DAVID G. TORRES

Antonio Ortega. El arte domesticado

en Lápiz, 138-140, Madrid, enero-febrero 1998

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"Ser un artista en nuestro mundo del arte significa tomar posición en relación al pasado e, inevitablemente, en relación a los contemporáneos cuya visión del pasado es distinta. La obra de todo artista es consecuentemente una crítica tácita de lo que la precede y de lo que la sigue". A pesar de desconfiar de las definiciones, repetidamente pienso en ésta de Arthur Danto y en otras declaraciones parecidas, por ejemplo, de Catherine Millet, como lugares de los que es posible extraer un criterio aplicable a las obras. Criterio o definición que evidentemente lleva a ese "fin del arte" que anuncia Danto, convertido en filosofía del arte, más aún, en ontología de sí mismo. Por eso, acto seguido también pienso en cuando Rosa Olivares habla del arte como una determinada forma de expresión en la que el hombre manifiesta su relación con el mundo. No es fácil encontrar artistas que, por un lado, resuelvan una profunda reflexión sobre la obra de arte que la lleve a nuevos extremos y, por otro, nos aporten producciones con una fuerte carga simbólica, llenos de humanidad. Así sucede en los trabajos de Antonio Ortega, dándose además ambas circunstancias de manera solapada, en una intensa coherencia esquiva a la disección.

Un atisbo de sonrisa cándida, una leve ingenuidad, cierta simplicidad que descoloca y deja perplejo asoma en primera instancia ante las obras de Antonio Ortega. Pero no hay que dejarse engañar, los actos más sencillos, las obras desnudas de artificios y menos entregadas a aparentes jeroglíficos intelectuales cuya solución es obvia, parten siempre de operaciones complejas. Es esta una verdadera condición hermenéutica: la simplicidad fruto de la complejidad; lo excepcional un milímetro más acá de lo fútil. Cómo sino reaccionar ante el video de un conejo que queda paralizado de miedo cada vez que suena un golpe en el suelo (Registro de comportamiento), ante otro en el que aparece un tostador eléctrico en plano fijo hasta que salta la tostada que esperábamos (Registro de alerta) o frente a la fotografía de una pobre planta cuya única fuente de luz ha sido el flasazo de la foto (En interior). Plantas enfermas y torturadas, conejos asustados, pollos confundidos que siguen a un hombre que no se deja seguir: son sólo una faceta del trabajo de Antonio Ortega, una especie de Mengele casero del mundo animal y vegetal. En ese ámbito casero, en concreto, en lo doméstico es donde se descubre la estrategia fundamental de sus obras.

Quizá uno de los movimientos fundacionales del arte contemporáneo ha sido el desplazamiento: de los objetos comunes que pueblan el mundo a las salas de exposiciones y museos, lo vulgar "elevado" a la categoría del arte. Antonio Ortega provoca un nuevo desplazamiento, esta vez en sentido inverso, al "bajar" la categoría arte al nivel de lo cotidiano. Un impás marca la distancia entre las enormes expansiones de Cesar y un bote de espuma de afeitar que en cualquier momento puede devenir una escultura espontánea (Escultura concentrada). En esta pieza algo ha variado respecto a su referente: no su forma y no sólo su tamaño, sí su lugar de gestación. Ya no estamos en el ámbito del gran discurso artístico, el museo o ni siquiera el taller, sino en el doméstico. El corte que separa el mundo del arte, allí donde el artista en su "trance" creativo olvida que aún tiene los platos por fregar, y el mundo de la cotidianidad se ha eliminado. No ha sido preciso acabar en el hospital para solucionar el viejo anhelo vanguardista de la unión arte-vida, todo es mucho más sencillo, basta con bajar el arte al nivel de la vida y no al revés, traerlo hasta lo doméstico. Un gesto extraordinariamente simple pero en el que quedan solapadas aquellas dos ideas que citaba al inicio como definiciones, criterios u operadores del arte contemporáneo.

Plantas que han crecido en la terraza de casa, botes de espuma de afeitar o tostadoras que nos mantienen alerta son cosas verdaderamente fútiles que, apresadas un segundo antes de que se nos escapen, adquieren un valor excepcional. Sutilmente y casi imperceptiblemente Antonio Ortega revela inflexiones en la llanura de lo cotidiano. Inflexiones inducidas por un trabajo diario y experimentador en el que el arte se ha interiorizado como actividad cotidiana, indiferenciada de los actos domésticos. Sus obras son simplemente los rastros y registros, en ocasiones pormenorizados, datados y con pequeñas anotaciones, de la excepcionalidad provocada en lo diario.

Por ello, para Antonio Ortega trabajar desde un ámbito doméstico no implica retratarlo, sino desarrollar proyectos en su interior, desde la no diferenciación entre arte y cotidianidad. Así su obra supone antes que nada una determinada actitud ante el arte. Es la actitud de un rey Midas en la que todo lo que le envuelve puede ser el detonante de una obra, de tal forma que en su casa, en su estudio y en su cabeza hay multitud de proyectos esperando una formalización definitiva. Es esa actitud, de trabajo cotidiano, la cantidad de "registros" y "rastros", de objetos, de obras en gestación y de exposiciones en potencia, lo que más me interesa de Antonio Ortega, porque entiendo que esa es la medida del éxito.

La crítica de arte ocupa una parcela concreta dentro del conjunto de actividades artísticas, definida conceptualmente por la transitoriedad de sus enunciados. Esto es lo que la diferencia, por ejemplo, de la historia del arte con su seguridad en la perspectiva histórica, y es aquí donde determina su condición de riesgo y de apuesta. Si la crítica de arte, en su provisionalidad, se arriesga en proposiciones que el tiempo validará o no y si Antonio Ortega manifiesta su calidad, no sólo en la obra ya hecha, sino también en su potencial de trabajo; apostar por él es expresar un futurible sobre un futurible. Claro que hay elementos seguros que eliminan la indeterminación de ese futurible dependiendo de la idea que se tenga del éxito en arte. Si se entiende como éxito mediático la apuesta es casi una lotería. Ahora bien, sin despreciar el primero, el que me interesa es otro tipo de éxito: el que supone una actitud de implicación vital ante la obra, que conlleva confiar en la persona, que no depende de los medios sino del trabajo prolongado y que al final (quiero creer) siempre obtiene recompensa.

Evidentemente, sólo la confianza en un trabajo continuado no forma una actitud ante el arte y no justifica la apuesta. Hay otro peso que equilibra la balanza y es que ese trabajo esforzado acabe configurando una actitud investigadora, de reto constante. Ahí es donde el crítico y, fundamentalmente, el espectador encuentra un abismo al que lanzarse, un filón en el que Antonio Ortega plantea y se plantea preguntas.

Experimentos al borde de lo absurdo con malas hierbas plantadas en tierra recogida y guardada del macba cuando estaba en construcción; una planta que, atenazada por un largo tubo se obliga a crecer más allá de sus límites en busca de la luz, al quitárselo cae fulminada por su peso y muere, quizá muestra cómo aquello que nos hace sufrir puede ser indispensable para vivir; comportamientos conductistas los de las plantas iguales a los humanos indecisos sobre si es mejor quedarse con una quiniela firmada como obra por el artista o, por el contrario, sellarla por si toca; también son una versión conductista de los "cadáveres exquisitos" los dibujos realizados a partir del juego "pictionary". El arte ha descendido hasta lo doméstico y cotidiano, y su rastro recupera todo el valor fetichista de la obra de arte. En su registro aquello que hasta ahora pasaba desapercibido deviene irremisiblemente excepcional, adquiere una condición semejante al souvenir, a la memoria de lo pasado, cobra el peso aurático del "have been there". Como en Vermeer, lo doméstico puede ser una limitación material pero que se abre hacia metáforas de sentido universalista. Sólo que aquí ya no hay pintura.

Desde lo doméstico la obra reactiva su función simbólica y, a la vez, asumida la pluridisciplinariedad del arte contemporáneo (videos, fotografías, dibujos, performances, objetos, instalaciones o, también, pintura) se abisma en un estado liminar. Un trabajo y una actitud hecha de revelaciones caseras, de investigaciones y pequeños experimentos; indiferenciados de lo cotidiano hasta un estado de perplejidad en el que, siguendo su juego, sería lícito que nos preguntásemos dónde está la obra. Curiosa estrategia la de Antonio Ortega: al mismo tiempo que recupera la función simbólica del arte –una de sus características fundamentales y que poco a poco parecía desvanecerse–, diluye la entidad de la obra... quizá para fortalecerla. Su trabajo se sitúa en el límite de la definición del arte no porque la ponga en peligro o porque quiera romperla, sino porque en su levedad, futilidad e indefinición no sabemos situarlo en otro lugar que no sea el artístico.

Al final, como en Sophie Calle, la cualidad más sobresaliente de las obras de Antonio Ortega surge de su existencia en un filo. Un filo en el que se cruzan formulaciones posiblemente literarias, en ocasiones pseudocientíficas, anecdóticas o cotidianas, pero que forman un pensamiento que sólo se puede desarrollar en arte.


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