DAVID G. TORRES

Ética contra política

en Lápiz, 151,Madrid, marzo 1999

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Cinco artistas franceses y cinco artistas israelitas exponen juntos en el Centre Régional d’Art Contemporain (C.R.A.C) Languedoc-Roussillon de Sète. Como una de esas traiciones del lenguaje que nos delatan, estamos tentados a decir que cinco artistas franceses exponen "enfrentados" a cinco israelitas. Cabría entonces preguntarse en qué sentido están enfrentados o porqué queremos enfrentarlos. Tal vez porque a pesar de tanta aldea global y tanto muticulturalismo aún pensamos en términos territoriales, cuando no coloniales y de exotismo. Posiblemente no estaríamos tan tentados a hablar de enfrentamiento si se tratase de artistas españoles y portugueses, franceses e italianos o alemanes e ingleses. Las dos orillas a las que alude el título de la exposición –"Double Rivage"– pueden marcar una distancia de fronteras, nosotros aquí y lo exótico en el otro lado. Pero siguendo con su metáfora, "Double Rivage" precisamente anula esa distancia y subraya lo que hay de común entre ambas... en fin que el Mediterráneo sigue funcionando como metáfora de unidad cultural.

Pero me gustaría regresar al origen de ese falso enfrentamiento con el que de antemano esperamos encontranos. Evidentemente tiene que ver con el exotismo que aún puede representar Israel, pero sobretodo tiene que ver con razones políticas. Las razones que enfrentan al estado de Israel con Palestina. Esperamos ver cuan políticamente correctos son los artistas israelitas, cómo reflexionan sobre el problema del territorio tan importante en Israel y cómo se piensan frente a sus compañeros/amigos/enemigos los palestinos. Tambien en España hay gente que espera de los artistas vascos una reflexión sobre el problema vasco o que, por lo menos, sigan la tradición escultórica vasca. Fue Valle-Inclán quien dijo que todos sus escritos abiertamente políticos contra la dictadura de Primo de Rivera no tenían nada que ver con su obra literaria. Pobres artistas obligados a dar respuestas políticas explícitas, condenados a no pertenecer a la aldea global, al discurso del arte internacional o, más simple y menos censurable, a hacer su obra como les dé la real gana, pensando en su coherencia, en lo que quieren decir y no en lo que queremos que digan. Porque para los artistas israelitas el poder político está tan lejos como para nosotros. Para ellos no hay duda que Netanyahu es un facha, no saben de enfrentamientos religiosos porque lo son tanto como nuestros artistas de cultura indudablemente católica y aquello en lo que se concentran es en el propio trabajo. Un trabajo que tampoco se les pone demasiado fácil, afrontando problemas económicos y de infraestructura parecidos a los españoles. Israel puede ser un país rico pero no para los artistas.

De lo que se trata entonces es de ver obras de artistas interesantes, obras que no sean las de siempre, las de los artistas que siempre vemos, nacionales y anglosajones. En este sentido deberíamos aprender mucho en nuestro país de las iniciativas del C.R.A.C. de Sète, empeñados en mostrar la diversidad de obras y de trabajos diferentes que se pueden encontrar en todas partes.

Cuesta librarse de nuestros esquemas mentales prefijados y así, de entrada, el recorrido de la exposición se inicia con una obra que interpretamos demasiado rápido. Ohad Meromi (1967, Tel Aviv) presenta una estructura espacial hecha de paneles trasparentes y persianas; un espacio por el que el espectador puede transitar, ver a su través desde dentro y desde fuera; una propuesta de arquitectura efímera. Demasiado rápido pensamos en cuestiones de territorialidad, de cómo se define el territorio, que quiere ser trasparente pero se cierra, en un lugar ocupado por una construcción prefabricada. Y demasiado rápido limitamos el sentido y la profundidad del trabajo de Ohad Meromi. Puesto que esa especie de arquitectura efímera que propone no parece tener una función clara, podría ser desde un stand, hasta una parada de autobús o incluso parte de una casa prefabricada. Ohad Meromi ha llevado a cabo un estudio sobre el lenguaje ambiental arquitectónico ordinario y sobre nuestra experiencia con él: sobre nuestra experiencia con los lugares que carecen de ella. En realidad, su trabajo no sabe de limitaciones geográficas, sino que reflexiona sobre las nuevas formas paradigmáticas de la modernidad, sobre nuestra relación con ellas y sobre los difusos límites entre el espacio privado y el público. Cerrando la instalación, un monitor ofrece una imagen en directo de la estructura vista desde arriba, donde ese espacio indefinido aparece como una maqueta, traspasando la tridimensionalidad a la bidimensionalidad, el espectador toma conciencia de su posición y su relación con respecto a ese espacio público y privado, íntimo y vigilado.

Ohad Meromi muestra una pieza que ofrece la posibilidad de reflexionar sobre nuestra relación con el entorno. Preocupación que de una u otra forma aparece constantemente en los trabajos expuestos en "Double Rivage": mientras Ohad Meromi podríamos decir que trabaja desde el exterior, otros artistas como Paul Pouvreau (París, 1956), Florence Paradis (París, 1964) o Tiranit Barzilay (Tel Aviv, 1967) lo hacen desde el interior, preocupados por nuestra relación con el entorno inmediato y lo doméstico.

La fotografía de una especie de chabola hecha de cartones en un interior; un díptico, en la primera imagen una banqueta en el centro de una estancia, en la segunda imagen, la misma banqueta un poco desplazada deja ver el sumidero que tapaba su sombra; un pañuelo azul volando sobre el cielo azul de la ciudad; bolsas de basura apiladas en torno a un poste... La obra de Paul Pouvreau –el único artista de la exposición que se escapa de la franja generacional de los treinta años– podría ser calificada de minimalista en la medida en que sus imágenes hacen gala de neutralidad de sentido, un vacío de significado y una puesta en escena mínima. Sin embargo, gran parte del valor de su trabajo se encuentra en haber subvertido la frialdad minimalista llevando sus estrategias hasta lo cotidiano. Allí la fotografía es un útil que rescata imágenes de la planicie de lo cotidiano, que actúa como una especie de fabricante o retratadora de ready-mades. Momentos señalados con la cámara, al pasearse por el mundo y la vida con una mirada aguda. Las fotografías de Paul Pouvreau están emparentadas con las de Gabriel Orozco, ambos artistas plantean una cuestión que parece velada en los discursos de arte contemporáneo: el de la belleza. Una belleza evidentemente distinta a la de la publicidad o los cánones clásicos, una belleza que forma parte de la cotidianidad y de lo banal, entresacada de la realidad con una mirada aguda, escudriñadora de lo real y que, ahora sí en términos clásicos, pertenece de lleno a la mirada del arte.

En apariencia la estrategia de las fotografías de Florence Paradis no es muy distinta de las de Paul Pouvreau: la misma voluntad de rescate de momentos en la cotidianidad (una chica en una calle americana, alguien comiendo spaghettis, un pollo preparado para ir al horno, gente en un balcón...). Sin embargo, las fotografías de Florence Paradis no son instantáneas recogidas en la realidad. Al contrario, provoca un juego entre naturalidad y artificialidad porque, aunque se trata de situaciones reales y cotidianas, están rehechas, es decir, son una puesta en escena. Sus imágenes son una especie de trampa en la que la situación más normal está tratada de la forma más irreal. El problema es que no todas las imágenes consiguen la misma fuerza y la mayoría de ellas no sobrepasan ese juego de equívocos que plantea o el mero retrato anecdótico. Quizá la mejor de todas es una fotografía en la que en una especie de cena íntima un comensal se agacha a recoger algo del suelo, mientras el otro sirve vino en una copa. Instante de detención en el que una gota de vino cuelga indecisa de la botella. Florence Paradis crea una situación real de forma irreal, una especie de corte en el tiempo inverosímil, pero en el que nada está dicho, insinuando una tensión velada que posibilita un puente en el que la narración puede dispararse.

Tiranit Barzilay también trabaja con fotografías hechas después de una precisa puesta en escena. Aunque aquí no se trata de crear una tensión entre lo real y lo irreal de la imagen, sino que esa tensión de la imagen se provoca de manera abstracta y no explícita. En su serie siempre fotografía personas jóvenes en ropa interior dentro de espacios cerrados. La habitación es una especie de teatro sin relación con el exterior en el que las personas no hacen nada, están en una acción suspendida: por ejemplo, esperando en una cola que permitirá el acceso o la salida a no sabemos donde o apiñados en una alfombra evitando el contacto con el suelo. En medio de esas acciones inútiles y aparentemente sin finalidad se intuyen contactos sexuales –haciendo cola, uno de los jóvenes está empotrado al trasero de la chica que le precede– o simplemente comportamientos inauditos –a una chica se le han caído las bragas al suelo, literalmente. Pero sucede con una total ausencia de dramatismo, sin comunicación. El trabajo de Tiranit Barzilay se concentra en un ámbito doméstico en el que más que tensión en esos actos vulgares y normales hay algo que constantemente incomoda. Con absoluta frialdad y economía de medios retrata la crueldad no explícita de la cotidianidad, de las relaciones personales e íntimas y de la vida que pasa encerrados en una habitación (tal vez hospitalaria) compartida en la que no sabemos muy bien qué hacemos.

Las situaciones mínimas y cotidianas adquieren un valor universal. Es lo mismo que pretende ejemplificar Laurent Chambert (París, 1967) en su instalación: la proyección sobre un enorme círculo en el suelo de una serie de diapositivas que van gradualmente desde vistas planetarias hasta microestructuras celulares o moleculares y viceversa. Sin embargo el problema de su trabajo es que todo lo que hay de tensión, discurso implícito y latencia en la obra de Tiranit Barzilay, aquí se convierte en evidencia. De alguna forma, Laurent Chambert cierra su obra al decirnos lo que ya sabemos, que existe una relación entre lo macroscópico y lo microscópico.

La frialdad o, simplemente, la neutralidad que pone en escena Tiranit Barzilay también implica una reflexión sobre la ausencia de comunicación, sobre la soledad en el medio social. Esta reflexión está en el centro del trabajo de Valérie Mréjen (París, 1969), en una de las mejores piezas de la exposición. La proyección de tres videos en los que tres chicas explican tres historias cortas, de apenas unos minutos, en un primer plano frontal, mirando directamente a cámara. La primera de ellas cuenta su estancia en una ciudad de un país extranjero, de idioma distinto y de costumbres distintas. Narra como allí entiende todo al revés, cómo confunde los signos y elementos más básicos de la comunicación en una ciudad. En el segundo vídeo, una joven relata de forma pormenorizada una relación sexual, con total frialdad y sin emoción llega a explicar los segundos que la lengua de su amante permaneció en el lado derecho de su boca y los que, por otra parte, le tocaron al izquierdo. Finalmente, en el tercer video aparece una chica tremendamente simpática, que intenta contarnos con emoción todo lo que le gusta de su vida actual, de su vecindario, de sus amigos y las gentes con las que se relaciona; el problema es que su vocabulario es tan limitado que no es capaz de decir más que tal o cual cosa es muy "sympa". Comunicación cero: traspasando todos los ámbitos desde el más privado y sexual, pasando por los entornos inmediatos de nuestras vidas, hasta los extraños y lejanos. Nadie escucha a estas chicas, nadie se relaciona con ellas, ni siquiera con aquella que es más comunicativa que pone todo el énfasis pero no es capaz de decir nada. Uno de los puntos más brillantes de la pieza de Valérie Mréjen aparece cuando al final nos preguntamos a quién hablaban estas jóvenes, con esa mirada directa a la cámara, ¿al espectador?. En realidad, no se dirigen a nadie, a una habitación vacía en la que ni las paredes oyen. El otro punto brillante de este trabajo es el tiempo. Tratándose de una obra en video, es de una economía temporal encomiable, en escasos cinco minutos todo está explicado.

Evidentemente, la obra de Valérie Mréjen es muy irónica y tiene mucho de humor negro, de aquel que tras la carcajada nos revela que también estamos ahí retratados y que en el fondo tiene poca gracia verse así. Un humor muy distinto del de Guy Ben-Ner (Tel-Aviv, 1969). En su caso se trata de un humor liberador, iconoclasta y que tiene mucho de mofa sobre sí mismo. Igualmente presenta un video muy corto: una bragueta en primer plano, unas manos la desabrochan y sacan el pene, sobre el glande dos pequeños ojos, empieza a sonar una música disco pegadiza de los setenta y con ayuda de los dedos los labios del glande empiezan a cantar; título de la pieza, "karaoke". Como una caricatura, en un momento Guy Ben-Ner desmonta los esquemas de la masculinidad. Por su parte, Matthieu Manche (Grenoble, 1969) utilizando la ironía quiere desmontar y poner en evidencia los nuevos esquemas de la belleza, la esclavitud del "Fashion victim". Realiza ropas de látex para cuerpos deformados, pero con deformidades provocadas, hechas de silicona. De alguna forma Matthieu Manche intenta invertir las nuevas estrategias para conseguir la belleza: silicona para afear y látex para preservar la deformidad. El problema es que probablemente el discurso de Matthieu Manche está visto demasiadas veces, incluso puede ser que ya no sea pertinente o que pierda su eficacia en la medida en que esa "estética de lo feo" es una forma adelantada de ser un "fashion victim". Y entonces queriendo subvertir las formas de lo "fashion" cae en sus mismas redes.

En esa fijación por la falta de comunicación y la soledad que señalaba, las fotografías de Hanna Shar (tel-Aviv, 1966) son un ejercicio hondo. Su trabajo es documental: fotografías nocturnas hechas con una pequeña cámara en los alrededores de Tel-Aviv, allí donde se produce el comercio sexual de prostitutas y travestis. Sin embargo, la obra de Hanna Shar trasciende el mero documento, porque no se regodean en el retrato de la crudeza de una situación ya de por sí dura. Al contrario alterna retratos directos de algunas de las personas que allí sobreviven con otras imágenes que apenas hablan. Un hombre sentado solo a oscuras en un banco o una carretera iluminada por una única farola que no lleva a ninguna parte: no cuentan nada y dejan que seamos nosotros los que recompongamos la situación, que descubramos una realidad que no nos es mostrada, que no es explícita ni pretende herirnos de entrada, sino que está implícita en esa imagen y cuya herida va encontrando paso poco a poco.

Intencionadamente he dejado para el final a Hila Lulu Lin (Israel, 1964): una obra intensa, sorprendente y honesta. Hila Lulu Lin ha expuesto dos trabajos en apariencia muy distantes: la serie de fotografías "Pure & wild" y una instalación/environement. "Pure & wild" está formada por más de una docena de fotos, todas ellas autorretratos. Sobre un fondo intensamente blanco aparece el busto de Hila Lulu Lin, una mujer con un físico imponente: la cabeza afeitada y enormes rasgos. En casi todas las imágenes aparece mirando directamente a cámara y, aunque indiscutiblemente siempre se trata de ella, en cada ocasión vemos una Hila diferente: con una yema de huevo en la boca, con dos agujas en las cuencas de los ojos, una tira de perlas en la boca, con peluca y una sonrisa contagiosa, bañada en un líquido viscoso... Al principio la vista general de las fotografías provoca cierta repulsión, la de pensar que se trata de un nuevo trabajo de crueldad sobre el propio cuerpo. Pero no existe tal crueldad más que en la imagen. En realidad el ejercicio de Hila Lulu Lin es extremadamente sencillo: mostrar las diferentes caras de la personalidad o las diferentes personalidades de una persona; un imaginario privado, sexual e íntimo; travestido y disfrazado. He ahí la honestidad de su trabajo, enseñarse directamente sabiendo que la única forma posible de hacerlo es a través de la máscara y mostrar un imaginario propiamente femenino. Tan sencillo como el título de la serie "Pure & wild", su obra está en el filo de lo obvio, lo evidente y lo ridículo, salvándose siempre por la fuerza y la intensidad con que se entrega. Vistas las fotos de Hila Lulu Lin aún es más sorprendente la instalación –probablemente excesiva, pero ya es mucho que algo tenga la capacidad de romper esquemas y epatar. Tras un pasillo de moqueta color salmón y perlas clavadas en la pared, se entra en una habitación dividida por una cortina de gasa, al fondo una pared llena de ojos y el suelo lleno de plumas. También hay otras pequeñas estancias con montañas de azucarillos y varios proyectores de video. Pero lo más extraño es esa habitación central, cálida y confortable y al mismo tiempo morbosa y perversa, sucia y limpia, en fin también "pure & wild".

Al final de tanto recorrido a través de la obra de cinco artistas franceses y cinco artistas israelitas me gustaría volver a pensar en las palabras del principio de este artículo. No en si realmente podemos enfrentar unos a otros, la misma narración salta de unas obras a otras sin ningún problema. Más bien en si es cierto que no existe compromiso político en sus trabajos. Porque al acabar hablando de Hilla Lulu Lin, tengo la sospecha de que a lo largo de todo este recorrido no he hecho otra cosa que hablar de política. Pero, ¿cómo?: porque ni los artistas israelitas parecen mostrar su condición hebrea (más allá de enseñar un pene circuncidado, eso sí, cantarín) ni hacen ninguna alusión al problema palestino; ni tampoco los franceses se esfuerzan por cuestionar la institución o que sé yo. Es más, en ese empeño por reflexionar sobre su cotidianidad o en vaciar su imaginario, podríamos llegar a la conclusión de que la generación que ronda la treintena es egoísta y cínica o bien que se siente derrotada de antemano.

Mi sospecha se dirige al hecho de que los términos políticos en los que acostumbramos a hablar ya no son válidos. Que el compromiso político ya no pasa por estar afiliado a algún P.C., que no implica la denuncia explícita de determinado sistema o circustancia, sino que extrañamente está en relación con esa especie de cinismo y de derrota anticipada a la que acabamos llegando. Es decir, que el compromiso está mucho más abajo, que tiene que ver con esa voluntad por mostarse desde dentro, con vaciar el imaginario íntimo, con la honestidad que nombraba en la obra de Hila Lulu Lin. Quizá todo es más sencillo y ni siquiera se trata de política, sino de ética. Entonces, el famoso "engagement" que tanto preocupa aún a los franceses ya no puede ser explícitamente político, sino que de nuevo la solución estética es una solución ética. Si, como decía al principio, son artistas que verdaderamente hacen lo que les da la gana y dicen lo que les apetece con su obra, ¿no es esa una forma radical de ser "engages"? Y el serlo o no serlo no tiene nada que ver con la calidad o coherencia de su obra, sino con los discursos políticos que aplicamos al arte. Al pensar en la tan manoseada "aldea global" de McLuhan nos hemos preocupado demasiado por lo global y olvidado la aldea. Siendo escépticos con lo global, esa toma de posición, de compromiso, de "engagement" es íntima, no pasa por la institución sino por el individuo y, antes que ninguno, por el propio.


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