DAVID G. TORRES

Bienal de Venecia. A por todas

en Lápiz, 156, Madrid, octubre 1999

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En algún momento se pensó en aplazar la edición número 48 de la Bienal de Venecia un año, para que coincidiese con el 2000. Sin embargo, el ayuntamiento de la ciudad lo tenía claro: la bienal, salvo casos de fuerza mayor (las guerras mundiales, por ejemplo), se celebra cada dos años y si toca el 99 y no el 2000, pues el 99. Hay razones de peso económico concreto y no sólo promocional para la ciudad: cada dos años durante cinco meses se llena de visitantes que a lo mejor de otra manera no pisarían Venecia. Los días de la inauguración oficial, fiestas en los palacios venecianos, comidas y taxis a tutti plein. No deja de ser marciano ese aterrizaje del arte contemporáneo en una ciudad como Venecia, esa especie de postal flotante, de ciudad preservada en una urna de cristal, de una emotividad y un simbolismo que llena el corazón del turista kitsch que todos llevamos dentro. Puestos en lo simbólico, el 2000 era una fecha simbólica. Y si vamos al terreno profesional del arte contemporáneo, la elección de Harald Szeemann como comisario general de la bienal es todo un símbolo.

Una bienal, un comisario

Harald Szeemann es una especie de padre del comisariado actual, casi el inventor y un referente obligado para todos los profesionales. Fue el director artístico de la mítica Documenta 5 de 1972 y recientemente ha sido comisario de la bienal de Lyon y la de Kwangjiu (Corea) en 1997. También había estado al servicio de la de Venecia en 1980. Entonces con Archille Bonito Oliva creó la sección Aperto. El Aperto, dedicado a los artistas jóvenes, a los nuevos valores y a las revelaciones del momento, midió el pulso de la contemporaneidad hasta 1995, la polémica edición de Jean Clair en la que lo eliminó argumentando, entre otras razones, que el espacio de la Corderie donde habitualmente se celebraba no cumplía suficientes medidas de seguridad. Por ello era deseada la edición de Harald Szeemann, esperando que recuperase el Aperto. Y, sin embargo, no o no exactamente y tal vez sí del todo. Toda la sección internacional de la bienal e incluso algunos pabellones son Aperto. Un Aperto remodelado, más grande y que ahora se llama Apertutto (Aperto all over, Aperto par tout, Aperto über all). Pero no es una sección dedicada exclusivamente a los artistas jóvenes y, sobretodo, a diferencia del antiguo Aperto no ha habido una comisión de especialistas que seleccionase a los artistas participantes. Así había sucedido antes, ahora toda la responsabilidad de la selección cae sobre el comisario general, Harald Szeemann, o casi.

Apertutto no es una selección de artistas jóvenes, sino más bien de “arte joven”. Harald Szeemann se ha preocupado de señalarlo y puntualizarlo bien: no talentos emergentes, sino artistas y obras que muestran su habilidad para crear nuevos lenguajes, para crear nuevas formas de intercambio, para ofrecer nuevos sentidos. Ahí tienen cabida desde Louise Bourgeois nacida en 1911 hasta la artista croata Vesna Vesic de 24 años. En términos teóricos y de comisariado esta es sin duda la mejor aportación de la bienal’99 y el punto en el que Harald Szeemann confirma que lo suyo no es un mito injustificado sino que su pensamiento respecto al arte es brillante. Lo que muestra es algo que ya sabíamos o que ya deberíamos saber: que la división por edades en arte es absurda; que trabajar en arte no consiste en poner fronteras, cotos entre tendencias, formas o lenguajes. Todo es al mismo tiempo más sencillo y más complejo: se trata de mostrar la vitalidad del arte. Y quizá sólo alguien con su autoridad en arte era capaz de negociar con una institución como la bienal e imponer sus reglas.

Pero no todo es tan maravilloso y la bienal de Harald Szeemann está llena de contradicciones. O de grandes deslices entre postulados audaces y soluciones que no lo son tanto, que cuando menos son discutibles. Así resulta totalmente pertinente esa voluntad por declarar la vitalidad del arte al margen de divisiones nacionales y de edad, y sin embargo la intervención en el catálogo es mínima respecto a las ediciones anteriores. De hecho parece tirar por tierra el mismo postulado inicial, sus propias declaraciones de intenciones: los artistas aparecen ordenados por edad, empezando por Louise Bourgeois y acabando en Vesna Vesic. ¿Es esa una manera real de acabar con la división por edades en arte o, por el contrario, de seguir manteniendo que hay un carácter progresivo? Es raro y contradictorio porque a pesar de ello funciona, es evidente que hay una apuesta por eso que genéricamente y de manera un tanto naïf denominaba “arte joven”.

Es naïf hablar de “arte joven”, pero en ocasiones es necesario simplificar para entendernos, para no caer en mayores trampas de las que por sí nos guarda el lenguaje. En realidad es una forma de poner una etiqueta a la verdadera obsesión de Harald Szeemann: la obsesión por mostrar el arte en vitalidad, con una visión ahistórica, o mejor, ahistoricista; es decir, que no quiere historiar, sino subrayar su engarce con el presente, con la realidad y con la vida. Algo que ponía en duda que realmente sucediese en el catálogo, pero en la exposición es diferente (al fin y al cabo, aunque parezca una perogrullada decirlo las exposiciones suceden en los espacios donde se expone y los catálogos son otra historia, son un referente o una exposición distinta). El lugar en el que se centra esa obsesión, ahí donde se hace patente es en la Corderie, el antiguo espacio destinado al Aperto, y los nuevos espacios que en esta ocasión se le han añadido: Gaggiandre, Artigliere y Tese. Todo forma el conjunto del Arsenal. Ese es el lugar de discusión, el que marca la distancia entre esta edición de la Bienal y la de Jean Clair.

Ya he anunciado antes que uno de los argumentos de Jean Clair en 1995 para eliminar el Aperto es que no reunía medidas de seguridad suficientes. Eso implica declarar que el edificio de la Corderie es antiguo, que no está especialmente cuidado ni acondicionado para exponer arte, que sus muros de piedra y vigas de madera con más de cuatro siglos se mueven y respiran. En otras palabras que la Corderie es todo menos un espacio museístico, todo menos un mausoleo de paredes blancas. Por su parte Harald Szeemann no suficientemente contento con la antigüedad y la inestabilidad de la Corderie ha recuperado para esta ocasión los espacios de Gaggiandre, Artigliere y Tese. Y estos sí que no reúnen condiciones (en el sentido de Jean Clair, en el sentido museístico, de seguridad para el arte). Son cualquier cosa menos un recorrido de museo. En algunas ocasiones los espacios tienen el techo hundido, por ejemplo la sala en la que se mostraba una obra de Kcho, al punto que se cerró el paso al público que tenía que mirar desde la puerta. En otros casos es difícil distinguir entre las obras o las propuestas de los artistas y los artilugios o desechos que quedaban acumulados al fondo. De una concavidad en el muro exterior un aparato exhalaba una bocanada de humo. No es fácil localizar esa obra y sin embargo se trata de una de las mejores piezas de Pipilotti Rist: Nothing. Casi al final del recorrido hay una especie de cubierta muy alta sobre el agua, flotando hay un tapiz de alfombras, es una pieza de Lori Hersberger. Pero para pasar al otro lado y finalizar el recorrido es preciso caminar por un estrecho pasillo, de uno en uno, con el riesgo de caer al agua.

Hay algo de laberíntico, de caótico, de inestabilidad y de precariedad en todo ello. En fin, que se entiende perfectamente a qué se refería Jean Clair cuando decía que Arsenal no reunía las condiciones para mostrar arte y también se entiende que quiere decir Harald Szeemann cuando manifiesta su obsesión por mostrar la vitalidad del arte. En el fondo sus evaluaciones sobre Arsenal no son muy distintas, lo que difiere es su valoración, lo que para uno es negativo para el otro es positivo.

Creo que en realidad lo que Harald Szeemann ha hecho es darnos una verdadera lección de cómo se muestra arte, de cómo exponer arte contemporáneo en un sentido vital. Ahí no existen muros blancos, ni espacios limpios o no connotados donde la obra pueda brillar con toda su aura. Por el contrario el peso vital de esos espacios, de los muros de piedra, potencian un diálogo de las obras con la realidad y un contacto más próximo, con los pies en el suelo, eliminando las distancias con el espectador, con la vida y con la realidad. Al margen de otras objeciones que se puedan plantear el conseguir eso es situar con toda justicia la discusión en el terreno del arte; si se consigue un contacto próximo y situar el arte en relación con la vida y la realidad no hay ninguna duda de que el terreno sobre el que se está pisando es del arte contemporáneo. Tal vez lo habíamos olvidado, pero esos elementos son los que lo definen. En los tiempos que corren dejarlo claro ya es mucho.

Antes he hablado de contradicciones como la del catálogo y ahora he nombrado “otras objeciones”, porque las hay y no todo es tan maravilloso y está lleno de dobles lecturas. Apertutto no se acaba en Arsenal, el otro gran área de exposición para la selección del comisario son las salas del pabellón italiano (las cuatro artistas que representan a Italia han sido fagocitadas y absorbidas en el conjunto de Apertutto). Si esa obsesión por mostrar la vitalidad del arte contemporáneo es patente a lo largo de la exposición, otra cosa es calibrar como se han expuesto las obras: las opciones del comisario en la labor estrictamente comisarial. Cuando menos es extraña, porque a pesar de esa voluntad por eliminar fronteras y cotos en arte contemporáneo, resulta que las obras están agrupadas por afinidades formales, en ocasiones de contenido y otras veces anecdóticas. Por ejemplo, Thomas Hirschhorn, Jason Rhoades & Paul McCarthy y Kcho en tres salas contiguas, es decir, tres obras hechas con desperdicios, como enormes collages herederos de Dada y Kurt Schwiters, juntas. Otro, al fondo de la Corderie Simone Aaberg Kaern presenta una larga serie de retratos de mujeres aviadoras en la Segunda Guerra Mundial, junto a ella Monica Bonvicini muestra su obra, un avión real, de tal forma que es difícil saber si se trata de una misma obra o de dos. Los artistas que trabajan sobre maquetas, como Gilles Barbier y Lu Hao, juntos. Sólo está verdaderamente justificado que las vídeo-proyecciones de Antoni Abad, Roderick Buchanan, Mauricio Dias & Walter Riedweg, etc. estén juntas por motivos técnicos (ya se sabe: la Corderie no reúne condiciones suficientes). Tal vez Harald Szeemann ha entendido que esa es la forma de mostrar la vitalidad del arte contemporáneo, la diversidad de temas, formas o qué sé yo del arte actual. Pero también es cierto que no es la mejor manera de mostrar las obras de los artistas, quizá su interés estaba en que entablasen una lucha entre ellas, pero en la mayoría de los casos las obras no salen beneficiadas, sino que se restan fuerzas entre ellas.

De todas formas la cuestión que a estas alturas conviene plantearse es más general: ¿qué está sucediendo cuando para hablar de una bienal, de cualquier exposición grande, hablamos del comisario? Desde hace algún tiempo es un comentario generalizado decir y pensar que si los años ochenta pertenecieron a los galeristas, los noventa son de los comisarios: el comisario-artista, el comisario-protagonista y el comisario-estrella. Sería bastante ingenuo pesar que la próxima década puede ser de los artistas cuando todo señala que puede ser de los medios, del arte como un producto mediático y una industria a lo Hollywood. Es necesario plantearse qué papel está jugando el comisario ahí y a quién le está siguiendo el juego. En esta bienal a pesar de tanta obsesión por la vitalidad también es cierto que hay un aire a “international style”, a selección de “40 principales” y no tanto un verdadero trabajo de prospección (salvo para los chinos, una marca de exotismo poco justificada en cuanto a la calidad de las obras). Establecer esos listados de principales, como los cien artistas de CREAM, implica jugar a un juego mediático en el que se hace primar la carrera sobre la obra, en la que se fuerza un ritmo de productividad bajo encargo. Como comisarios y críticos es preciso pensar si trabajamos para la institución o para el arte, si nuestro trabajo consiste en facilitar los deseos de prestigio e imagen institucional o en ser un negociador que los aprovecha para dar sentido y opciones a la obra de los artistas. Quizá después de tanto tiempo reclamando profesionalidad nos hemos encontrado con una profesión y no con un trabajo de riesgo e intelectual.

Parcours

La participación española en Apertutto se reduce a Ana Laura Aláez con su pieza Proyecto para estudio móvil para un artista del nuevo milenio, que lamentablemente durante los días de la inauguración oficial tenía cerrado el paso, y Antoni Abad con las vídeo-proyecciones Últimos deseos y Love story. Allí la pertinencia de la presencia de Antoni Abad está fuera de toda duda, su propuesta contaba entre las más interesantes de esta bienal. Dadas las características de la Corderie el equilibrista de Últimos deseos no salía tan beneficiado como Love story, puesto que tenía que proyectarse sobre un panel colocado bajo la estructura de madera del techo. La rata que se come una tarta de Love story, proyectada directamente en el suelo a oscuras, cobraba un valor especial en Venecia, esa ciudad tan famosa por su aspecto de postal, de tarta, como por sus ratas. Muy lejos de Antoni Abad, en el pabellón italiano, también tenía expuestas sus ratas Katharina Fritsch, en este caso sí se ha esquivado la competencia, el hilo temático entre una obra y otra. Sin embargo sería interesante comparar la efectividad irónica entre una y otra pieza, y los modos de trabajo entre la monumentalidad de la artista alemana, la docena de enormes ratas dispuestas en círculo y atadas por la cola, y la modestia de la pieza de Antoni Abad pero con un sentido del humor demoledor, existencial y sin excusas.

Al lado de Antoni Abad (en la sección vídeo-proyecciones) sobre el suelo se proyectaba el vídeo Sodastream del artista escocés Roderick Buchanan. Primero nos muestra una botella de soda y a continuación vemos como cae y explota contra el suelo en un proceso que se repite infinitamente. El único problema es que seguramente es una pieza realizada para ser proyectada sobre la pared, hay una incoherencia entre mostrar la botella frontalmente y luego verla como un trompe-l’oeil contra el suelo. Frente a la pertinencia de los trompe-l’oeil de Antoni Abad sale perjudicada una obra que de otro modo, directamente sobre la pared, traspasaría lo anecdótico de forma más violenta.

Violenta y sin demasiadas concesiones es la obra de Jimmie Durham, Mr. Frigo. Simplemente una nevera que ha servido de diana para una pistola, así una de esas típicas neveras americanas aparece llena de balazos, destrozada como símbolo de la violencia doméstica, o como una forma de atacar la vida doméstica. Más sutil era la aproximación de Ann-Sofi Sidén quizá no a lo doméstico pero sí a lo privado. La pieza Who told the chambermaid consistía en un conjunto de filmaciones realizadas con cámaras ocultas en habitaciones de hotel. De esta forma provocaba una reflexión muy directa sobre lo público y lo privado, sobre cómo estamos condicionados y vigilados incluso cuando creemos estar solos. La pieza de Ann-Sofi Sidén se expandía a lo largo del pabellón italiano apareciendo sus imágenes en algunos monitores de vigilancia. Pero su núcleo lo formaba una estantería llena de monitores mezclados con sábanas apiladas como si se tratase del almacén de un hotel. En ese punto tan referencial la obra perdía fuerza pudiendo haber apostado por un resultado más seco.

Thomas Hirschhorn preparó para la bienal una instalación impresionante. En primer lugar por lo enorme, una especie de gigantesco collage presidido por la reproducción de una pista de aterrizaje en el centro, con aviones de la mayoría de las compañías aéreas nacionales, todo realizado en cartón y papel, claramente artesanal y reciclado. En los laterales, múltiples paneles con recortes de prensa de noticias de cada país. Su instalación es un despropósito de basura, la que generamos y la que genera nuestra sociedad. Ahí está el valor de la obra de Thomas Hirschhorn, es una especie de vomitera, de devolución de toda la basura que nos comemos, ofrece superinformación para negar la información. El potencial crítico y comprometido políticamente de su obra está precisamente en la imposibilidad de realizar discursos críticos que no se vean envueltos en lo reciclable. Y precisamente para ello lleva a cabo una desvalorización brutal de la propia obra de arte, como un contenedor de desperdicios. También mostraba su compromiso político y su voluntad por denunciar la situación de la mujer en los países árabes la conocida vídeo-instalación de Shirin Neshat, Turbulent, mientras que de William Kentridge se mostraban sus películas de dibujos fuertemente comprometidas con la situación en Sudáfrica. Por su parte Rirkrit Tiravanija fabricó el primer pabellón de Thailandia: una plataforma de madera con un agujero en el centro del que salía un árbol. Situada al lado de donde se celebró la entrega de los premios de la bienal, Rirkrit Tiravanija aprovechó la ocasión para realizar una performance. Con evidentes referencias a los situacionistas, fue mostrando en una pizarra frases en las que sugería que mejor se acabase con la ceremonia. El problema es que nadie o casi nadie, y menos aún los que protagonizaban el acto de entrega de premios, percibieron la acción del artista, con lo cual no pasó de lo anecdótico.

Junto con Louise Bourgeois, Bruce Nauman fue premio del jurado para el conjunto de una carrera. Exponía el vídeo Poke in the eye / Nose / Hear de 1984, en el que muy lentamente, con oscilantes y leves movimientos de cámara, su dedo, como un torpedo, se dirigía al ojo, presionaba y luego iba hacia la nariz, repetía la operación y acababa en la oreja. Todo ello ralentizado en más de una hora de duración. De nuevo Bruce Nauman muestra con absoluta sencillez una violencia comedida, lenta pero brutal sobre el propio cuerpo. Es todo un símbolo la entrega del premio a la carrera artística a Bruce Nauman, un artista que precisamente se caracteriza por su desaparición, por su silencio y por entregar y mostrar nuevos trabajos con cuentagotas. Zang Peili mostraba una obra muy cercana a la del artista americano. Uncertain pleasures es una vídeo-instalación en la que en distintos monitores aparecen trozos del cuerpo humano sobre los que una mano está rascando (al verla, es imposible que no te acabe picando algo). Teresa Hubbard & Alexander Birchler exponían una serie de fotografías de interiores domésticos en los que sólo se percibían, semiocultos por los muebles, fragmentos de personas, trozos de los habitantes de una casa como un mueble más, desaparecidos y hundidos en el anonimato doméstico.

Entre tanta seriedad y entre tanta contundencia destacaban cuatro propuestas cuyo arma básico es el sentido del humor. En primer lugar, la obra de Maurizio Cattelan. Estaba situada en una pequeña habitación al fondo de Tese. Es una habitación con el suelo de tierra y lo único que resta en ella de la acción de Cattelan es una gran concavidad que puede denotar la presencia de un cuerpo enterrado. Efectivamente, en los días de la inauguración oficial el artista italiano enterró a un fakir durante dos horas seguidas; en esas dos horas sólo se veían las manos del fakir que sobresalían del suelo. Evidentemente, el sentido del humor de Maurizio Cattelan es un humor negro que provoca un movimiento entre la risa y la angustia. Al lado de la habitación del fakir, Wim Delvoye exponía Cement Truck: un enorme camión de cemento realizado en madera tallada, repujada y llena de motivos decorativos hasta las ruedas; una especie de inmensa escultura kitsch dedicada al despropósito. El artista chino Jing-Bo presentaba un vídeo rarísimo y muy curioso que sin embargo justificaba realmente su presencia en la bienal (no sucedía lo mismo con la masiva presencia de sus compatriotas). Fel-ya! Fel-ya! es el título del vídeo y también el nombre que recibe un juego social chino que es, más o menos, la versión oriental del famoso “piedra, papel o tijera”. Simplemente no se entendía nada, un grupo de personas jugaba a este juego en una reunión con una agitación creciente que convertía la escena en algo rocambolesco. Finalmente, Christian Jankowski mostraba un vídeo realizado para la bienal lleno de sentido del humor e ironía. Aprovechando el éxito que en Italia tienen los programas de lectores del tarot, espiritistas y compañía, había llamado y participado en la mayoría de ellos preguntando al visionario de turno cómo funcionaría su obra en la bienal, si le saldría bien y si tendría éxito. Evidentemente, la grabación de su participación era la misma obra.

La joven artista americana Sara Sze presentaba una serie de esculturas muy interesantes. Son obras hechas con desperdicios, con restos encontrados en cualquier habitación, palillos, pajillas, chapas, etc. que monta como una escultura extremadamente delicada y que se expande como un virus. Jue chang - fifty strokes to each de Chen Zhen era una verdadera obra catárquica, para eliminar estrés. Simplemente consistía en multitud de tambores realizados a partir de muebles domésticos y dispuestos en círculo para que cualquiera eliminase su adrenalina.

La participación de Douglas Gordon en esta bienal merece un capítulo aparte. En sus dos propuestas mostraba la preocupación, que ha presidido su obra, por ofrecer nuevas lecturas a los iconos modernos del cine. En Aperttuto presentaba la vídeo-instalación Through a looking glass. En dos grandes pantallas opuestas se proyectaba el fragmento de la película Taxi driver en el que Robert de Niro / Travis se habla a sí mismo frente al espejo, simulando que entra en un bar y se pone chulo con alguien hasta sacar la pistola. La diferencia es que un monitor mostraba la misma escena con unos segundos de retraso, de tal forma que Robert de Niro / Travis realmente habla consigo mismo y se amenaza a sí mismo. Por otra parte, Douglas Gordon exhibía en un cine de Venecia una película producida por la propia bienal, Feature film. Con un montaje exquisito, el film mostraba durante casi dos horas las manos, gestos y la cara de James Conlon, director de la Opera de París, dirigiendo la música de Vértigo de Hitchcock. En el conjunto de obras presentadas en la bienal esta es sin duda un punto y aparte. Implica un ritmo distinto para la percepción de la obra alejada del ritmo zapping de lo anecdótico y lo ocurrente (no todos aguantamos las casi dos horas de la película) y, sobretodo, reclama para el arte algo que bajo la excusa de lo conceptual y lo ocurrente hemos olvidado un poco, que es necesario desarrollar un tipo de sensibilidad especial para apreciar un producto cultural. Y no me refiero a un tipo de sensibilidad ñoña, postromántica y sensiblera, sino que la pieza de Douglas Gordon nos recuerda porqué trabajamos en arte, qué apreciábamos del arte, qué es lo que veíamos en un poema de Mallarmé y qué es lo que nos hizo valorar a James Joyce.

Pero en la bienal también hay obras malas: Wang Du con unas esculturas a tamaño real realizadas a partir de las imágenes de noticias de primera pagina periodística; Tim Hawhinson con unos falsos tubos de madera con esculturas atropomórficas al final que provocaban ligeros ruiditos; Richard Jackson con una habitación hecha con relojes de pared planos y todos iguales, simplemente una repetición absurda que no era ni angustiosa ni obsesiva; o los puentes hechos con mecano de Chris Burden.

Al final de tanto recorrido por el pabellón italiano y por Arsenal esperaban dos obras. Primero, Max Dean y su pieza As yet untitled. En ella un brazo mecánico recogía una fotografía de un montón, la enseñaba al espectador, si éste apoyaba su manos sobre unas falsas manos metálicas con un sensor, la foto se salvaba, si no lo hacía se destruía en un triturador de papeles. Un buen ejercicio tras pasear por tantas imágenes. Y después, la casa/habitación hecha de cajas de cerveza de Wolfgang Winter & Berthold Höbelt que ya había estado en Munster: un buen lugar para descansar.

Pabellones

Los pabellones nacionales siempre son lo menos interesante en la bienal. En este caso no ha sido distinto, pero con un añadido: ¿quién era capaz de asumir el reto planteado por Harald Szeeman?. Convertir toda la bienal en Aperto, eliminar las fronteras nacionales y de edad y mostrar la vitalidad del arte actual, eso que de manera naïf denominaba “arte joven”, tal como teóricamente lo planteada el comisario, suponía colocar a los pabellones ante una situación distinta a la de anteriores ediciones. En ellos caía gran parte del reto y la pregunta es si han sido capaces de jugar al juego Aperttuto. La respuesta mayoritaria es que no.

Sólo unos pocos pabellones se han tomado la propuesta en serio y alguno ha intentado aplicarla al pié de la letra. Por ejemplo, Francia encargó el comisariado de su pabellón a Hou Hanru y Denys Zacharopoulos, que presentaban a los artistas Jean-Pierre Bertrand y Huang Yong Ping. Todos de diferentes nacionalidades, aunque todos residentes en Francia, y más allá de eso nada interesante. Sin embargo, el pabellón danés estaba comisariado por un estadounidense, Jérôme Sans, y una danesa, Marianne Torp Øckenholt. Su propuesta era un trabajo conjunto entre Jason Rhoades y Peter Blonde denominado The snowball: un proyecto sobre las carreras de cars en EE.UU. con todos los coches expuestos y filmaciones de carreras reales que llenaban el pabellón de un ruido ensordecedor.

En el pabellón belga Michel François mostraba algunas de sus fotos tomadas de diversas intervenciones e instalaciones efímeras en un trabajo muy cercano a algunas obras de Gabriel Orozco, también reproducidas en ediciones de múltiples como había hecho Félix González-Torres, y una escultura magnífica hecha con bolsas de plástico llenas de agua. Por otra parte Ann Veronica Janssens llenó el espacio del pabellón con una nube, literalmente, porque una máquina de las que exhalan humo creaba un espacio extraño, difícil de transitar que provocaba el encuentro casual con las obras de Michel François.

El pabellón brasileño era también uno de los más interesantes, con obras de Nelson Leirner e Ivan do Espírito Santo. El primero exponía una serie repetida y repetitiva de souvenires en la que se mezclaban pequeñas esculturas de santos con muñecos de Walt Disney. La propuesta de Ivan do Espírito Santo era bastante más interesante. Su obra consistía en la reproducción en gran tamaño de monedas de distintos países en metal y billetes en vidrio. La diferencia es que los elementos distintivos de los billetes y las monedas habían sido eliminados, no cifras, no rostros, no letras, sólo la forma. De esta manera jugaba con el valor conceptual de la obra y del dinero frente a su aspecto de obra puramente formalista. En el pabellón de EE.UU. Ann Hamilton realizó una intervención llena de poesía y de sutileza. Los muros blancos del pabellón apenas habían sido tocados salvo para grabar diferentes textos (creo) en braile, mientras que del techo, exactamente del plegue entre techo y pared, caía infinitamente una nube de pigmento rojo marcando las incisiones de la pared y llenando el pabellón de una atmósfera extraña.

Bath house for men era la propuesta e Katarzyna Kozyra para el pabellón polaco. La obra relataba, mediante diferentes monitores de vídeo y varias vídeo-proyecciones, la experiencia de la artista dentro de un baño turco sólo para hombres. Para ello se había sometido a un cambio físico importante, con falsos trasplantes y técnicas de maquillaje convertía su cuerpo femenino en uno masculino. Una vez hecho esto entró en un baño turco, absolutamente vetado a las mujeres, y filmó a los hombres bañándose.

Y el pabellón español. Para él David Pérez seleccionó a Manolo Valdés y Esther Ferrer. Esther Ferrer mostró dos piezas fantásticas, en particular la serie de autorretratos de diferentes épocas en los que una mitad de la cara se emparenta a otra mitad fotografiada diez años más tarde. Sin duda era la presencia de Esther Ferrer la que salvaba el pabellón, pero es evidente que quienes se encargan del pabellón español no estaban por seguir el reto de Harald Szeemann, pero tampoco ningún otro reto relacionado con la realidad del arte contemporáneo español. Y resulta agridulce tener que hablar de una obra tan interesante como la de Esther Ferrer en un marco semejante. Ningún interés por reflejar qué están haciendo los artistas españoles que siguen igual de desprotegidos que siempre, de tal forma que suena a milagro que Esther Ferrer, Ana Laura Aláez y Antoni Abad estuviesen en la bienal. No hay apuesta de comisario, no hay riesgo de la institución y no hay interés por saber qué es el arte español y mostrarlo en un evento internacional. Por último, convendría saber de quién fue la brillante idea de formar parejitas en el pabellón español y a quién le interesa o le parece interesante seguir mostrando exposiciones de chico/chica a poder ser con alguna diferencia de edad a favor de él.


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