DAVID G. TORRES

El artículo indeterminado

en Mabel Palacín, La distancia correcta, MUA, 2004 y en David G. Torres (ed.) CASM vol.1, Barcelona, 2005

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“Así son las cosas y así se las hemos contado”: con esta frase se despedía todos los días el presentador de las noticias de Antena 3. Afirmando que la realidad no puede ser más que la que él había explicado y mostrado en imágenes. Esa especie de acción autoritaria de aquí-tiene-usted-lo-único-que-debe-entender, negaba cualquier atisbo, posibilidad o mínima veracidad a cualquier otra interpretación de las imágenes. Como si el zapping sólo pudiese ser un juego para aquellos que se niegan a entender las cosas, a aceptar que hay un relato de los hechos: condenados a perderse, navegar sin rumbo y no entender nada.

El protagonista de “La distancia correcta” vive rodeado de imágenes, navega entre ellas, y acaba fabricando una bomba que tanto podría acabar con esa especie de laboratorio de imágenes en el que vive, como liberarlas.

“La distancia correcta” es una película proyectada en dos grandes pantallas, sobre las que se desarrolla una acción en paralelo en un mismo escenario: una especie de taller o sótano, sin ventanas ni referentes exteriores, una mesa de despacho y silla, algunos objetos desperdigados y, sobre todo, una gran pantalla en la que aparecen imágenes diversas, trozos de películas, etc. En ese escenario, un personaje aparece a veces ensimismado, preparando algo; otras veces se mueve sobre esa gran pantalla, dentro de las imágenes, intentando reconstruir algún hilo argumental. En fin, interpretando. Actúa dentro de las imágenes e intenta reconstruir una lógica de sentido. En otras ocasiones da la espalda o prescinde de esa otra realidad obsesivamente proyectada en una pantalla que ocupa todo su espacio de vida.

Dado que tiene que convivir con las imágenes, busca una distancia correcta frente a ellas: entre el intento de estar dentro y el deseo de destruirlas.


Danzad malditos

El proyecto de Mabel Palacín quiere significar precisamente la distancia correcta, de relación, con las imágenes entre dos extremos que se tocan: el abismarse en ellas y la anestesia. La distancia correcta es la que debe encontrar todo individuo: entre la incapacidad de leer imágenes e interpretar el mundo más allá de su mera superficialidad, y la locura absoluta que implica perderse en ellas.

El protagonista de La distancia correcta confunde realidad y ficción. Se inmiscuyen en acciones que le son ajenas que sólo existen en la ficción de una pantalla. Como un niño está dispuesto a fantasear con lo real y a tomar por real la ficción, enfatiza de manera radical con lo que sucede en una pantalla de cine.

Lo contrario de esa predisposición infantil a fantasear con lo real y viceversa es una posición adulta caracterizada por ser pragmática y mecanicista.

Sin embargo, el protagonista de La distancia correcta es un adulto que muestra rasgos infantiles, cae en lo que Pierre Bourdieu ha llamado un estado adolescente. Ese estado adolescente, que Pierre Bourdieu ha aplicado a personajes como Don Quijote, viene a significar el punto intermedio entre la cualidad naif del niño y la experiencia del adulto. Allí dónde es posible mantener la capacidad para ficcionalizar la realidad y, al mismo tiempo, guardar una puerta trasera. El personaje de “La distancia correcta”: ficcionaliza lo real, toma por real la ficción, duplica la realidad con lo que sucede en la ficción y viceversa. Juega en ambos campos a la vez y está instalado en esa confusión, como si sus acciones y su estar en el mundo estuviese determinado tanto por lo real como por la ficción. Pero ¿acaso no es así siempre?

Efectivamente, nuestro modo de vida se construye no solo a través de nuestra relación con lo real, sino también a través de nuestra relación con la ficción y, evidentemente, con la imagen como mediadora frente a lo real y portadora de ficción.

De cómo asumamos la mediación entre la realidad y la ficción dependerá nuestro modo de vida. Como un lugar sobre el que pensar, como metáfora explicativa o paradigma, el estado adolescente consistiría en ser lo suficientemente naif para pensar más allá de cómo se supone que son las cosas, de cómo se presentan o de cómo se explican y lo suficientemente poco naif para no creer que las cosas son tal y como nos cuentan, como pretendía el presentador del principio.

Aquel presentador de televisión es un ejemplo paradigmático: sirve como argumento explicativo de un intento de uso unidireccional de la imagen, de un uso impositivo de la imagen y de la realidad, que coarta la interpretación y la opinión. Frente a esa unidireccionalidad las prácticas artísticas se caracterizan por trabajar sobre posibilidades interpretativas, en un terreno especulativo. “La distancia correcta” especula sobre las posibilidades de distancia interpretativa, en otras palabras, por la búsqueda de esa distancia.

En este sentido, el proyecto de Mabel Palacín viene a significar no sólo una posibilidad de posición del espectador, sino la función del arte en tanto que lugar en el que realidad e imágenes quedan en cuestión. Y, por si queda algún despiste añadido, esa es también una función política.

La predisposición a ficcionalizar lo real y a tomar lo real por ficción, a ir más allá de la apariencia de los objetos, de buscar y reconstruir lógicas de sentido, en breve, la capacidad para fantasear –desarrollar el intelecto, si nos sentimos más a gusto así– se corresponde con el tipo de pensamiento que se desarrolla en arte. Pensar, discutir, escribir y asumir la importancia intelectual y vital de construcciones tan complejas o tan sencillas como un urinario únicamente es posible desde una actitud que asume una distancia interpretativa, o que recoge ciertas claves de un estado adolescente. Una actitud que busca cómo pensar y ver más allá de la apariencia de las cosas, pero guardar una puerta de atrás que nos evite caer en el fanatismo, que nos haga conscientes de que se trata, precisamente, de molinos de viento.

Es justamente ahí, donde creo que el pensamiento en arte hoy en día es imprescindible, por lo que tiene de prescindible, de precario, y de construcción inestable.

Lo que pasa en la calle

En una ocasión Gustave Flaubert escribió que su anhelo era colocar al mundo entero entre comillas, entrecomillar la realidad por completo. Así, si “Madame Bovary” fue un intento por entrecomillar, por sacar del continuo de lo real, la vida y los anhelos de una mujer de provincias de la época, “Bouvard et Petuchet” fue mucho más ambicioso al intentar entresacar de la realidad el máximo de parcelas a las que se podían dedicar dos personajes ociosos. El supuesto naturalismo de Flaubert consistía en el fondo en intentar aplicar ese entrecomillado. Lo cual no es otra cosa más que señalar. Señalar el mundo, la realidad, los objetos, las cosas, para poder pensarlas. Es decir, para poder interpretarlas lejos del continuo de la realidad y ver detrás de ellas, para desvelar que la realidad no es ni plana ni unívoca.

Aunque tal vez con lo que no podía contar Flaubert era con el hecho de que ese anhelo de entrecomillado del mundo podría llegar a ocurrir y, lejos de señalar la realidad, ese exceso de entrecomillado podía hacerla aún más invisible.

Hoy en día las imágenes se han encargado de servirnos la confusión entre realidad y ficción

El sótano o estudio cerrado en el que vive el protagonista de La Distancia Correcta se configura como una especie de resumen o metáfora de un mundo rodeado de imágenes, perforado, y filmado. Un mundo absolutamente entrecomillado, siendo ese entrecomillado un despliegue de imágenes avasallador. Un mundo que, siguiendo a Baudrillard, ya no es en sí más allá de su hipervisibilidad, no existe más allá de su propia imagen.

Lo que “la distancia correcta” viene a significar es la posición que podemos asumir como espectadores de esa imagen-mundo. De alguna manera lo que se desliza en el trasfondo de esa distancia es la necesidad del criterio, de trabajar con un ojo crítico.

Cuando Flaubert hablaba de su anhelo de entrecomillar el mundo lo que señalaba es que la realidad sin comillas no significa nada, que es necesario señalarla para poder pensarla. Y ahí es el espectador, somos los espectadores los que tenemos una posibilidad de construcción de la realidad, porque es el espectador, somos los espectadores los que interpretamos, construimos una posible lógica de sentido. Pero sólo una de las posibles.

Quizá, la distancia correcta viene a significar la distancia abismal entre el artículo definido y el indefinido: entre creer que existe el relato de los hechos, la lógica del sentido, y movernos, bailar o danzar entre diversas posibles lógicas y sentidos. Y entonces no es un estado definitivo, no es un lugar al que llegar, sino un espacio móvil, esquivo y variable. Como si la única posible distancia correcta estuviese definida en su propia búsqueda –tal y cómo le pasa al protagonista— o, de alguna manera, en su inexistencia definitiva... en fin en el dudar como posición vital y existencial asumible.


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