DAVID G. TORRES

La encrucijada. Acción política, arte y comisariado

en ¿? febrero 1999

Versión para imprimir de este documento Enviar la referencia de este documento por email title=

En abril de 2000, Antonio Ortega presentó una exposición en la Sala Montcada de la Fundació "La Caixa" bajo el título Registro de Caridad. Su obra era fruto de haber apadrinado una cerdita en Londres y de dar de comer sus propios vómitos a unos anónimos pájaros en la entrada de su casa. La exposición ponía en evidencia nuestros prejuicios respecto a la caridad y la generosidad con una pregunta implícita muy simple: ¿qué es más generoso o caritativo, ofrecer a una cerda un nombre y un hábitat ideado por nosotros, que en el fondo es una especie de encierro, o dar de comer vómitos a unos pájaros que siguen siendo libres y que pueden decidir si comer eso o no?, ¿cómo medimos nuestra generosidad, en base a nuestra propia satisfacción personal o en base a la del objeto con el que pretendemos ser caritativos?, ¿qué mide la generosidad, nuestro esfuerzo o el resultado?… Para comentar la exposición de Antonio Ortega utilicé una noticia que había aparecido en un telediario reciente: Chrissie Hynde, líder de The Pretenders, había sido detenida en Nueva York mientras se manifestaba en una tienda Gap contra la venta de prendas de piel realizadas a partir de la explotación de vacas en la India. La historia era larga y complicada, la moraleja final consistía en preguntarse quién se beneficiaba de qué, si Gap con la publicidad gratuita que le hacía Chrissie Hynde o la propia cantante al ganar minutos de televisión con un reciente disco en el mercado.

Ambos ejemplos hablan metafóricamente de política, de los límites de actuación política. Y creo que esos límites son semejantes a los que plantea Slavoj Zizek cuando traza la encrucijada política frente a la que se encuentra la izquierda radical. Muy sucintamente y simplificando probablemente en exceso las palabras de Zizek: es la ultraderecha la que se ha apropiado del discurso obrero y la que utiliza un lenguaje populista en contra del capitalismo tardío y globalizador en el que vivimos. Esa ultraderecha y su discurso es criminalizada por los partidos políticos democráticos, porque se sitúa más allá de los límites trazados por la democracia y es, sin duda, la adversaria. Pero lo que se convierte en adversario son también sus argumentos, esos que correspondían a la izquierda radical y que la fuerzan a situarse también más allá de la línea de la democracia o a renunciar a ellos y ser una izquierda cómplice del capitalismo extendido. Al fin y al cabo, todo sistema debe encontrar su adversario para poder legitimarse (no en vano las políticas del gobierno español y del gobierno catalán se basan en la búsqueda de un adversario que los legitime), es un proceso de feed-back, de entropía que beneficia el sistema, de contrario que corrobora…

El problema es entonces, cómo salir de esa encrucijada, cómo mantener una posición política clara y radical sin caer en la trampa de lo alternativo o, peor, de convertirte en un adversario que en el fondo legitimiza el sistema frente al que pretendes oponerte; por quién decidirse por Gap o por Chrissie Hynde, si son lo mismo; qué es menos malo apadrinar un cerdo y dejar limpia tu conciencia por unos pocos pounds o dar de comer tus vómitos a unos desdichados y agradecidos pájaros.

Estoy tentado de decidirme por el hecho de que vomitar para dar de comer a unos pájaros es la mejor opción. Porque es una opción que, a pesar de lo que tiene de marginal y de provocador, en el fondo, depende de una decisión individual y ética. Esa actitud individual y ética es la que deja entrever Slavoj Zizek como posible solución a la encrucijada. En quien Manuel Delgado ve el poder de detentar esa solución de posible compromiso real y político porque es antes que nada individual y ético, es en el transeúnte: “Si el poder político se ocupa de lo lejano, del proyecto, de lo perfecto, la masa se ocupa de lo cotidiano, lo estructuralmente heteróclito. Porque renuncia a tener un fin y funciona a la manera de una reunión de partículas que se agitan, la muchedumbre constituye una comunidad de seres anómicos, es decir de componentes que se mueven al margen de cualquier organicidad”1. Manuel Delgado habla del poder transversal que puede detentar el individuo y que escapa a un sistema de contrarios que se caracteriza por su capacidad para asimilar, criminalizando o recluyendo en un gheto, aquello que se pretende a la contra.

Sería estúpido pensar que esa encrucijada, esa encrucijada política y ética, es ajena al arte, como es ridículo pensar que nada es ajeno al arte

De igual forma, si todos nuestros actos son políticos, todas las obras de arte son políticas. Se trataría entonces de ver qué opciones le quedan a aquellas que pretenden un compromiso político crítico y radical. (Otra cosa sería discutir que muchas obras de arte contemporáneo al margen de su soporte material son intencionadamente fieles a la línea, colaboradoras del capitalismo tardío y colaboradoras de esa derecha política cada día más extendida). Y posiblemente esa solución insinuada, y que a duras penas podemos denominar solución sino simplemente actitud, también atraviesa la efectividad política de la obra de arte.

Aquí la anécdota de Chrissie Hynde manifestándose frente a Gap vuelve a sernos útil. En el relato de los hechos podía parecer que la cantante realmente aprovechaba esa manifestación para promocionar su último disco, es decir, que es una cínica. Y ese es precisamente el problema: era el relato de los hechos el que ponía en duda la credibilidad de Chrissie Hynde. Lo que menos me importa es si ella era o no era honesta, yo no pongo en duda su honorabilidad, lo que sí es importante es cómo tal acción era ingenua y provocaba que fuese considerada una adversaria que fácilmente se reducía y se ponía en duda. Lo que sí importa es la inutilidad y la nula efectividad política de su acción. Y vuelve a ser válida aquí, no porque despierten mi interés las vacas de la India, el comercio de Gap o la música de The Pretenders, sino porque creo que tal actitud sirve metafóricamente para comprender la nula efectividad política de muchas obras de arte que trabajan en la denuncia explícita y la acción política directa. Toda su efectividad queda reducida a ser simples adversarios, habitantes de los márgenes que ratifican el centro definiendo sus confines, a quedar codificados como acción política museable o, peor, al pasar a la acción política explícita se pierde no sólo la efectividad sino también el arte.

Si en política el precio a pagar de la izquierda radical es confundirse con una ultraderecha que se sitúa más allá de cualquier efectividad crítica según las leyes democráticas o, al contrario, convertirse en cómplice demócrata de las nuevas formas del capitalismo tardío; en arte el precio a pagar al hacer de la obra un lugar de acción política explícita tiene que ver también con la pérdida de su efectividad política y la pérdida del propio arte. Estos son los límites trazados por esa encrucijada: pérdida de la efectividad política, pérdida intencionada, pérdida al quedar recluido como adversario y pérdida al ser asumido y neutralizado; y pérdida del arte, al confundir la acción política con el trabajo en arte, al olvidar que tratamos con un producto cultural para el cual el marco del arte no es una mera excusa (me preocupa esa idea que se va extendiendo según la cual lo que no funciona en un partido político o en un sindicato, tal vez funcione en arte). Por ello, si hay solución a esa encrucijada, esta pasa por una actitud ética e individual que creo que es una de las opciones de compromiso político más radical que nos quedan.

Ivo Mesquita decía de Francis Alÿs que, frente al multiculturalismo generalizado, opone el pasar del individuo por el mundo. Efectivamente, en la mayoría de sus obras Francis Alÿs es un simple transeúnte: un transeúnte que empuja un trozo de hielo hasta que se deshace por completo, que se pasea con unos zapatos imantados que recogen todos los trozos de metal de la calle o que va con una pistola en la mano hasta que la policía le detiene. Simplemente se trata de documentar un espacio de urbanidad, pero que es totalmente incontrolable y que, como en el texto de Manuel Delgado, priman los individuos, los transeúntes. Sus paseos son como un cuento o un chiste que se trasmite oralmente, se introducen en el centro de esa masa de partículas anómicas, alejadas de cualquier organicidad, como una especie de virus. Un virus que se dirige a los individuos y que habla de su capacidad incontrolable para fabricar imaginario, porque al fin y al cabo, los paseos de Francis Alÿs, esos chistes o cuentos, son pequeñas incisiones que se llenan de contenido, de sentido.

Sin perder el arte, sin perder la efectividad política sólo queda una opción transversal. Y en ese pasar transversalmente resulta que Francis Alÿs es un activista político o, simplemente, resulta que esa actitud, esa actitud ética e individual que atraviesa la encrucijada, es la misma que Julian Barnes ha visto en Flaubert, quizá porque siempre ha estado ahí y ahora nos empeñamos en perdernos por mil caminos: “Flaubert enseña a mirar cara a cara a la verdad, y a no parpadear ante las consecuencias; enseña a dormir sobre la almohada de la duda; enseña a diseccionar las partes constitutivas de la realidad, y a observar que la Naturaleza es siempre un mezcla de géneros… Y si se estudia la vida privada del escritor, se verá que enseña la valentía, estoicismo y amistad; la importancia de la inteligencia, el escepticismo, el ingenio: la virtud de ser capaz de permanecer solo en la propia habitación; el odio contra la hipocresía; la desconfianza en los doctrinarios; la necesidad de decir las cosas con todas las letras”2

¿Quién iba a decirnos que Flaubert también era un activista político? o ¿es que acaso no recordábamos que aún lo es?. ¿Qué mirada dirigimos al arte? y de quién somos cómplices cuando buscamos apoyarnos en figuras que son adversarios, de tal manera que jugamos el juego perverso de Gap y los telediarios, y nos olvidamos, al contrario de lo que hacía Julian Barnes con Flaubert, de ser valedores y defensores a ultranza de las obras de arte y de lo que conllevan, de su irreductibilidad, de su dirigirse al individuo, de las opciones éticas y políticas que comportan.

Y mientras, la palabra de moda es “negociar”. Me pregunto con qué y con quién se negocia. Porque, en definitiva, de lo que he hablado es, sencillamente, de devolver al arte, y a la cultura en general, su valor. Quizá no se trata de devolverle ningún valor, sino simplemente ser conscientes del valor que tiene como aprendizaje de vida. Si no se entiende esto, si no se entiende el potencial crítico de Flaubert y el insumiso de Valéry precisamente por su valor poético y literario, el político de Francis Alÿs y el cuestionador de Antonio Ortega precisamente por su valor como obras de arte, no sé a qué estamos jugando. Sólo sé que con eso no se negocia.

Únicamente a partir de ahí se puede conjugar el verbo negociar. Y ese lugar es el mismo que veíamos en la encrucijada política, en la encrucijada de efectividad política del arte: la actitud ética e individual, pensada en, desde y para los individuos. Si no creemos en el arte y en su capacidad para transformar la vida de las personas, cómo podemos pensar en ningún tipo de efectividad política; y si no creemos que el arte se dirige a los individuos, como comisarios y mediadores, hacia quién pensamos esa efectividad.

Por otra parte y para acabar, esa negociación se enuncia siempre de manera frívola, sin tener en cuenta su verdadera complejidad. Finalizo con una historia basada en hechos reales. Un director de un centro de arte programa la exposición inaugural y en ella una artista realiza una obra “relacional” que, entre otras cosas, tiene una pizarra con los retratos dibujados en tiza del alcalde actual y el que a todas luces va a ser su sucesor por jubilación decidido antes de las elecciones democráticas. La alcaldía, que subvenciona el centro de arte, exige que se borren esos retratos. Y es el mismo director el que decide borrarlos. La artista filma en vídeo la acción de borrado del director, siendo un vídeo disponible para ser visto en el mismo entorno de la pieza. Ante la exigencia de la alcaldía, el director ¿debería haberse negado a borrar los retratos del alcalde y el alcaldable porque eso era censurar una obra de una artista?. Al fin y al cabo: uno, ver el vídeo del director borrando esos retratos en un ambiente distendido era más crítico y dejaba en un lugar más patético aún al político, y quizá de no ser borrada la pieza habría pasado sin pena ni gloria; dos, de no haberlo borrado habría optado por traspasar esa línea en la que se convierte en adversario, y habría perdido la oportunidad de iniciar una programación de arte contemporáneo, una programación quizá comprometida con el arte, en una pequeña ciudad de provincias.


Creative Commons License

Espacio privado | SPIP