DAVID G. TORRES

El arte o la vida

en catálogo exposición "Barcelona colecciona", Fundación Francisco Godia, Barcelona

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La escena tiene lugar en Nueva York hacia finales de 1933. El magnate de la prensa William Randolph Hearst y John D. Rockefeller conversan en una especie de fiesta de disfraces con cena incluida. Ambos van vestidos de época, con trajes Luis XVI acompañados de alguien disfrazado de cardenal Richelieu. Están enfadados. Rockefeller acaba de ver el resultado del mural que ha encargado al pintor mexicano Diego Rivera para el vestíbulo de su sede en Nueva York. Después de meses de trabajo, el mural no sólo es una alegoría sobre la revolución de los trabajadores triunfando sobre el capitalismo, sino que además incluye un retrato de Lenin. El enfado del magnate estadounidense es tal que primero manda borrarlo y luego destruirlo. Aunque, un año más tarde Diego Rivera lo repetiría, esta vez en el Palacio de Bellas Artes de Ciudad de México. Rockefeller le explica a Hearst la afrenta del pintor mexicano, su atrevimiento. Ambos están hartos de esos artistas de las vanguardias impregnados de ideas comunistas, revolucionarios que quieren llenar el arte de reivindicaciones. Artistas que además tienen robado el corazón de la mujer de Hearst, imbuida de bohemia, fascinada por los trabajadores, la libertad y que busca su propia expresión, una identidad más allá de la de ama de casa y compañera del hombre de negocios. Por eso echan de menos a Matisse. Con Matisse esto no habría sucedido, no habrían tenido problemas. Finalmente, Hearst estalla y da la solución: crear “una nueva ola de arte, apolítica, abstracta, con colores y formas. [...] Ensalzaremos a los artistas les haremos ricos. Y si se preocupan por temas sociales y políticos no los compraremos, se morirán de hambre”. Esta escena pertenece al final de la película “Cradle Will Rock” (“Abajo el telón”), dirigida en 1999 por Tim Robbins.

La película narra en tono de opereta la retirada de los fondos federales para la producción de las artes en los años treinta en Estados Unidos. Centrada sobre todo en la producción teatral (ahí aparece Orson Welles), retrata la incomodidad de la administración estatal con la creciente politización de las artes y su reacción ante ello: cortar los fondos implica de hecho acabar con la producción. A pesar de la importancia que el mundo del teatro tiene en la trama, el episodio de Hearst, Rockefeller y Rivera ocupa un lugar destacado. Probablemente la escena de la fiesta de disfraces nunca tuvo lugar con la literalidad con la que está narrada en la película. Tim Robbins busca un golpe efecto al disfrazar a los personajes de Luis XVI, nuevos monarcas del arte ajenos a la revolución de la calle. Pero, en todo caso, la escena simboliza el cambio de actitud frente a la producción artística y la conciencia plena de que es manejable. Obviamente el contexto general que implica y que entonces era incipiente, el de una guerra contra el comunismo en pro de una determinada idea de libertad, sobrepasa el contexto de la película.

Tan sólo cuatro años antes de la ejecución y destrucción del mural de Rivera se había constituido el MoMA de Nueva York, del que Rockefeller era uno de sus fundadores. Así, si el MoMA se constituía en 1929 y en 1933 Rockefeller eliminaba el mural de Diego Ribera de su edificio en Nueva York, en 1936 se presentaba la colección ordenada del museo. La portada del catálogo mostraba el célebre esquema que su director, Alfred H. Barr, realizó sobre la evolución de la pintura moderna. El esquema está ordenado cronológicamente de arriba a abajo, desde 1890 hasta 1935. Los movimientos, influencias (siempre en rojo) y artistas puntuales aparecen como una constelación flotando entre los años. Los gravados japoneses conducen al fauvismo; influenciado también por Van Gogh, Gauguin, Cezanne, el neoimpresionismo y la escultura negra; comparte genealogía con el cubismo; pero conduce al expresionismo abstracto y la Bauhaus; y está rodeado de dadaismo, suprematismo, orfismo, futurismo, estética de la máquina... Por diferentes vías todos acaban conduciendo en la base del esquema, en 1935, a dos únicos estilos: arte abstracto geométrico y arte abstracto no-geométrico. El grito de guerra de Hearst en la película de Tim Robbins anunciaba exactamente eso: la creación de “una nueva ola de arte, apolítica, abstracta, con colores y formas” (sean estas geométricas o no).

El esquema de Alfred H. Barr en la portada del catálogo de la colección era toda una declaración de intenciones programáticas sobre el museo cumpliendo los requisitos que de manera abrupta planteaba William Randolph Hearst en la película de Tim Robbins. Si bien Barr ordenaba cronológicamente los distintos movimientos que habían ocupado la primera parte del siglo XX, para nada hacía ninguna mención contextual a la producción artística. La influencia de la escultura negra, por ejemplo, aparecía totalmente descontextualizada sin hacer referencia al proceso final de colonización, tampoco las tensiones de la primera guerra mundial que acarrearían el surgimiento de Dada aparecían, ni, por supuesto, la relación que el suprematismo tuvo con el proyecto de renovación de las artes al inicio de la revolución soviética. Al contrario, en el trascurso de los cuarenta y cinco años que representa el esquema, el arte aparece encerrado en sí mismo, encerrado en la cuadrícula del propio esquema y respondiendo no a tensiones sociales o políticas sino a sí mismo. Además lo hace de manera evolutiva.

Así todo ese cúmulo de movimientos, artistas e influencias parece caminar hacia un fin, hacia una especie de situación resumen, al mismo tiempo simplificada y síntesis. En ello el esquema de Barr coincide con la teoría que después de la Segunda Guerra Mundial el crítico de arte Clement Greenberg desarrollaría para defender a la nueva pintura norteamericana. Aunque ya en 1939 en un ensayo titulado “Avant-Garde and Kitsch” Greenberg desarrollaba la teoría de una vanguardia europea como ejemplo de alta cultura, alejada de los productos de la cultura de masas y, por tanto, también concentrada en su propia definición, en la definición de un marco cerrado que no quedaba intoxicado por la realidad socio-política circundante. Una posición mucho más extrema a partir de los años sesenta en los que mostró su rechazo al Pop-Art, el conceptual y cualquier práctica artística socialmente comprometida como prácticas “contaminadas”. Esa ausencia de contaminación, más un intento por depurar la pintura de elementos ajenos a ella es lo que Greenberg vio en la nueva generación de artistas de los años cincuenta en Estados Unidos: Willem de Kooning, Hans Hofmann, Barnett Newman, Clyfford Stil y, fundamentalmente, Jackson Pollock. Por un lado, Pollock se concentraba exclusivamente en el lienzo, con lo cual no introducía elementos ajenos a la propia pintura; por otro no se trataba sólo de abstracción sino que el dripping y el all-over venían a resumir todos los elementos de la pintura en un sólo gesto (el chorreo de pintura era al mismo tiempo composición, trazo, color) y prescindía de otros ajenos como la narratividad o la ilustración; y, finalmente, de esta manera las propuestas de Pollock constituían una especie de síntesis de las evoluciones de la pintura moderna. De alguna forma, la valorización de Pollock hecha por Greenberg coincidía con el estadio final evolutivo del esquema de la abstracción de Barr. Ahí estaba ese arte apolítico y abstracto que como una respuesta evolutiva llevaba más allá los devaneos de las vanguardias europeas y traspasaba la iniciativa de la pintura moderna de Europa a Nueva York.

En 1983, Serge Guilbaut publicaba el ensayo “De cómo Nueva York robó la idea de arte moderno” en el que narra precisamente ese cambio de capitalidad del arte tras la Segunda Guerra Mundial. En él analiza el periodo de 1946-1956 y la formación del movimiento de abstracción pictórica en EE.UU. auspiciado por la C.I.A. como un instrumento de la guerra fría útil para publicitar la libertad creadora del individuo y su subjetividad frente a la rigidez del realismo socialista auspiciado por el régimen estalinista. En 2008, la exposición “Bajo la bomba. El jazz de la guerra de imágenes transatlántica. 1946-1956” en el Macba, de la que Serge Guilbaut era comisario, documentaba el mismo periodo. Así mostraba el proceso de encumbramiento de Jackson Pollock en portadas de la revista Life y, en general, co se pone en marcha una historia cannóica del arte que responde tanto a las teorías de Greenberg como al esquema de Barr en el que el arte comprometido y la explicación contextual de las obras pasa a un segundo plano. Manuel J. Borja-Villel, director entonces del museo, era co-comisario de la exposición e insistía, justamente, en que “Bajo la bomba” formaba parte de una programación en la que se proponía un modelo de explicación del arte moderno y contemporáneo opuesto al que ejemplificaba el del MoMa puesto en marcha por Alfred H. Barr. De hecho, un año antes, en octubre de 2007 el Macba había inaugurado la exposición “Un teatro sin teatro” comisariada por Bernard Blistène y Yann Chateigné. Si “Bajo la bomba” se proponía desvelar las estrategias que conducen a un cambio de capitalidad artística y el triunfo de una vanguardia desideologizada, y a cuestionar la hegemonía del arte estadounidense destacando otras prácticas artísticas en los márgenes o la periferia y el esquema evolutivo de Barr, “Un teatro sin teatro” discutía una de las bases argumentales de la escuela crítica formalista que tomaba como referencia a Clement Greenberg: la teatralidad. La teatralidad ha sido uno de los temas de discusión en la crítica americana. Bajo la óptica formalista, teatralidad era un argumento de desvalorización en el análisis de, fundamentalmente, la pintura. Si una obra incurría en teatralidad implicaba que introducía elementos ajenos a la práctica en sí de la pintura, elementos que entonces la alejaban de una línea evolutiva que buscaba un anhelo de pureza de la propia práctica, que la alejaban de una definición autónoma. Pero la teatralidad es recogida como idea afirmativa por la crítica post-formalista como un intento por introducir, justamente, otros elementos en la práctica artística, elementos que no sólo suponen un contagio con otras prácticas sino un contagio con la realidad. En definitiva, más allá de una cuestión lingüística, lo que la discusión sobre la teatralidad ponía en juego es la necesidad o no de un arte comprometido con el mundo que le rodea o un arte cuya finalidad es su propia definición.

Básicamente, lo que lo que las exposiciones del Macba cuestionaban era el modelo hegemónico de explicación de la historia del arte moderno que el MoMA ha ejemplificado desde su fundación y durante todo el siglo XX. Un modelo anclado en el esquema de Barr, basado en una explicación cronológica, evolutiva y en el que el arte es autosuficiente. Frente a ello buena parte de la crítica y la teoría del arte norteamericana había opuesto nuevas formas contextuales de explicación del arte alejadas del dogmatismo formalista de Greenberg.

En 1999, antes de acometer las obras de reforma y ampliación del museo, el MoMA vuelve a presentar su colección bajo el título “Modern Starts”. Pero las estrellas de la modernidad ya no son determinados artistas o movimientos sino una serie de conceptos. Así, olvida la organización cronológica y evolutiva y apuesta por una organización temática destacando tres conceptos clave para explicar la modernidad: “People”, que toma como centralidad la reflexión sobre el hombre; “Places”, explora el lugar ocupado por la arquitectura y el hábitat; y, “Things”, que toma como eje al objeto desde las naturalezas muertas a los collages, pasando por el mobiliario o el diseño. Si el MoMA en 1999 reorganiza su colección temáticamente olvidando el esquema evolutivo que había marcado la historia del arte del siglo XX, en 2003 la Tate Modern de Londres, otro de los puntales hegemónicos en la explicación del arte moderno, también reagrupa su colección temáticamente. En este caso los apartados son cuatro: “Poesía y sueño”, en el que toma especial presencia el surrealismo (ausente en el esquema de Barr); “Estados de flujo”, en el que la presencia primordial la ocupan cubismo, futurismo, vorticismo y sus derivaciones; “Gestos materiales” en el que los ejes lo forman el expresionismo abstracto y el informalismo; e “Idea y objeto” que se ocupa de las prácticas ligadas al arte conceptual y el minimalismo. Vicente Todolí, entonces director de la Tate Modern, insistía en que la ordenación no podía ser enciclopédica, ni intentar explicar todo el arte moderno o su historia, sino diversas historias. Y esas historias además de abrirse temáticamente mostrando los intereses de los artistas por el mundo, la realidad y el contexto que les toca vivir más allá de su definición formal, no sólo rechazaba una visión historicista del arte, también lo abría hacia otras latitudes y contextos. Ese proceso de tematización de la colección permitía, más allá de la doctrina, establecer conexiones entre las prácticas conceptuales en los setenta en Estados Unidos y las que se llevaban a cabo en Brasil. Bajo esta óptica, no forzada por una escolástica histórica y evolutiva, ni forzada por un entendimiento del arte como una disciplina cerrada, es como en “Bajo la bomba” podían establecerse conexiones con propuestas que no habían entrado en la ortodoxia del arte como el teatro agrário o Ramón Gómez de la Serna. Así, es como se inicia una explicación de las múltiples iniciativas de origen artístico que tuvieron lugar en los años setenta como una respuesta comprometida socio-políticamente con su tiempo. Si la Tate Modern incluía las vanguardias brasileñas de esos años, las conexiones se podían ampliar hacia las prácticas artísticas conceptuales en los países de Este, movimientos como Tucuman Arde en Argentina y el “grup de treball” en Cataluña. Lo que la nueva revisión temática del arte del siglo XX desde las grandes estructuras museísticas ha aportado es algo que ya estaba inscrito en las actividades de muchos creadores de los años setenta: aquello que se quedaba fuera del esquema de Barr, aquello que Hearst detestaba de las vanguardias europeas, aquello que restaba pureza e inundaba de teatralidad al arte según la crítica formalista; el compromiso del arte y los artistas con la realidad y su tiempo.

En este proceso, desde la organización temática del MoMA y la Tate Modern, pasando por la puesta en cuestión del esquema de Alfred H. Barr llevada a cabo por el Macba, lo que está en juego es la idea de si el arte tiene algo que decir sobre el mundo o no, si sólo habla de sí mismo o no, si, emulando el título de un ensayo de Xavier Rubert de Ventós, es ensimismado o no.

Vicente Todolí a propósito de la nueva presentación de la colección en la Tate Modern hablaba de que ya no se explicaba una historia, sino múltiples historias. Las presentaciones de las colecciones y, en definitiva, la ordenación de la reciente historia del arte, pero incluso el hecho mismo de coleccionar como un paralelo de comisariar (es decir, poner en relación unas cosas con otras), ha pasado a consistir en la elaboración de múltiples relatos. Al fin y al cabo, el esquema de Barr se presentaba como un relato, con líneas discursivas que llevaban de un lugar para otro. Sólo que ese es únicamente uno de los relatos posibles. Aunque era un relato autoreferencial. Los relatos que constituyen las maneras actuales de entender el arte rechazan aquella demanda inicial de Hearts y el esquema de Barr para situar al arte en un contexto más amplio.

Así “Bajo la bomba”, no sólo ilustraba la tesis que Serge Guilbaut desarrollaba en “De cómo Nueva York robla idea de arte moderno” sino que mostraba como otros artistas habían reaccionado ante el impacto que la Segunda Guerra Mundial y la postguerra habían provocado en Europa. Efectivamente, la guerra y la violencia, no sólo bélica sino aquella incrustada en nuestra sociedad, es una cuestión presente en artistas que van de Juan Muñoz, pasando por Christian Boltansky, hasta las alegorías sobre la sociedad de consumo y la agresión sexual de Paul McCarthy. La sexualidad, como una de las parcelas más importantes de nuestras vidas, una parcela codificada culturalmente y calificada políticamente hasta el extremo de convertirse en una auténtica reclamación ligada a la libertad individual, el uso y connotaciones del propio cuerpo o la denuncia de las exclusiones por razones de género, obviamente es un tema de preocupación para muchos artistas: Mappelthorpe, Araki, Cindy Sherman, Eulàlia Valldosera, Helena Almeida o Sylvie Fleury. Desde ahí se desliga aquel compromiso del artista que ha sido una constante desde la modernidad y que aquellos protagonistas de “Abajo el telón” querían tapar destruyendo el mural de Rivera: por un lado, el compromiso político (Antoni Muntadas, Pep Agut, Ester Ferrer, Bruce Nauman, Antoni Abad, Jenny Holzer, Eve Sussman...); y, por otro, la reflexión sobre nuestra forma de relacionarnos con el entorno (Chillida, Kapoor, Gursky, Thomas Ruff...) o la imposibilidad de hacer, ese bloqueo contemporáneo que aparece como una resistencia y que ancla sus orígenes en Duchamp o en el célebre “I would prefer not” de Bartleby (Ignasi Aballí, On Kawara, Jaume Pitarch...).

Son sólo unas posibilidades de recorridos. Unos recorridos que en la exposición “Barcelona Colecciona” de la Fundación Godia se han dividido en: “Guerras, soledad y expresionismo”, “Erotismo”, “Feminidad”, “Cuerpo”, “Tradición e innovación”, “Materia”, “Minimalismo” y “Espacio”. Ahí están incluidos todos los artistas citados. Podrían ser otros artistas y otros apartados. Pero en cualquier caso denotan la necesidad de entender el arte como una mirada sobre las preocupaciones contemporáneas. Unas prácticas artísticas que hablan, de la realidad, del mundo, de las personas, de la sexualidad o la guerra y cuyo tema no puede ser una autorrefencialidad discursiva, ni la pura decoración, la búsqueda de un entorno abstracto y abstraído del mundo.

Las nuevas generaciones de coleccionistas ya no tienen en la cabeza los modelos de Hearst o Rockefeller, pero sobre todo ya no contemplan los mismos modelos de entendimiento y acercamiento al arte. Aquella demanda desesperada de un arte apolítico, un arte que exalte la belleza, abstracto y decorativo ha quedado desmantelada. Cualquier intento de acercamiento a la producción artística contemporánea no puede quedarse encerrado en un esquema cronológico prefijado. Como tampoco funciona una explicación en términos evolutivos. Lo cual no significa que el arte no sea discursivo, que no responda a sí mismo, sino que, impregnado de la sociedad compleja en la que vivimos, genera preguntas, recoge algunos bocados de realidad o de vida, conflicto, reflexión y mirada sobre el mundo. De tal manera que el interés del arte no está en él, sino fuera de él. O como decía Robert Filliou: “el arte es aquello que hace que la vida sea más interesante que el arte”.


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