DAVID G. TORRES

Ana Teresa Ortega

en Lápiz, 151,Madrid, marzo 1999

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Galería Alejandro Sales (Barcelona)

Ya no nos queda ninguna duda de que la actual sociedad globalizada y multimediática que nos mantiene informados 24 horas al día de los sucesos más lejanos, en realidad nos desinforma por saturación de los mensajes y nos provoca un estado de anestesia. Podemos comprobarlo en cualquier sobremesa, delante de la televisión confundimos los rostros de las víctimas repartidas por el mundo con los de un jugador de fútbol y un anuncio de champú: anestesiados y deshumanizados. Tan alejados de los problemas que padece un individuo en Kosovo como lo estábamos antes, o peor porque encima sabemos de él. La competencia con la imagen mediática y publicitaria se platea desde diferentes terrenos en arte contemporáneo. Al fin y al cabo la imagen había sido el campo de trabajo del arte y ahora parece que le ha sido usurpada, hasta tal punto que cuando la competencia se formula de manera explícita las obras acostumbran a salir perdiendo, cayendo en el mismo juego que pretenden denunciar.

Quizás por ello Ana Teresa Ortega no trabaja en un terreno de competencia frente a los medios, sino más bien del rescate de la imagen. En sus metracrilatos entresaca un rostro de la cadena informativa, uno de esos rostros que se borran por la sucesión de imágenes. La operación es tan sencilla como el tópico de “dar cara y ojos a la realidad”. En su trabajo se plantearía una competencia y una crítica explícita con la imagen mediática si esos rostros rescatados de refugiados anónimos se irguiesen para escupirnos y reclamar así una presencia que les es anulada y una atención que les negamos. Sin embargo, Ana Teresa Ortega es coherente en cuanto a la resolución formal de la obra al mostrarnos esas imágenes que desatendemos en su misma fragilidad: sobre un igualmente frágil y trasparente metacrilato y ampliadas de tal manera que se delata la trama televisiva quedando semiborradas. Los metacrilatos de Ana Teresa Ortega son lentos, simplemente aprietan la pausa para pararse a descansar, para mostrarnos lo que ya sabemos y para que veamos lo que ya vemos.

Además de esta serie de trabajos anteriores, Ana Teresa Ortega muestra en esta exposición una nueva pieza. Se trata de una instalación formada por diapositivas de estantes de biblioteca llenos de libros proyectadas sobre los muros de la galería, entre la proyección y la pared se interponen varios andamios; también sobre una mesa se apilan fotocopias de textos entresacados en libros escritos por literatos que en algún u otro momento fueron refugiados; y, finalmente, sobre una gran fotografía de unas nubes se proyecta un texto. Hay una inevitable y consciente referencia Borges: la biblioteca como contenedor de memoria, como metáfora de nuestra memoria. Una memoria frágil y en constante construcción, que por ello es preciso revisar y reactivar. Entre las obras anteriores y esta nueva pieza, Ana Teresa Ortega ha pasado de la reflexión sobre los mass-media a ligar su trabajo al tema de los refugiados de manera más genérica. Pero, sobretodo ahora sitúa el problema de la imagen mediática no tanto en la anestesia que provoca sino en un borrado de la memoria, en la amnesia. En definitiva lo que hacía con aquellas imágenes rescatadas de la televisión era devolverles la memoria que la velocidad informativa les negaba. De esta forma, provoca una especie de recorrido de ida y vuelta, del pasado al presente y viceversa; un juego de espejos entre los refugiados de ayer y los de hoy, entre la memoria refugiada y la imagen escondida, tapada, ocultada.

En este intento de construcción o reconstrucción de la memoria que Ana Teresa Ortega parece haberse autoimpuesto, no es casual que aparezcan refugiados por todas partes. En los tiempos que corren el arte también puede ser considerado una especie de refugio frente los discursos dominantes o, quizás, un lugar para refugiados. Esos rostros y esas palabras rescatadas podrían ser no sólo los nuestros sino los del mismo arte como empresa que queda a recaudo. El problema es saber si el arte está realmente a recaudo. O tal vez ya es demasiado tarde y nos hemos vuelto demasiado cínicos. Cínicos para descreer en una posibilidad de mundo en la que nos gustaría poder creer, para volver a pensar en cambiar el mundo o en la capacidad del arte para cambiarlo más allá de un instante furtivo, de una mirada perdida apresada, de un contacto íntimo o personal. Y si ese no es el objeto, si sólo queremos mostrar lo que sucede a nuestro alrededor, tal vez la única posibilidad está en manifestar abiertamente que nos hemos convertido en cínicos para al menos ser honestos en eso.


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