DAVID G. TORRES

Isidre Manils

en Lápiz, 142, Madrid, abril 1998

Versión para imprimir de este documento Enviar la referencia de este documento por email title=

Galería Berini (Barcelona)

En alguna otra ocasión he señalado en estas mismas páginas la imperiosa necesidad que tenemos de mantenernos siempre alerta. Me refiero a no buscar que las obras respondan a nuestras preguntas, sino ver si son ellas las que nos interrogan; no intentar descubrir si se adecuan a lo que ya pensamos y mucho menos a una moda, sino cómo lo cuestionan. En definitiva, se trata de asumir lo heterogéneo del panorama artístico, hacer militancia de la inexistencia de vanguardias, dirigismos ni reglas a las que asirse con seguridad, y considerar que los criterios para valorar una obra no dependen de directrices formales, aunque estas sean las de lo "moderno". Recientemente Valeriano Bozal consideraba que en la historia del arte contemporáneo se podían trazar dos líneas: por una parte aquellas obras que como Chillida o Susana Solano han ampliado nuestra experiencia; y, por otra, aquellas que como el urinario de Duchamp se exponen para negar el mismo hecho de ser expuestas. De entre ambas, una concepción del arte conservadora como la de Jean Clair optaba por la primera desestimando la segunda. Cometeríamos el mismo error si en alas de la modernidad llevásemos a cabo la estrategia contraria. Porque en arte los interrogantes se pueden colocar de maneras distintas y a veces olvidamos que aspectos como la mirada y el tiempo de la mirada también pueden jugar un papel importante.

Los cuadros de Isidre Manils requieren esa mirada atenta y detenida, de ellos puede hablarse en términos de experiencia, experiencia que se da en el cuadro, que se trasmite y que se amplia. Son grandes pinturas con un antecedente claro en la pantalla cinematográfica. Sin embargo, no activan referencias explícitas a ningún filme en concreto, más bien exploran imágenes arquetípicas que entroncan con el cine por su poder de fascinación y seducción. Paisajes desolados, avenidas periféricas en la noche a las que, tal y como reza en el mismo cuadro, "es muy difícil que llegue nadie", incendios nocturnos o cientos de fotos carnet en las que todas las caras están desdibujadas, borrosas: en estas imágenes hay una historia no narrada, sólo intuida, generada desde el interior y el sueño. En este sentido, se puede trazar un lazo de conexión con el surrealismo en su vertiente onírica y en su voluntad por reencontrar la belleza, obviamente, ahora contemporánea. Una belleza que ya no puede ser dulce y sensual, sino turbadora. Definida por su poder de cautivación y situada en una línea de indefinición, de oscilación: oscura sin ser macabra, brutal y sutil, siniestra y luminosa.

Formalmente, y quizá sería mejor decir visualmente, las obras de Isidre Manils son inquietantes. Pero también siembran otro tipo de inquietudes, no sé si conceptualmente, en todo caso, en el orden del discurso del arte contemporáneo: la propia condición de la obra hace que necesariamente se sitúe a la contra de lo que vienen siendo las estrategias predominantes.

Los cuadros de Isidre Manils son pinturas figurativas e ilusionistas hasta tal extremo que es preciso mirarlas con detenimiento para comprobar que no se trata de fotografías o telas emulsionadas. Lo que ya es más sorprendente es que ni tan sólo ha recurrido a la proyección de imágenes sobre la tela o a la reproducción de imágenes preexistentes. Así se aleja de otras opciones que a fin de encontrar una justificación para la pintura les ha sido preciso recurrir a la fotografía. Es decir, el cuadro busca sus propios ligámenes sin necesitar apoyarse en dispositivos ajenos, él es el detonante de asociaciones, de imágenes y de experiencias. Al mismo tiempo, es el receptor de una serie de fenómenos no unidireccionales. De hecho la pintura final surge de esa suma de imágenes arquetípicas, casi como en una escritura automática depurada y mantenida bajo control. Al eliminar esa necesidad de justificación conceptual de la pintura buscando sus razones por sí misma como imagen, el cuadro deja de ser una superficie fría e impenetrable para colocar en primer término al sujeto.

Sin embargo, esa especie de proceso automático de generación de la imagen se mantiene en tensión puesto que el acabado de la pintura es plano, sumamente trabajado. Por lo tanto, hay una cuestión de oficio, de técnica, de control sobre la pintura y, sobretodo, de tiempo. Son pinturas en las que Isidre Manils se tira una media de cuatro meses. Frente a la inmediatez mediática que ha contagiado al arte, lleno de sucesiones rápidas de imágenes, de producción incesante, Isidre Manils demuestra que puede haber otros tempos: tempos lentos de trabajo, tempos lentos de miradas, tempo lento de la imagen que no tiene porque consistir únicamente en negarse o en reproducir la velocidad publicitaria, también puede ser de calado profundo.

Para volver al inicio, asumir lo heterogéneo implica que debemos ser capaces de valorar asímismo cuestiones que inconscientemente parecen desdeñadas: aspectos como el poder de fascinación de la imagen; la técnica y el oficio; o diversos modos de entender el tiempo en arte.


Creative Commons License

Espacio privado | SPIP