DAVID G. TORRES

Martí Anson. I have been there before (II)

en Imago 2001. Encuentros de fotografía y vídeo, Salamaca, junio, 2001

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Una serie de diapositivas aparecen proyectadas en un efecto de “trompe l’oeil”, de ventana abierta, ocupando el muro desde el suelo al techo. En un ritmo repetitivo provocado por los temporizadores de las máquinas de diapositivas, van apareciendo imágenes de las Ramblas barcelonesas. Sobre una diapositiva se funde la siguiente, de tal forma que vemos en instantáneas cómo una pareja avanza hacia nosotros y cómo tras ellos avanzan y se alejan otras personas. Pero el ritmo es lento y algo irreal, a un paso hacia delante a veces le sigue otro hacia atrás y vuelta a empezar. Tras horas de contemplar la proyección no sucede nada, esas personas siguen allí pisando las mismas baldosas de las Ramblas una y otra vez.

La pieza se titula Invitación a pasear y aunque tal vez no nos sintamos muy tentados a seguir el paseo, el efecto de “trompel’oeil” de la proyección nos incluye, de alguna forma estamos dentro de esa imagen, dentro de ese paseo que no avanza. No avanza porque el tiempo parece estar congelado: un trozo de tiempo cogido al azar se repite como un “loop”.

Si una fotografía es ya por sí misma y por definición la imagen de un tiempo congelado o, como su nombre indica, una instantánea: ¿por qué esa necesidad de mostrar una y otra imagen, de insistir sobre ello?. Posiblemente se trata de una acción repetida o un “loop” de una situación cotidiana cogida al azar, pero desde el momento en el que como espectadores nos situamos delante de esa progresión de imágenes y pasamos a formar parte de ella, precisamente, lo que no podemos negar es el trascurso del tiempo. Lo que está pasando delante nuestro mientras estamos ahí parados frente a esos paseantes de las Ramblas, es sobretodo y antes que nada tiempo. Ahora, ante ese continuo de imágenes semejantes, el tiempo está más presente que nunca; tan presente como lo está ante la pieza de Martí Anson Las diez y diez: un reloj parado en una hora concreta pero cuyo segundero no deja de funcionar. De igual manera insisten los temporizadores de los proyectores de diapositivas al dejar caer una imagen tras otra.

El tiempo es movimiento y como tal se define por el transcurrir de las cosas. Hay un antes y un después, una durabilidad a lo largo de la cual las cosas pasan, varían y se mueven. Movimiento y cambio están ligados. La progresión de los hechos parece ser la siguiente: el tiempo es movimiento y el movimiento implica cambios. En la obra de Martí Anson el movimiento y la sustitución de imágenes más que negar, afirman con rotundidad el paso del tiempo y sin embargo no trascurre nada, las cosas no cambian, sino que se recomponen. No es un tiempo negado, sino en suspenso, en infinita espera.

Tal vez se trata sólo de eso, tal vez todo el juego que Martí Anson propone sobre un tiempo que se enrosca, que se mueve pero no avanza, en el que el antes y el después están pegados en un presente continuo, tiene que ver precisamente con la espera, con el esperar algo. Pero, ¿quién está esperando qué?.

Al principio de este texto señalaba cómo la proyección de diapositivas es una especie de “trompe l’oeil” que provoca nuestra inclusión en la obra. En definitiva somos nosotros quienes recreamos una experiencia en la que el tiempo trascurrido delante de la pieza parece ser el objeto. El verdadero sujeto de la obra es el propio espectador, su experiencia, frente a ese lapso de tiempo en el que no sucede nada; en definitiva, es él el paseante. Marcel Duchamp decía que la obra de arte finaliza en la mente del espectador, que es él quién acaba un proceso del cual el artista sólo es el iniciador. Si así sucede en la obra de Martí Anson, es porque su interés está en llevarnos a un cierto estado de inquietud, a un estado de espera, al lugar en el que generar una serie de expectativas. El problema es que el fin es la propia espera; que todas las expectativas que generamos, quedan frustradas. Pasear es caminar sin un propósito fijo y sin finalidad.

Las obras de Martí Anson vienen a declarar una especie de “¡pasen y vean!” para mostrar que no hay nada a ver o esperar. Posiblemente el mejor espectador es el que declara que total no hay nada a ver con un escéptico: “¡Ah, las imágenes se repiten!”. Y esa respuesta escéptica seguramente también tiene que ver con el hecho de que ese paseo por las Ramblas no es más que una situación cogida al azar. Podría haber sido cualquier otra. Porque el interés de la obra está en situar al espectador en una posición en la que genere una serie de expectativas y mantenerlo ahí, sin llegar a ofrecer una solución. Y porque al tratarse de una situación al azar incluye todas las situaciones posibles, pasa a ser una especie de síntesis o de ejemplo tomado por casualidad de cualquier otra situación vital y, entonces, adquiere un valor metafórico. Ya no se trata sólo de que pasear sea caminar sin propósito fijo; ya no es sólo esa situación la que no consigue cubrir nuestras expectativas; si no todas.

Lo que ahí destaca es precisamente la importancia vital de los momentos de tránsito, de expectativa o de viaje, frente a los resultados y los destinos ya conocidos de antemano.

Por ello, para hablar de la obra de Martí Anson algunas veces he utilizado metáforas relacionadas con el viaje, con la intensidad del viaje en sí y esa especie de angustia que nos empuja a rehacer las maletas al poco de deshacerlas para volvernos a poner en marcha. Pero tal vez esas metáforas eran excesivamente líricas con una obra que se presenta cruda, sin dejar demasiadas escapatorias y casi como la constatación de unos hechos frente a los que el espectador no tiende a sentirse cómodo. Cuando Martí Anson plantea un viaje, éste es mucho más real, cotidiano y, seguramente, desalentador.

Una estación de metro, un paseo por las Ramblas o un cruce de calles: son elementos de la realidad cotidiana que hablan con un lenguaje contemporáneo al individuo contemporáneo. Elementos de una obra realista, que usa datos de la realidad reconocible con objetividad y presentados secamente, y que por esa misma sequedad se abren intensamente para plantear de manera implícita cuestiones de carácter universal; también debido a su buscada objetividad, esos datos tomados de la realidad son apropiados por el espectador que los subjetiviza o entra en una relación de empatía con la obra.

En Invitación a esperar aparece una estación de metro de Barcelona. También en proyección, un vídeo en un plano fijo y a tiempo real muestra simplemente lo que sucede en 30 minutos en un andén del metro. Sólo hay un cambio, el sonido no es real aunque podría serlo. Durante esos treinta minutos suena música de sala de espera.

Aquí el tiempo no está presente de una manera tan absoluta como con la cadencia de caída de diapositivas de Invitación a pasear. El único detalle temporal viene dado por el reloj que marca el tiempo de espera hasta el próximo metro. Es un reloj que descuenta los minutos y segundos que faltan, el tiempo que debemos esperar. Pero no es un reloj exacto, sino que miente porque él mismo se va adaptando al tiempo real que tardará el metro en llegar. Mientras, los pasajeros esperan. Lo que enuncia ese reloj son lapsos de tiempo perdido, segundos y minutos irrecuperables, como ese tiempo fantasma que aparece en las dos fotografías del mismo título en las que una persona aparece al principio del anden en el minuto uno y veintidós segundos y al final del anden en el mismo minuto y veintidós segundos. Ese lapso irrecuperable va más allá, porque inunda todo el anden del metro, todo el tiempo de espera irrecuperable, ese tiempo de espera siempre idéntico y para el cual no es necesario fijar un día, porque es igual en todos.

Si en Invitación a pasear una situación azarosa ha sido modificada en una especie de bucle infinito, en Invitación a esperar esa situación no está modificada sino presentada tal cual es. La música de fondo ofrece el contrapunto falsamente optimista. Ahí interviene la ironía al convertir toda una estación de metro en una sala de espera, en un lugar al margen de los sucesos y del cambio, de una temporalidad desnuda, definida por el movimiento pero sin finalidad.

En una comedia en la que Steve Martin es el protagonista, éste al levantarse por la mañana se da cuenta de que en realidad está en el mismo día que la noche anterior dejó atrás. En la película la situación se repite infinitamente, todos los días son el mismo, siempre es hoy. Hasta que finalmente Steve Martin consigue escapar de esa especie de túnel del eterno retorno y resulta que llega el día que ya es mañana. Y sin embargo, está en la misma cama, el despertador ha sonado a la misma hora y la ciudad es igual... tal vez hoy lloverá.


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