en un sindicato, tal vez funcione en arte).

Entre tanta trampa que nos aboca a callejones sin salida, Joseph Kosuth ofrecía algunas claves para encontrar una cierta solución: “en tanto que el arte es generador de conciencia posee un valor y una eficacia política más sutil, más profunda incluso, que si se contentase con ser vehículo de un contenido”3. Por tanto, el dilema no es que no podamos ser políticos porque caemos en el peligro de jugar el juego de aquello que queremos denunciar, sino que no podemos no ser políticos, que somos políticos lo queramos o no. El problema está en todo caso en cómo ser esquivos, en cómo poder asegurar un margen crítico y comprometido para la obra que no se vea envuelto y absorbido por los propios argumentos institucionales, de poder o de lo políticamente correcto. Cómo devolver al arte su carácter de extraterritorialidad frente a los discursos dominantes sin caer en lo “alternativo” o lo “underground”, utilizando la institución y no siendo utilizado por ella. Cómo mostrar nuestro “extrañamiento del mundo” del que habla Peter Sloterdijk.

Sin perder el arte, sin perder la efectividad política sólo queda una opción transversal para pensar en una efectividad política del arte: la actitud ética e individual, pensada en, desde y para los individuos. Creer en el arte implica creer en su capacidad para transformar la vida de las personas y creer que tras las obras y la práctica del arte reside una actitud incómoda y crítica frente al orden socio-político.

En ese terreno de complejidad esbozado en el que nos movemos en arte contemporáneo la calidad de una obra tiene que ver su capacidad para medirse con todas las demás obras, su capacidad para resumirlas, discutirlas, tenerlas en cuenta, en otras palabras, su altura discursiva en términos estrictamente artísticos: esa es la medida de su contemporaneidad, su compromiso con lo contemporáneo. Pero también, ese baremo, esa medida de calidad y esa tensión y compromiso con la contemporaneidad tiene que ver con la capacidad de una obra de arte para ponernos en crisis, en fin, su compromiso ético y político; su irreductividad; su capacidad para fomentar una actitud insumisa, su anhelo a que nos cuestionemos todos nuestros valores; y para que, aunque quizá de esa forma seramos más desgraciados por puro descontento con el mundo, y nos cuestionemos nuestra existencia, también seremos más libres y más ricos de espíritu.

Ese baremo obliga a tener en cuenta todas las operaciones conceptuales que debe solucionar una obra de arte, obliga a pensar que una obra funciona en relación con su tiempo y la realidad en la que vive, que se dirige a los individuos. He hablado del esfuerzo de carácter intelectual que requiere la aproximación a una obra de arte, pues bien ese esfuerzo es el que renuncia a pensar en arte en términos exclusivamente de autorreferencialidad, que no se conforma con las explicaciones decorativas, que reniega de los argumentos que ven las obras como objetos que sólo sirven para llenar las salas vacías de un museo y que, por el contrario, espera un arte que –emulando al famoso “I’m for an art” de Claes Oldembourg– sirva para transformar el mundo y trasformar la vida, que sea insubordinado y crítico, cínico y cruel, que no ofrezca soluciones y sin embargo sea optimista.

Gustave Flaubert lanzó un reto a la lengua y la literatura francesa. Como Mallarmé se obsesionó en doblegar la sintaxis, buscar sus límites y desarrollar un lenguaje preciso, examinando una y otra vez cada página escrita, cada línea, cada palabra. Pues bien, ese escritor preciso y límite fue llevado a juicio por escribir “Madame Bovary”, tal vez porque entonces, mucho mejor que ahora, entendieron que ese libro era un ataque irónico, pero directo, hacia los valores básicos de su sociedad. Una sociedad que evidentemente no tenía los resortes de defensa tan sofisticados que tiene la nuestra, y cuyo método de defensa, más pueril y menos perverso, era directamente la represión. Flaubert se defendió de las acusaciones de irreverente y blasfemo con instituciones como el matrimonio y la iglesia porque se enfrentaba al peligro de ver prohibida su publicación. En “El loro de Flaubert”, Julian Barnes imagina otro supuesto juicio en el que Flaubert no hubiese tenido que defenderse, el autor se figura el juicio que a él le habría gustado oír:

“¿Es verde este libro? Su señoría, me jodería que no lo fuese. ¿Fomenta el adulterio, ataca al matrimonio? Alto ahí, su señoría, eso es precisamente lo que mi cliente pretendía hacer. ¿Es blasfemo este libro? Por los clavos de Cristo, está tan claro como el taparrabos del día de la crucifixión. Digámoslo así, su señoría: mi cliente opina que la mayor parte de los valores de la sociedad en la que vive son repugnantes, y espera fomentar con este libro la fornicación, la masturbación, el adulterio, el apedreamiento de los curas y, aprovechando que por un momento he logrado captar su atención, su señoría, espera también lograr que cuelguen de las orejas todos los jueces corruptos…”4

Si la obra de Flaubert es extraordinaria no sólo lo es por el desafío literario que implica, sino porque impregnado y contenido en su valor literario está su actitud ética, moral y política, su compromiso. Al recurrir a Flaubert para finalizar un texto que habla de arte contemporáneo estoy intentando mostrar metafóricamente cómo si en su obra es fundamental la resistencia a una sociedad que consideraba pacata, frente a la nuestra que también lo es, esa resistencia es igual de necesaria; estoy reclamando para el arte actual, en su pluralidad y en su apertura de opciones, el valor cultural, intelectual y comprometido que toda producción artística conlleva; estoy ofreciendo el esbozo de una posible teoría que soluciona y piensa el arte actual desde las múltiples encrucijadas que se le plantean; y, por último, intento dar las claves para que la próxima vez que nos encontremos de tres cuartos frente a una obra de arte, nuestra inquietud y nuestra perplejidad sea aún más intensa… efectiva, tal vez.


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