DAVID G. TORRES

Tiempo

en Bonart, núm. 155, octubre/noviembre 2012

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La mejor obra de Marcel Duchamp fue su uso del tiempo. Bernard Marcadé en su fantástica biografía sobre el artista insiste en ello. De hecho ese es el motivo que le llevó a dedicar un libro a relatar la vida de Duchamp, si su uso del tiempo fue su mejor obra tenía que relatar como fue ese tiempo. Así, cuenta como para quedar con él bastaba con enviarle un telegrama (no tenía teléfono) y a la hora acordada esperaba en la sociedad de ajedrecistas de Nueva York. Si la entrevista se alargaba demasiado, por ejemplo, más allá del tiempo dedicado a fumarse un puro, el área para socios y una partida de ajedrez pactada le ofrecían una excusa perfecta para retirarse. Cercano a su muerte, Marcel Duchamp confiesa a Pierre Cabanne, en unas entrevistas míticas, que el tipo de vida que habían llevado él y otros artistas en la primera mitad de siglo XX ya no era posible entonces, en los sesenta. Se refería a un tipo de vida sin dinero, con estudios y apartamentos alquilados por casi nada o a cambio de obra. Una vida que transitaba por los márgenes: vivir, comer o viajar sin dinero. Pero lo que también empieza a ser imposible en esos años sesenta es aquel uso del tiempo tan característico de Duchamp, dedicado a no hacer nada, en su caso, al ajedrez y sus inventos. En otros casos ese tiempo había servido para desarrollar la propia obra, el trabajo en sí, escribir, pintar, diseñar, filmar o lo que sea. En los sesenta no había ni email ni iphones, pero ese tipo de vida ya no era posible.

La gestión del tiempo es la cuestión. Está claro, desde hace tiempo, que todos los artilugios destinados a la comunicación han conseguido establecer nuevas formas de trabajo en las que la explotación del trabajador se expande más allá de las horas en la oficina o la fábrica para ocupar todo el espacio vital. Y efectivamente esa explotación también ha afectado al tiempo de los creadores convertidos en trabajadores de la cultura. Ese tiempo expandido, comunicados siempre con el email o el teléfono, no es un tiempo de creación sino de gestión cultural. Dicho de otra manera, la gestión cultural, necesaria, imprescindible y en la que es necesario valorar y apreciar a sus trabajadores, ocupa buena parte del espectro cultural. No sólo del gestor, ese es su trabajo, sino del productor cultural o del creador, que ve como su tiempo es conquistado por la gestión del propio tiempo: no está dedicado a escribir, pintar, diseñar, filmar o lo que sea, sino a contestar emails, recibir llamadas, gestionar agendas o, a lo sumo redactar statements. Así la producción cultural queda arrinconada por la gestión de la producción cultural, quedando esta última al final final del proceso, empequeñecida, reducida a, usando un término de Baudrillard recogido de los Situacionistas, el simulacro de la cultura. Pierde la cultura, pierde la producción de conocimiento; gana la gestión de esos recursos en los propios generadores de recursos. Pero ¿quién gana si la gestión prevalece sobre la creación? o mejor ¿qué cultura es posible gestionar cuando sólo existe la gestión de la cultura?


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