DAVID G. TORRES

Ciegos o invidentes

en Lápiz, 136, Madrid, octubre 1997

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Ceguesses (Girona)

Cuando Augui, el estanquero de Smoke, enseña a Paul su colección de fotografías, miles de ellas realizadas durante años puntualmente a la misma hora desde la misma esquina de Brooklin, éste observa que son todas iguales. Augui le cita a que mire con detenimiento. Paul descubre a su mujer, ya fallecida, en múltiples de esas fotos. Acaba llorando sobre la mesa y sobre las fotos. Demasiadas vidas pasan por la misma esquina y son todas distintas.

No importa la posición de la cámara, ni hacia donde se dirija la mirada, sino una vez instalados en ella qué mirar o cómo mirar.

El "Museu d’Art de Girona", en colaboración con la "Casa de Cultura Bisbe Lorenzana" y el "Hospital Josep Trueta", clausuraba la pasada temporada con la exposición titulada Cegueses. Entre tantas muestras que quieren presentarnos como el arte refleja la nueva situación del sujeto contemporáneo, la ubicación del cuerpo o la relación de ambos con las nuevas tecnologías, aquí se retomaba una línea discursiva que continua planteando preguntas a la obra de arte. Un interrogante aparentemente simple, ¿cómo responde el arte al límite de lo que quizá le es más propio, la ausencia de visión?, pero que, al igual que toda buena pregunta, en su simplicidad se abre para provocar la reflexión sobre algunos aspectos fundamentales que afectan al estatus de la obra de arte y al sistema de las artes.

Puesto que de pensar la mirada se trata, el mejor lugar para ello es su límite: la ceguera. La ceguera como mal real: un límite físico ante el cual el arte se hace aún hoy casi impensable. Pero también la ceguera como metáfora: de un cierto estado de cosas en el que nos condenamos al igual que Tiresias a ver lo oculto, no lo externo; y de su reverso, la hipervisibilidad. Es la hipervisión, de demasiadas imágenes, de demasiados objetos y de demasiadas obras, la que nos puede atrofiar la mirada, sin saber a qué mirar, dónde mirar y cómo mirar. Es la ceguera que inhunda el arte contemporaneo y que Arthur Danto recordaba al citar a Plinio en la introducción de su último libro sobre el arte después del fin del arte: el famoso concurso entre Zeuxis y Parrasio, que ganó el segundo al pintar sobre el lienzo la tela que supuestamente lo cubría1. Ahí se ponía en evidencia la mirada, y la ceguera al no ser capaces de distinguir entre una obra y aquello que no lo es.

Dirigir la mirada que circula, repasa y decide donde pararse, enfrentada al peligro de la ceguera, del no ver, de caer en la hipervisión. Aquí es donde la exposición de Gerona asumía su reto de forma más definitiva: al enfrentar a su colección permanente, histórica y fundamentalmente de arte medieval, obras contemporáneas de creadores actuales; y de entre estos al no establecer líneas generacionales o de "madurez" –una pieza de Sophie Calle podía ocupar el mismo espacio que las magníficas sombras fotografiadas por Joana Cera–; al no hacer tampoco distinciones entre lenguajes artísticos –instalaciones al lado de pinturas o esculturas, y performances que no ocupan un lugar marginal ni en la programación ni en el catálogo. Martí Ansón al proyectar una diapositiva de los fondos del museo desvelaba aquello que permanece oculto, lo que nos es cegado. En su reverso lo visible se oculta entre la multitud, las obras buscan su supervivencia entre retablos góticos más allá de una excusa discursiva, arriesgándose a quedar hundidas en la ceguera o la hipervisón y solicitan esa mirada obligada a seleccionar qué mirar, a volverse aguda y escudriñar. Ignasi Aballí solicitaba esa agudeza, un detenimiento de la vista que pasea deprisa por las salas de un museo para sus Finestres (cuadrados de pintura blanca satinada sobre el blanco mate de la pared de la sala), Margarita Andreu escondía una de sus estructuras metálicas y de vidrio en una sala lateral o Juan Carlos Robles mostraba una pequeña fotografía entre vitrinas con objetos de orfebrería.

También es una forma de ceguera aquella que se niega a ver otras obras que no sean las de artistas contemporáneos o que reniega de lo que no sea "terriblemente moderno", verbigracia, tecnológico y sofisticado. Y, por tanto, una ceguera que renuncia a establecer paralelismos, a cotejar, a reflexionar frente al pasado sobre cúal es el posible lugar de existencia para el arte hoy en día. Una ceguera que es la del Rey Lear frente a un falso abismo, que conduce a ver grandes obras allí donde no hay nada o a observar sucesos allí donde nada ocurre; o podría ser una mirada miope, en la que la realidad queda distorsionada o plana y que en pintura puede ser el detonante para la formulación de abstracciones como las de José Gallego.

Esa miopía que ve una realidad uniforme es la del discurso multiculturalista aplicado sin control ni criterio. Así puede llegarse a confundir centro con periferia, asimilando que lugares periféricos como Barcelona pueden ser centros de gran actividad. Una mirada incauta o poco reflexiva podría encontrar sintomático de este nuevo estado el hecho de que algunos artistas internacionales se hayan instalado en la ciudad. Sin embargo, aun a riesgo de exagerar, la situación es posiblemente más cercana a la de Tánger en los años cincuenta. Lugar de encuentro para la generación "beat", ciudad de correrías para Francis Bacon, pero con la seguridad de que el centro desde el que hacer sentir la voz es la metrópoli. Tánger es el lugar para escribir o irse de juerga, no el de exponer o publicar. Salvadas las distancias y más allá de los rincones en los que el discurso multiculturalista y de la aldea global sirven para tranquilizar las conciencias, tal vez sean los lugares en los que la condición periférica es asumida con normalidad los que estén llamados a ofrecernos mejores aportaciones. Éste sería el caso de la exposición de Gerona y de otras mucho más interesantes que las, salvo contadas excepciones, pobres ofertas de la ciudad olímpica.

Así los discursos multiculturalistas y que postulan la anulación de la dicotomía centro-periferia pueden implicar diferentes males asociados a la ceguera: la de la miopía que distorsiona la realidad, deduciendo un falso estado de planicie e incapaz de ver la larga distancia; la de la hipervisibilidad, es decir, tantas cosas a ver, tantos lugares en los que aparentemente suceden cosas que el criterio se disipa; y finalmente, el deslumbramiento de un discurso capaz de sosegar complejos de inferioridad.

De los citados, sin duda el problema más acuciante es el de la reacción ante el exceso de información que impide el necesario detenimiento de la mirada frente a las obras. Encerrados en una habitación oscura, rodeados de rumores y conversaciones entrecortadas: la instalación que presentó Óscar Abril Ascaso nos conviene como metáfora de la desaparición de la obra ahogada por el ruido. Pero es que tal vez la ceguera ha pasado a ser la condición fundamental e inevitable del arte contemporáneo. Acaso no sería un ojo lo que encierra la bobina de hilo de cobre en A bruit secret de Marcel Duchamp. Su obra, principio de la modernidad, quedaba definida en la pintura sobre vidrio, es decir, en la trasparencia, en lo que ocurre detrás de la obra o dentro de ella. Pero, saltando antes de caer en el abismo, Duchamp ponía énfasis en la mirada: "Ce sont les regardeurs qui font les tableaux"2. Una mirada que se ha aproximado tanto a la obra que ha quedado atrapada en su interior, llegando a ser la máscara en la que hundir la cara (Domenec, El rostre alié).

La visibilidad de la obra se pierde por su fondo, por su significado. En el dominio de la alegoría la obra es un mero intermediario, desplazada por el sentido es el lugar donde interpelar: ¿qué quiere significar?, ¿qué está intentando contar el artista?. Esa es la ceguera contemporánea marcada por el destino de Tiresias. Los elementos de la obra han pasado a ser significantes a la búsqueda de significados. La cuestión del sentido, aquello que la obra se deje significar ocupa el primer plano y la tarea fundamental es desvelarlo, descubrir los significados ocultos de la obra.

Entonces, la crítica se confunde con la interpretación, consistiendo ésta en un juego que intenta reconstruir los laberintos y vericuetos que la obra despliega. Un despliegue consciente que quiere poner a prueba al espectador paciente y esforzado que se deja conducir (Mis labores, performance de Ramón Guimarâes, consistía precisamente en coser a los asistentes con un hilo de cáñamo casi invisible y arrastrarlos fuera de la sala). Sin embargo, en aquellas obras que son conscientes de su condición alegórica –convendría más decir jeroglífica– el sentido como apertura a la significación desaparece. La obra se cierra y de manera más o menos compleja deviene un signo que denota abiertamente toda su significación. La oscuridad hermética de la obra, allí donde hundíamos la mirada, renuncia a esa ceguera que era propia del arte contemporáneo. Desde que el sentido de la obra se hace obvio y se convierte en signo pasa a la superficie, deja de ser una sombra difusa como la que provocaban las tiras de vidrio de Nuria Alberch, para ser estigma. El autor se hace con sus trucos, con operadores solapados al sentido y perfectamente visibles. La unidad del autor, rota que creíamos poder recomponer a partir de la intuición de una idea que hilvanaba las obras, puede hacerse directamente desde el exterior, desde sus trucos. Los estigmas, de los que Foucault hablaba en La muerte del autor3, reaparecen, ya no bajo la forma de pincelada pero sí como sentido y significados directamente enunciados.

Obviamente es un caso de sobras conocido y que responde a la idea de buscar un tema. Así se trata de buscar un tema que permita a una obra hacerse reconocible entre ese escenario de sobreabundancia, de hipervisibilidad. Pero que al renunciar a plantear problemas específicos sobre la obra de arte, al renunciar también a la carga de indeterminación que posee el trabajo en arte, renuncia en conjunto a asumir la complejidad propia del devenir artístico en este siglo. Tal vez la ironía como toma de conciencia y autocrítica desesperada sea la única una salvación.

En definitiva, bien pudiera ser que esa ceguera que Marcel Duchamp inaugurara, abriendo la significación de la obra, dejándola indeterminada y delegando toda la labor de construcción del sentido al espectador, haya llegado a ser por culpa de otras cegueras, pereza mental.


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