DAVID G. TORRES

Un planeta redondo y azul

en Visions de la Col.lecció d’Art Contemporani Fundació “La Caixa”, Palma de Mallorca, mayo, 2000

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André Breton decía que el arte será convulsivo o no será, muchos años más tarde Damien Hirst ha escrito al inicio de un enorme catálogo que repasa toda su obra una frase que viene a decir, el arte trata sobre la vida y la muerte, pero es que no hay nada más. Ambas declaraciones salvan la distancia temporal que las separa y podría parecer que una tenga que venir lógicamente tras la otra. Porque en definitiva lo que expresan es la voluntad de que el arte incida en nuestras vidas, tenga algo que decir, que el arte nos habla, habla de nuestras vidas, de nuestro entorno y de nosotros mismos. Y en ambas lo que hay es un rechazo frontal hacia la explicación formalista. De tal manera que queda clara la relación cada vez más intensa entre el surrealismo y el arte actual. Las relecturas constantes que se dirigen hacia el surrealismo, que también se avanzan hacia Dada, Pop-art y Nuevos realistas y que marcha atrás fijan su mirada en el Simbolismo, tienen que ver con una relectura general del arte. Una relectura que rechaza la idea de una linealidad evolutiva de la obra de arte hacia algún tipo de esencialidad, que alejaba al arte de un contacto directo con la realidad y de un contacto real con la vida, que presentaba las obras como objetos intelectualizados recluidos sobre sí mismos y su definición. En esa relectura que va de André Breton a Damien Hirst lo que está en juego es la reactualización del potencial simbólico de la obra de arte, la primacía del sentido sobre la especulación formal y la voluntad por enlazar el arte con la realidad y la vida. Y quien está en el centro de todo ello es el individuo.

Pero a qué individuo se dirigen las fotografías de Thomas Ruff, Andreas Gursky, Thomas Struth o la maquetas de ciudades desérticas de Miquel Navarro. En las fotografías de Thomas Ruff aparecen dos naves industriales entre calles seguramente sin nombre, con apenas alguna señal de tráfico. Son lugares anónimos y sin historia. Las calles de Nueva York o del antiguo Berlín del Este fotografiadas por Thomas Struth sí tienen historia, sin embargo están vacías, vacías de gente, no hay nadie, sólo edificios, calles y vehículos. Y en las fotografías de Adreas Gursky aparecen lugares habitados o llenos de historia y también hay gente, aunque lo inquietante es que provocan la misma sensación de vacío. En una de sus imágenes muestra el “Hong Kong Shangai Bank”, un enorme edificio en el que la actividad laboral de los despachos y la gente que trabaja dentro se refleja en el exterior iluminando el edificio en franjas blancas y rojas; y en otra, una vista panorámica del conjunto monumental de Tebas sigue la alineación vertical de la carretera de acceso, el horizonte se pierde en una vista aérea sin limitaciones geográficas, en los planos más próximos se puede apreciar la presencia de personas, algunos turistas tal vez. Pero es preciso mirar con cierto detenimiento porque las personas son tan diminutas, están tan borradas en la marea de un espacio opresivo que cualquier atisbo de identidad individual se pierde. Todos ellos son lugares en los que los seres humanos habitamos, vivimos, trabajamos, visitamos y actuamos anónimamente… y ahí está el problema.

El anonimato impera en las imágenes de Andreas Gursky. Si en Thomas Ruff ese anonimato tiene que ver con la ausencia de historia y en Thomas Struth con el vacío, en Andreas Gursky tiene que ver con la escala y las dimensiones del espacio y los objetos. Cuando la nave Apolo envió la primera imagen del planeta Tierra desde el espacio no descubría nada nuevo, ya sabíamos que la Tierra es redonda, que es un planeta entre millones de estrellas y que habitamos ahí dentro entre millones de personas. El problema era la imagen… ver esa imagen de un planeta azul y redondo, porque en esa imagen estábamos contenidos y retratados aunque no nos pudiésemos encontrar. De alguna manera la escala humana se quiebra, se pierde a costa de reencontrar tu propia dimensión. Tal vez por ello la vista general de la Tierra a través de un super-zoom que como una cámara de satélite-espía se va cerrando, penetrando primero la estratosfera, dibujando un país, acercándose a una ciudad, un barrio y entrando finalmente en una casa, es un recurso frecuente en el cine actual estadounidense. Es un recurso narrativo que sirve para dar escala y dimensión a la historia que se va a narrar. Una escala y una dimensión que, a falta de una palabra mejor, tendré que calificar de existencial. Si me veo obligado a responder quién es el individuo retratado en una fotografía de Andreas Gursky tendré que concluir que ya no puede ser un espectador erguido y autoritario, sino ese mismo espectador reducido en un anonimato compartido dentro de una vista general dominada por una dimensión espacial.

Y entonces si Andreas Gursky, Miquel Navarro, Thomas Ruff o Thomas Struth se dirigen al espectador de una manera tan sutil pero al mismo tiempo tan directa, si lo incluyen en la obra aunque sea de manera abrupta, o tal vez, por ser de manera abrupta, provocando esa toma de conciencia de la propia dimensión, entonces porqué levantar un muro discursivo entre ambos, porqué cobijar sus imágenes bajo un imperio retórico. O es que todavía tengo que poner en duda que una imagen fotográfica sea una obra de arte (suponiendo que el hecho de serlo o no tenga alguna importancia) o es que, por un prejuicio inconsciente, debo de justificar todas las formas del arte contemporáneo. Tener que justificar por ahí una obra de arte implica levantar un falso muro. Los artistas son individuos que viven en este mundo hoy y por ello utilizan recursos y códigos propios de este mundo hoy, y esos recursos y esos códigos son los que el espectador está más dispuesto a asimilar puesto que con ellos nos movemos a diario. El arte habla con un lenguaje contemporáneo de problemas contemporáneos a un espectador contemporáneo. La retórica formalista levanta una barrera allí donde ha sido abolida con naturalidad e incita a pensar en códigos del pasado que justifiquen los resortes actuales.

Sophie Calle trabajó una temporada como asistenta en un hotel y fruto de esa experiencia realizó la obra “Hotel”. Durante ese tiempo se limitó a fotografiar secretamente los objetos y enseres personales que cada huésped dejaba en su morada transitoria en una habitación de hotel: zapatos ordenados, neceseres u otros objetos más o menos dispersos. En sus fotografías tampoco queda nadie, tan sólo los restos dejados por personas anónimas. “Hotel“ es un retrato de intimidades, una especie de recorte de la silueta de un individuo. La escultura de Jorge Barbi “Invernáculo. Recipiente para ausentarse” es directamente el recorte de una silueta, una especie de lugar en el que refugiarse del mundo encogido en postura fetal y aislado por el corcho. Pero también podemos preguntarnos qué identidad queda de cada uno de los huéspedes transitorios en habitaciones de hotel y si su foto o su retrato nos habría aclarado más sobre su personalidad. Y si lo que buscamos son retratos ahí tenemos a Cindy Sherman. Lleva años fotografiándose disfrazada de mil maneras —como un arquetipo de figura femenina en películas de serie B o como un personaje en una película de terror— y sin embargo esa abundancia de su cara, de su fisonomía en cada una de sus fotografías, obligó a Rosalind E. Krauss a preguntarse dónde está la verdadera Cindy, la Cindy real. Pero cuando Rosalind E. Krauss se preguntaba por la Cindy real no es que la intentase buscar por algún sitio, sino que se preguntaba si existía, si existía tal concepto, si existe una identidad.

Reconsiderando un poco la situación nos hemos encontrado con unas obras que hablan del anonimato, que con una especie de zoom provocan una reflexión elemental sobre nuestra propia dimensión individual frente a la realidad, y, por otra parte, obras que cuando entran directamente a intentar retratar ese individuo lo muestran deshecho, blando, sin atributos. No se propone ninguna solución, ningún acto abierto de rebeldía, no hay utopía, simplemente un sujeto anónimo y blando. Blando como las figuras antropomórficas de trapo tumbadas mirando al infinito de la obra “Va y ven: miradores de estrellas” de Victoria Civera. Y ahí en esta especie de desánimo de la que parecen ser portadoras es donde los sectores más reaccionarios han querido ver una falta de horizontes en el arte actual, como si todo ello no fuese más que un síntoma de su desidia. En otras palabras, ahí es donde algunos declaran que el arte ha llegado a su fin y que sólo le queda hablar con cierto cinismo de un individuo volcado hacia su propia privacidad (como los cuadros hechos de retazos de cotidianidad de Victoria Civera).

Efectivamente, los anhelos utópicos en arte se han perdido y las obras de arte muestran a un sujeto blando, perdido en una sociedad sin referentes y hundido en el poder masificador de los medios de masas. Pero precisamente por ello el arte ha recuperado determinado comportamiento vanguardista que consistía en no perder su potencial cuestionador y desafiante. El fin de las utopías se ha asimilado al fin del arte, sin antes entender que el fin de la persecución de no sé que anhelo esencialista para la obra de arte y de revolución global no implicaba el tan mencionado “todo vale” y mucho menos que no quede nada por decir; y que el final del anhelo utópico tampoco presupone caer en un estado apático, sino que al contrario, y como vengo mostrando, el individuo puede situarse en el centro de preocupación. Porque de lo que se trata no es ya de jugar un papel que contra el autoritarismo y lo totalizador usa unas fórmulas autoritarias y totalizadoras, sino que el arte trata de ser efectivo mucho más cerca del suelo, provocando que el individuo tome conciencia de su propia individualidad. Y me pregunto si todo ese rechazo al arte por no preocuparse por problemas globales y “refugiarse” en el individuo no tendrá que ver con el miedo, el miedo al autorretrato que impone, si se asume radicalmente, una toma de conciencia sobre el propio espacio vital.

Bruce Nauman es uno de los artistas actuales con una evolución más extrema y sin embargo intensamente coherente. A finales de los años sesenta se encontraba solo en un nuevo taller vacío y sin saber que hacer. Pensó que si aquello era el taller de un artista y él era un artista todo lo que hiciese sería arte. Así que empezó a filmarse solo en su estudio. Pero la reflexión de él como artista le empujaba directamente a pensarse a sí mismo como individuo y aquellos cuatro muros que encerraban sus movimientos también empezaron a ser los cuatro muros en los que se podía mover como individuo, los cuatro muros en los que sus movimientos como individuo quedaban encerrados. “Yo tengo trabajo, tu tienes trabajo, nosotros tenemos trabajo, esto es el trabajo… Me gusta beber, te gusta beber, nos gusta beber, esto es beber… Yo no quiero morir, tu no quieres morir, nosotros no queremos morir, esto es miedo a la muerte”: son algunas de las frases que recitan una especie de presentador y presentadora en sendos monitores que forman la pieza “Good boy / Bad boy” de 1985. Frases que siempre tienen el mismo sencillo esquema y que repasan y resumen prácticamente todas nuestras actividades, nuestros deseos y nuestros miedos: jugar, dormir, amar, comer, ser bueno, ser malo, odiar, pagar, aburrirse, orinar… Según avanza la declamación los dos actores/presentadores van subiendo el tono del discurso en una agresividad creciente. Pero ¿qué es lo que los enerva hasta tal extremo?. Probablemente el mismo hecho de que en esas frases también quedan encerrados todos nuestros posibles movimientos, que resumen todas nuestras actividades, que de alguna manera funcionan como esa vista general del planeta Tierra: la conciencia de que se está ahí dentro… pero con un agravante. Los códigos culturales y sociales bajo los que actuamos están altamente estructurados y ello implica una suerte de coacción social que se ejerce con violencia psicológica y se asume agresivamente. La obra de Bruce Nauman devuelve el mismo tipo de retrato cruel que Andreas Gursky, sin dejar escapatoria posible, sin utopía. Es existencial como lo es la escultura-autorretrato a tamaño real de Stefan Hablutzel con treinta y tres años al lado de su padre con los mismos treinta y tres años. Tempus fugit: la obra de Stefan Hablutzel también es una vánitas contemporánea.

Pues bien que el arte se dirija al individuo que intente resituarlo en su dimensión no implica que haya perdido toda su finalidad, sino que tal vez esta ha cambiado, que como declara Nicolas Bourriaud en “Esthétique relationelle”: “las utopías sociales y el espíritu revolucionario han dejado paso a las microutopías cotidianas”. E incluso quizá no haya habido ningún cambio, sino simplemente un entendimiento distinto del arte por aquellos que hacemos los discursos, que hablamos de él, que lo teorizamos.

Si André Breton hablaba de que el arte debe ser convulsivo se refería a que debe provocar algún tipo de convulsión y si reflexiona sobre la vida y la muerte, como dice Damien Hirst, es que no es un objeto cómodo, y entre ambos debe empujar hacia algún tipo de crisis en el individuo. La incomodidad y la crisis implican que su función no consiste en tranquilizar nuestras conciencias y reafirmarnos lo que ya pensábamos, ni siquiera indicarnos la línea correcta por la debemos movernos. Su efectividad es más modesta y al mismo tiempo más radical. Podría consistir en resituar y descolocar al individuo de sus seguridades para introducirlo en la pérdida de referentes que significa habitar la realidad. En fin, empujar al individuo a la toma de conciencia de sus propias dimensiones, de su propia individualidad… aunque recuperarla signifique más que nunca asumir el anonimato.

Todo ello implica un movimiento en el que la estética deja paso de nuevo a la ética, es decir que la solución estética es una solución ética. Joseph Kosuth declaraba que “el arte en tanto que generador de conciencia posee un valor y una eficacia política más sutil, más profunda incluso, que si se contentase con ser vehículo de un contenido”. Generar conciencia es la forma que Joseph Kosuth tenía de nombrar la incomodidad del arte y al hablar de política creo que señalaba esa centralidad de la solución ética. Aquí la responsabilidad de aquellos que hablamos sobre arte no es ocultar bajo el discurso o la coartada formal la capacidad incisiva del arte en el terreno ético y político, sino hacerla efectiva.


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