DAVID G. TORRES

Nadie es inocente

en Papers d’Art, 76, Gerona, 1º semestre 1999

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Tengo predilección por una metáfora de Levi-Strauss que ya he utilizado alguna vez: el alto en el camino, el lugar en el que nos detenemos después de mucho caminar, allí donde bebemos un poco de agua, descansamos y recuperamos las fuerzas. También en ese lugar podemos hacer repaso de todo el camino recorrido y pensar en el que queda por recorrer. Pero lo verdaderamente fascinante de la metáfora es que el alto en el camino implica la negación del mismo camino. Nos detenemos y desaparece el andar, paras y acaba el camino. Y al mismo tiempo es su premisa básica: sin descanso no podríamos seguir sin caer vencidos por la fatiga. Se parece a algo que sucedía en una obra de Antonio Ortega. Una planta crecía buscando la luz a través de un largo tubo de cartón. Después de un tiempo Antonio Ortega retiraba el tubo y la planta caía fulminada, moría al instante. Aquello que nos hace sufrir es también lo que nos hace vivir.

A bote pronto, es evidente la pertinencia de la metáfora del camino en este marco: pararse a pensar. Pero me interesan más otros sentidos de la metáfora. También en estas páginas he hablado de la dificultad de una eficacia política explícita del arte. De como aquellas obras que se quieren más eficaces, que son más abiertamente comprometidas corren el peligro de jugar al juego de lo que pretenden denunciar. Un caso claro es el de Jenny Holzer. Con obras en el Guggenheim denunciando que sé yo que problemas o represiones, con dinero a manos llenas de fondos públicos o privados para que tranquilicemos nuestras conciencias, bastante tranquilas y solidarias de antemano. Y con un método que busca la misma productividad que la publicidad de Benetton o de Coca-cola (“hay algo mejor que confiar en uno mismo, que millones de personas confíen en ti.

El problema no es el dinero: cuanto más se gasten en arte y cuanto más podamos estirar para trabajar en arte, mejor. El problema está en qué se hace con él. De Jenny Holzer podría decir que es inocente. Inocente en la sociedad poscapitalista que se ha vuelto demasiado cínica y perversa para evitar caer en sus redes utilitaristas. Conclusión, ya no es posible actuar así, quizá porque sabemos o intuimos que había un tiempo en el que sí tenía sentido. Hace treinta años, al final de la dictadura de Franco. No hay distancia entre aquellos conceptuales de los años setenta y Jenny Holzer. Al menos en cuanto a las obras, pero sí hay una importantísima distancia geográfica y temporal. La temporal es la que avisa sobre un peligro que anunciaba Simón Marchan Fiz: el arte conceptual puede devenir formalista. Esto es algo así como decir que sin Franco, las últimas penas de muerte de la dictadura, sin los calabozos y sin los grises, el arte conceptual comprometido políticamente y explícitamente puede ser simple forma. También hay una distancia de métodos: entre una fotocopiadora primitiva o papeles ciclostilados y grandes artilugios lumínicos sobre los que aparecen frases e imágenes. Pero al hablar de política nadie es inocente. No lo eran ellos y no somos nosotros si pensamos que hay algo cándido e inocente en sus obras, algo que envolvemos bajo la nostalgia de cuando era necesario. ¿A quién le seguimos el juego cuando nos ponemos nostálgicos porque ya no es posible hacer política en arte como antes?, ¿seguro que no es necesario ser políticos? Seguramente no como Jenny Holzer, porque ya no podemos ser y actuar exactamente igual que lo hacían los conceptuales de los años setenta, el Grup de treball y etc. La sociedad poscapitalista se ha hecho demasiado perversa para no caer en sus trampas, y tal vez nosotros nos hemos vuelto un tanto cínicos. Por ello es preciso pararse a pensar, a construir, poco a poco y dejar las carreras para otros.

En 1974, Simón Marchan Fiz hacía una precisa evaluación de la situación artística en España en un libro que se ha vuelto casi mítico, quizá por la ausencia de otro material comparable, me refiero a Del arte objetual al arte de concepto. Simón Marchan Fiz comentaba que los artistas en los años setenta se encontraban ante tres alternativas: 1. la aceptación previa de la situación artística y del mercado del arte con el deseo de instalarse en ella, es decir, el deseo de hacer carrera; 2. conscientes de las limitaciones del objeto artístico esforzarse por aliar la calidad de las obras al mercantilismo del producto arte, esto es algo así como convetirse en un buen profesional; y 3. intentar romper la concepción dominante y propugnar propuestas de transformación cuestionando las alteraciones que está sufriendo la función arte. Evidentemente las dos primeras opciones implican la despreocupación o, simplemente, prescindir de la cuestión del arte como producción social. Sin embargo, en la tercera opción la cuestión social y política es una de las preocupaciones primordiales.

A finales de los años noventa las opciones de Simón Marchan Fiz en gran medida siguen siendo válidas. Sólo que precisamente la tercera, que era la más interesante y la más crítica, parece haber sido asumida en las otras dos. Ya no tiene demasiado sentido cuestionar la entidad del objeto de arte, porque no es preciso aclarar que la propuesta más estrafalaria es una obra de arte y porque precisamente esa propuesta no funciona a la contra, declarando que es una obra a costa de querer no serlo. Más bien al contrario, lo es porque lo es y punto. En fin, puede parecernos que la opción 3. es la que ha triunfado sobre las otras. Pero nada es tan inocente y la realidad es un poco más perversa. Podría ser al revés, que lo que en principio cuestionaba la entidad del objeto-arte haya acabado siendo un objeto-arte, asumible, exponible, vendible. No estoy tratando de declarar una especie de pesimismo y de nostalgia de cuando se podía estar a la contra, no declaro una situación apática, en principio es fantástico que el sistema-arte haya sido capaz de asumirlo, exponerlo y venderlo, sino que trato de ver lo que se ha perdido en esa operación y quién ha provocado su extravío. Lo que se ha perdido es precisamente el compromiso crítico, social y político. Ya lo advertía Simón Marchan Fiz: el arte conceptual puede devenir formalista. Pero mucho me temo que tal pérdida no se ha producido en las obras sino que la provocamos los que negociamos con ellas.

Tal vez los contenidos políticos explícitos en arte han dejado de tener sentido por esa perversidad que los vuelve contra sí mismos. Pero no los métodos, los métodos subversivos, donde el arte puede cumplir una función desestabilizadora afirmándose como discurso extraterritorial. No olvidar el fracaso político y social del arte en términos explícitos no quiere decir que no podamos ser activistas en lo político y lo social desde el arte. El problema está en cómo provocar ese compromiso, esa efectividad en lo político y en lo social, cómo ser extraterritoriales y activistas bajo la casi omnipresencia de la institución. Allí es donde todo parece abocado a devenir formalista, a quedar neutralizado.

Hay una diferencia de infraestructuras artísticas entre los tiempos de los conceptuales de los años setenta y ahora. Entonces no había y ahora están construidas sobre una precariedad y un deseo gubernamental de ser modernos. No hay que confundir el hecho de que la creación de las infraestructuras artísticas vengan dictadas políticamente como una forma de modernización con calzador, con el hecho de que en arte también se tenga que trabajar así. Las altas instancias pueden querer efectividad inmediata, nosotros debemos desear trabajo en intensidad. El hecho de que se hayan construido todas esas infraestructuras no es el problema, sino que tal vez no hemos sabido negociar con ellas desde el arte

Quizá nunca hemos vivido un momento más afortunado para el arte: se multiplican los ciclos de exposiciones, los museos dedicados a arte contemporáneo, etc. Sí, hemos visto miles de exposiciones, tenemos la oportunidad de observar nuevas en cualquier lugar, y sin embargo no sabemos muy bien de qué demonios hablamos. Aunque de lo que no cabe duda es del triunfo del arte como medio, … medio de no sabemos muy bien qué. Ahí es donde comisarios y críticos tenemos que negociar, tenemos que dar sentido a ese medio. Dar sentido a ese medio quiere decir salvar la fractura entre el compromiso político y social no explícito de las obras y la voluntad mediática por neutralizarlas. Por negociación entiendo hacer evidente como críticos y comisarios que obras como Más alto de Mireya Masó en la Capella, la Agencia de intervención en la sentimentalidad de Javier Peñafiel o los videos Joan Morey no están siendo utilizados por la institución sino que ellos son los que la usan e introducen un virus de desestabilización en el sistema de indudable compromiso ético, político y social. Al desvelarlo es donde jugamos un verdadero papel negociador, donde damos sentido a ese medio. Es ahí donde desde la reflexión sobre el arte (como crítica, comisariado, etc.) podemos jugar un papel decisivo.


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