DAVID G. TORRES

¿Qué es lo que hace que nuestros hogares sean tan maravillosos?

en Rafel G. Bianchi, Comedores, cocinas y salas de estar, Barcelona, octubre 2001

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En nuestras casas occidentales, en esos comedores y salones uniformemente equipados con mobiliario sueco, evidentemente se come y se ve la televisión. En ese entorno rodeado de familiares, niños, amigos y animales también follamos y nos drogamos, a veces intencionadamente, otras veces como adictos a medicamentos auto recetados, publicitados, para el insomnio y para estar despierto, para el dolor de cabeza, para el estrés o la depresión; también pegamos y somos pegados, violamos y somos violados, nos masturbamos, maltratamos, herimos. Y todo ello sucede con aparente normalidad, quizá porque no tiene nada de extraño, sino que es la materia misma de la domesticidad. Frente a la violencia encorsetada de la televisión, con demasiada sangre y demasiado explícita para ser real, R. G. Bianchi ha trazado en su trabajo los planos de los encuentros violentos, sexuales y enfermos que recorren el escenario de nuestro entorno doméstico. Planos, esquemas e ideogramas en los que algunas partes están borradas, inacabadas o han desaparecido borrando sus huellas, en los que aparecen rastros de violencia o sexo, de animales y cosas que no deberían estar ahí, en figuras aparentemente inocentes como cromos infantiles que muestran, en ocasiones, pistas de una imaginería erótica masculina heterosexual. Y nada de ello es explícito o dramático, sino fría y secamente expuesto a través de un dibujo de precisión, de recortables, letra impresa y signos.

Hacer una foto bonita es sencillo, hay cientos de ellas, basta con ampliarlas lo suficiente con un papel de buena calidad y se obtendrá una imagen tan enigmática y sugerente como cualquier otra. Y sin embargo sin hueco para pensar, sin ningún elemento intencionadamente inquietante, que dirija la mirada y que sea el detonante de algo, que revele algo más allá de la posible belleza y sugerencia de la imagen. El problema no está en la fotografía, sino cuando a ésta no se le deja espacio para la inteligencia, un espacio para pensar y que la trascienda de una mera competencia con la imagen publicitaria. Las imágenes de R. G. Bianchi, fotográficas o no, proponen una dirección de la mirada que nada tiene que ver con el deseo de elaborar una imagen bella o sugerente, sino una imagen que debe ser recorrida e interpretada, que es preciso recomponer. Su frialdad o sequedad empujan a una reconstrucción de carácter intelectual: es preciso leer la imagen. Y no tanto porque sean narrativas como por su potencial simbólico. Quizá cercanas al intento duchampiano de construir máquinas como una manera de llegar a un grado de cero estético y que ese cero sea un intensificador del sentido; la sequedad del plano, del cromo y de la imagen obtenida de forma mecánica evita que la mirada se pierda con otros elementos a fin de concentrarse en aquello que cada flecha, palabra, mueble cojo o cromo pone en relación con el resto de la imagen para acabar recomponiendo un escenario de sexo, deseo, enfermedad y violencia doméstica.

Al hablar de ese escenario o al querer representarlo la opción más fácil es la explícita, que documenta o muestra la violencia sin guiños, sin distancia, próxima y caliente. Esa es la imagen pornográfica de la violencia y el sexo que vomitan los medios de comunicación y que el arte, en no pocas ocasiones, se apropia como un medio de denuncia explícita. Pero la denuncia en arte, es decir, allí dónde intenta constituirse como compromiso político que busca una efectividad directa, está abocada al fracaso. En primer lugar, porque no consigue una real denuncia que lleve a la solución de no sé qué conflictos, más bien actúa como un bálsamo de conciencia, como unas cuantas píldoras que tomamos para tranquilizar nuestras conciencias mientras dura la visita a una exposición. Y en segundo lugar porque a costa de una voluntad denunciativa y de compromiso político explícito se pierde precisamente el coeficiente simbólico, el arte pasa a ser un simple medio trasmisor de noticias. Evidentemente, la obra de R. G. Bianchi no tiene ningún interés por la denuncia de la violencia doméstica, ni siquiera se presenta como un intento por exorcizar los propios fantasmas en una especie de terapéutica psicoanalítica. Más bien presenta los hechos tal cual son, en una especie de momento de tensión inminente, en un lugar en el que podemos quizá reconocer las huellas del delito. Ese tipo de frialdad formal tiene mucho que ver con el cine, con la tensión no explícita y no sanguínea que acompañan a Hitchcock o a Linch, como una escena ralentizada o reproducida al revés, dónde sólo aparentemente no sucede nada. Sin embargo, precisamente es ahí donde, al destapar el coeficiente simbólico de la obra de arte, al representar esa realidad extraña, latente y tensa, actualiza el verdadero compromiso político que el arte puede hacer efectivo. Simplemente porque esas imágenes son incómodas.

Son inocentemente incómodas, es decir, son perversas. Y son perversas no por el hecho de ver a una niña masturbándose con una aspiradora, sino porque esa imagen es aparentemente inocente, es decir, no es histriónica, ni declamatoria, simplemente está ahí. Esa aparente inocencia es la que aumenta el grado de perversidad de la operación de R. G. Bianchi, en tanto que sus obras están naturalmente destinadas para incomodar espacios cómodos o, por lo menos, tan cómodos como aquellos que representa. Buena parte del arte contemporáneo ha rechazado la idea de servir para decorar salones privados, optando por decorar salones públicos, en fin, buscando su destino en un museo. Sin embargo, las obras de R. G. Bianchi quizá son sólo la parte de una instalación que es preciso completar, una especie de instalación en potencia, porque posiblemente dónde cobran más sentido es en un interior doméstico. En un interior también equipado con muebles suecos, también aparentemente inocentes, también con una realidad oculta y pegada a su tapicería, en la cual el plano lleno de nombres de medicamentos de R. G. Bianchi funcionaría como una especie de espejo irónico, que busca o provoca un guiño de complicidad o de sonrisa cómplice y perversa que se destapa al recordar todo lo que allí sucede mientras, entre otras cosas, comemos y vemos la televisión con amigos, familiares, niños y animales.


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