DAVID G. TORRES

Ray Smith

en Lápiz, 152, Madrid, abril 1999

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Galería Joan Prats (Barcelona)

Me parece que en los últimos tiempos el verdadero problema al que se enfrenta la pintura está en los discursos que la rodean. Demasiados “todavía” o “aún” que se deslizan en el lenguaje de aquellos que hablan (y hablamos) de pintura. Claro que a través de esa especie de falta de tacto se plantea otro problema que va más allá de las formas (del lenguaje). Esto es insinuar que hay una distancia, una línea de demarcación, que separa la pintura de “todo lo demás”. En primer lugar, esa distancia se formula inevitablemente desde el momento que se plantea una defensa o un ataque a la pintura en general y, en segundo lugar, al presuponer que el hecho de hacer cuadros implica un esfuerzo añadido (un esfuerzo histórico). E insisto que me parece que se trata más de un problema de los discursos que de las obras y de los artistas que parecen ser muy conscientes de los usos, fines y medios que les ofrece cada lenguaje sin pensar demasiado en su pureza y en su singularidad frente a lo que sea.

En el caso de Ray Smith la pintura aparece como un medio con el cual especular sobre la imagen. No hay una voluntad de concentración sobre el lugar que ocupa la pintura, ni sobre su definición, sino que más bien parece surgir de la necesidad de explicar determinadas cosas para las cuales la pintura es un medio adecuado. Porque la obra de Ray Smith recupera, casi como un referente obligado, la reflexión sobre las diferentes capas y lecturas de la imagen hiciera Francis Picabia. Horizontes absurdos de desierto y playas solitarias en las que sobre el cuerpo de una mujer se dibuja otro, como si se tratase de un tatuaje; parejas diluidas en un beso sobre las que flotan peces de colores bajo la mirada atenta de un escritor célebre o rodeadas de perros cazadores, a veces como radiografiados. Ray Smith retoma la tradición onírica y del encuentro casual surrealista abriendo el espacio de la tela en profundidad. Solapando en una imagen diferentes hechos inconexos en su pintura se produce una especie de narración de la imagen que es totalmente dependiente de ella, enganchada a ella, y
que funciona como una muñeca rusa por capas y substratos.

La imagen es la verdadera protagonista de la obra de Ray Smith, el resto aparece como elementos incapaces de sostenerse, al borde de su propia disolución. Propio de la tradición surrealista con la que entronca, esa importancia de la imagen tiene que ver con una total desconfianza frente a la realidad. Entrando en el terreno de la interpretación, Ray Smith nos habla de las diferentes capas de realidad que se esconden bajo lo real. La pintura le ofrece la posibilidad tanto de penetrar en profundidad en la apariencia de los objetos y las cosas, como el lugar desde el que realizar una crítica radical hacia la supuesta seguridad que ofrecen. Un desmembramiento de la realidad que reclama una vía distinta para observar el mundo. Posiblemente la pintura sea un medio más tangible que, por ejemplo, la performance, pero ante las obras de Ray Smith lo parece menos.

Sin embargo en estas últimas obras Ray Smith no parece evitar tan bien como en otras ocasiones el mismo peligro al que se enfrentaba Francis Picabia. Y es que en esa voluntad de especulación de la imagen con la pintura, más aún usando imágenes de carácter icónico de la cultura popular, el artista debe actuar como un equilibrista frente al riesgo de caer en cierta obviedad populista o zafia salvándola siempre por la potencia de la imagen. Cuando el objetivo de la obra no es ser una opción irónica, cínica o violenta contra lo “kitsch”, como podría ser el caso de Jeff Koons, el bodegón costumbrista puede ser un escollo que es preciso sortear. Y en estas últimas pinturas de Ray Smith ese peligro se ve demasiado próximo debido a que parece haber adquirido cierto manierismo. En otras palabras, las imágenes de Ray Smith pierden cierta potencia al denotar una tendencia excesivamente relamida, malogrando algo de su capacidad de contención.


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