DAVID G. TORRES

Antonio Ortega. Sobre cerdos, tú y yo (II)

en 6ª Bienal Martínez de Guerricabeitia, Valencia, noviembre 2001

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Esa cerda que aparece en la fotografía Registro de Esponsorización de Antonio Ortega se llama Lucy. La vemos en un entorno agradable y cómodo para ella, con una caseta en la que refugiarse, una amplia superficie en la que moverse, barro en el que revolcarse y saludable, cuidada, bien alimentada. Pero lo importante es cómo ha llegado hasta ahí, porqué está ahí. La clave para saberlo está en el título de la fotografía y en algunos papeles adjuntos a la pieza, documentos que certifican el proceso de esponsorización de Lucy realizado en Londres desde noviembre de 1999 a octubre de 2000.

“Esponsorización” es la castellanización del término inglés “sponsoring”, cuya traducción exacta es “apadrinamiento”: es decir, que se trata del registro de apadrinamiento de la cerda llamada Lucy. El acto de apadrinar animales puede ser sorprendente en España pero es habitual en Inglaterra, tan habitual como el de niños del tercer mundo. Algunas granjas de los alrededores de Londres ofrecen animales en apadrinamiento. Con la esponsorización o el apadrinamiento se sufragan los gastos de manutención, cuidado y se le ofrece al animal, en este caso una cerda, un entorno agradable.

Este es el proceso que documenta Registro de Esponsorización. Aparentemente no hay nada más. Como es habitual en Antonio Ortega el título es meramente descriptivo: registrar algo es documentar un hecho, entonces, la obra es la mera documentación del acto de apadrinamiento de Lucy, muestra su resultado Lucy en una granja y describe en dos palabras la experiencia seguida. En definitiva, sigue un proceso que tiene un buscado carácter de cientificidad, de documentación de un experimento, de una prueba o de un hecho. El resultado es que la obra es seca, aparentemente distante e intencionadamente objetiva. Con ello impele a sacar inmediatamente conclusiones; a preguntarnos qué sucede detrás de ese suceso, a qué responde y qué es lo que pone en juego.

Es evidente que lo que está en juego en este caso es la generosidad, cómo ejercemos nuestra generosidad y caridad hacia los demás y qué mecanismos activamos. Porque sin duda es inquietante pensar en apadrinar un animal, y sin embargo de lo que no tenemos duda es de las ventajas vitales de las que goza Lucy frente a sus congéneres.

Ese entorno en el que vive Lucy aparentemente adecuado para ella, sólo responde a nuestros anhelos de domesticidad volcados sobre un animal. Al fin y al cabo, es posible que sí tenga un trozo de barro en el que disfrutar, pero también es cierto que sus movimientos están restringidos por una verja que encierra unos metros cuadrados y su dieta es una dieta programada. A diferencia de muchos de los de su especie, Lucy tiene un nombre, que siendo el mismo nombre que evita su conversión en salchichas de frankfurt, es también el nombre que limita su espacio de libertad. En lo que nos hace pensar es en si nuestra generosidad está dirigida hacia los demás o hacia nosotros mismos. Si además, la generosidad se mide por el esfuerzo y dedicación empleados, la generosidad de Antonio Ortega hacia Lucy ha sido bien escasa: el poco dinero empleado para su esponsorización ni tan sólo era suyo, sino que fue pagado por la sala en la que realizaba la exposición y que produjo la pieza (la Sala Montcada de la Fundación la Caixa).

Esta narración de la historia de Lucy es falsamente inocente e intencionadamente banal. Pero es la respuesta que provoca Registro de esponsorización, una respuesta cargada de moralina sobre qué es adecuado y qué no lo es. Lo que importa aquí, tras ese discurso tan simple sobre quién se beneficia de qué, es precisamente que se genere tal discurso. Lo que importa aquí es que la obra de Antonio Ortega nos lleva a una situación en la que nos ponemos en evidencia. Al igual que hacen los antropólogos, mantiene la distancia exacta para apuntar justo allí donde nos incomoda, donde se revelan los mecanismos personales e íntimos de nuestros comportamientos.

El registro de Antonio Ortega es un registro de situaciones y de nuestros comportamientos ante una opción que desequilibra ligeramente la balanza cotidiana; la experiencia registrada consiste en introducir una leve transformación para ver qué pasa en lo que él mismo denomina la llanura de lo cotidiano.

Son registros en los que lo excepcional aparece un milímetro más acá de lo fútil. En ese milímetro se mueven los trabajos de Antonio Ortega. Sin embargo, sus registros no son naif, sino perversamente inocentes, intencionadamente simples y objetivos. Porque así es como la obra, como un simple registro de algo, descarga su potencial alusivo; dónde se intensifica su coeficiente simbólico. El documento, aparentemente anodino y simple retrato de una experiencia realizada por Antonio Ortega, tiene la capacidad de desplegarse intensamente en el campo del sentido. Y todo ello tiene que ver con el humor, con el sentido del humor y con esa especie de sonrisa cándida que provoca Lucy. Sonrisa cándida, pero falsamente inocente.

Falsamente inocente, si recordamos que lo que importaba no eran las respuestas en sí, sino que se generasen una serie de opciones cargadas de moralina entre las que escoger. La pregunta que inmediatamente se desprende de ello es en quién pensamos cuando pensamos en Lucy, quién es el verdadero sujeto de la obra, de quién se registra el comportamiento.

La sonrisa cándida que provoca Lucy puede provocar un rictus de preocupación si pensamos que la vida de Lucy también es la nuestra, que su entorno doméstico es como el nuestro, que comemos lo que somos y somos lo que comemos. En fin, el sujeto de las experiencias de Antonio Ortega es el propio espectador: es él quién juzga y es él quién da como respuesta una respuesta moral. Quién más allá de esa respuesta está obligado a preguntarse el porqué y el cómo de esa respuesta.

Antonio Ortega pone en duda cada uno de nuestros comportamientos al retratarlos y preguntarnos por ellos, cuestiona nuestros modos de vida a través de otros y del sentido del humor. Y todo ello implica una actitud de compromiso ético y político, porque a través del potencial simbólico que despliega cumple una de las funciones básicas de la obra de arte: incomodarnos.


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